Trajeron el té de Bernie.
– Gracias, querida. Estate alerta a mi siguiente cita, ¿vale?
Roz quedó fuera del campo de visión de Peter y le guiñó un ojo a su jefe.
– Bueno, yo creo que es bueno -contestó Peter-. ¿Ha podido echarle un vistazo?
Bernie hacía años que no leía un guión. Había otros que los leían por él y escribían sus comentarios en la portada.
– Sí, sí, aquí mismo tengo mis notas. -Abrió la carpeta y echó un vistazo a la portada.
Trama endeble.
Diálogos horribles.
Pobre desarrollo de los personajes, etcétera, etcétera. Recomendación: pase.
Bernie se mantuvo en su papel, sonrió y preguntó:
– Dime, Peter, ¿de qué conoces a Víctor Kemp?
Un mes antes Peter Benedict se encaminaba hacia el Constellation con un hálito de esperanza. Prefería el Constellation a cualquier otro casino de Las Vegas. Era el único que tenía un componente intelectual y, lo que es más importante, cuando Peter era un chaval había sido un apasionado de la astronomía. En la cúpula-planetario se proyectaba con láser el cielo nocturno de Las Vegas tal como lo verías si en ese momento sacaras la cabeza por la ventana y se apagaran los cientos de millones de bombillas y de tubos de neón. Si mirabas con atención, ibas allí a menudo y eras estudiante de la materia, con el tiempo llegarías a distinguir cada una de las ochenta y cinco constelaciones. La Osa Mayor, Orion, Andrómeda… eran las más fáciles. Pero Peter identificaba también algunas más ocultas: Corvus, Delfinus, Erídano, el Sextante. De hecho solo le faltaba Coma Berenices, la Cabellera de Berenice, un grupito difuminado en el cielo de septentrión que quedaba entre Los Lebreles y Virgo. Algún día también las encontraría.
Estaba jugando al blackjack en una mesa de apuestas altas: mínimo cien dólares y máximo cinco mil; una gorra de los Lakers le cubría la calva. Casi nunca sobrepasaba el mínimo, pero prefería esas mesas porque el espectáculo era más interesante. Jugaba bien y era disciplinado; solía terminar la noche ganando unos cientos de dólares, pero de vez en cuando se iba mil dólares más rico o más pobre, dependiendo de la suerte que tuviera esa noche con las cartas. Pero las verdaderas emociones las vivía a través de los demás, cuando observaba a los que apostaban elevadas sumas hacer malabarismos a tres manos: cambiar cartas, doblar las apuestas, arriesgar de una vez quince o veinte de los grandes. Le habría encantado poder inyectarse ese tipo de adrenalina, pero sabía que con su salario eso era algo que jamás iba a pasar.
El crupier, un húngaro que se llamaba Sam, se dio cuenta de que no estaba teniendo una buena noche e intentó animarle: «No te preocupes, Peter, la suerte va a cambiar. Ya lo verás».
Peter no pensaba lo mismo. El dispensador de cartas llevaba una cuenta de menos quince, lo que favorecía bastante a la banca. Aun así, Peter no cambió su juego, por más que cualquier contador de cartas se habría retirado durante un rato y habría vuelto cuando el conteo hubiera subido.
Como contador Peter era un fenómeno. Contaba simplemente porque podía hacerlo. Su cerebro trabajaba tan rápido y le costaba tan poco esfuerzo hacerlo que una vez que aprendió la técnica no podía evitar contarlas. Las cartas altas (del diez al as) estaban a menos uno; las cartas medias (del dos al seis) estaban a más uno. Un buen contador solo tenía que hacer dos cosas bien: llevar la cuenta del total para cuando sacaran la sexta baraja del dispensador, y calcular el número de cartas que había sin repartir. Si la cuenta iba a la baja, apostabas el mínimo o abandonabas la mesa. Si iba al alza, apostabas cuanto podías. Si lo hacías bien podías conseguir que las leyes de la probabilidad se inclinaran a tu favor y ganar de manera sistemática. Es decir, hasta que el crupier, el jefe de sala o el ojo celestial te pillaran, te echaran a puntapiés y te vetaran la entrada.
