La rubia empujó un montón de fichas por valor de tres mil quinientos. Al verlo, el de los seguros subió la apuesta y puso el máximo.
– Haces que me envalentone -le dijo.
Peter siguió con sus cien, lo mismo que apostaron el médico y el chaval.
Sam repartió rápidamente y dio un buen diecinueve a Peter, catorce al de los seguros, diecisiete al médico, doce al chico y un par de jotas, veinte, a la rubia. El crupier mostraba un seis. «Esta no falla -pensó Peter-. Conteo alto, el crupier probablemente se retire y pierda, con el veinte va sobrada.»
– Quiero cambiar una carta, Sam -dijo la rubia.
Sam parpadeó y asintió mientras ella ponía otros tres mil quinientos dólares sobre el tapete.
¡ Joder! Peter se había quedado a cuadros. ¿Quién cambia un diez?
A no ser que…
Peter y el médico se plantaron, el chico sacó un seis y se quedó en dieciocho. El de los seguros se pasó con un diez.
– ¡Su puta madre! -se le escapó del disgusto.
La rubia contuvo el aliento y apretó los puños hasta que Sam le dio una reina en una mano y un siete en la siguiente. La chica aplaudió y soltó el aire al mismo tiempo.
El crupier dio la vuelta a su carta oculta, un rey, y sacó un nueve.
La banca pierde.
En medio de los chillidos de la chica, Sam hizo los pagos a la mesa y empujó siete de los grandes en