De vez en cuando Peter tomaba alguna decisión en función del conteo, pero como nunca variaba su apuesta no le era posible capitalizar su conocimiento. Le gustaba el Constellation. Disfrutaba jugando tres, cuatro o cinco horas en las mesas, y le daba miedo que le echaran de su antro favorito. Era parte del mobiliario.
Aquella noche solo había otros dos jugadores a la mesa: un anestesista de Denver de cara somnolienta que había ido a una convención médica y un ejecutivo canoso muy bien vestido que era el único que apostaba elevadas sumas. Peter había perdido seiscientos dólares y se balanceaba sobre sus pies mientras bebía una cerveza.
Cuando quedaban un par de manos para que volvieran a cargar el dispensador, llegó un tipo de unos veintidós años vestido con camiseta y pantalones de faena, se plantó en una de las dos sillas que había libres y pidió fichas por valor de uno de los grandes. El pelo le llegaba a los hombros y tenía ese encanto despreocupado propio de la gente del oeste.
– Hey ¿cómo va la cosa esta noche? ¿Es buena esta mesa?
– No para mí -dijo el ejecutivo-. Si cambia contigo, serás bienvenido.
– Encantado de ayudar en lo que pueda -dijo el chico. Se fijó en la tarjeta con el nombre del crupier-. Dame cartas, Sam.
Apostando lo mínimo, convirtió una mesa silenciosa en una mesa animada. Les contó que era estudiante de la Universidad de Las Vegas, que se estaba especializando en gobernación y, empezando por el médico, les preguntó de dónde eran y a qué se dedicaban. Tras decir un par de tonterías acerca de un dolor en uno de sus hombros, se volvió hacia Peter.
– Yo soy de aquí -dijo Peter-.Trabajo con ordenadores.
– Vaya, chaval, eso está muy bien.
– Lo mío son los seguros -dijo el ejecutivo.
– ¿Vendes seguros, tío?
– Bueno, sí y no. Llevo una compañía de seguros.
– ¡Genial! ¡Tú sí que apuestas fuerte, colega! -exclamó el chico.
Sam puso una baraja nueva en el dispensador y Peter volvió a contar por puro instinto. Cinco minutos más tarde ya habían gastado buena parte del dispensador y el conteo estaba subiendo. Peter iba tirando, le iba algo mejor, había ganado unas cuantas manos más que las que había perdido.
– ¡Te lo había dicho! -exclamó Sam alegremente después de que ganara tres manos seguidas.
El médico había perdido dos de los grandes, pero el de los seguros ya llevaba perdidos más de treinta mil y empezaba a mostrarse irascible. El chico apostaba sin ton ni son, como si no tuviera ni idea del juego, pero solo había perdido doscientos. Pidió un ron con Coca-Cola y jugueteó con el mezclador hasta que este cayó accidentalmente desde su boca al suelo.
– Ups -dijo en voz baja.
Una rubia de casi treinta años, con téjanos ajustados y camiseta ceñida de color lima-limón, se acercó a la mesa y se sentó en el asiento que quedaba libre. Se colocó su caro bolso Vuitton bajo los pies para tenerlo a buen recaudo y puso sobre la mesa diez mil dólares en cuatro fajos bien ordenados.
– Hola -dijo tímidamente. No era guapísima, pero tenía un cuerpo de impresión y una voz suave y sexy que los dejó sin habla-. Espero no molestar…
– ¡Qué va! -dijo el chico-. Hacía falta una rosa entre tantas espinas.
– Me llamo Melinda.
Ellos se presentaron al estilo minimalista de Las Vegas. Ella era de Virginia. Señaló su anillo de bodas. Hubby estaba en la piscina.
Peter la observó apostar durante varias manos. Era rápida y atrevida, apostaba quinientos por mano y se plantaba siempre al límite, lo cual estaba dándole muy buenos resultados. El chico perdió tres manos seguidas, se recostó en la silla y dijo:
– Estoy gafado.
Gafado.
Peter se percató de que el conteo iba sobre trece y quedaban unas cuarenta cartas en el dispensador. Gafado.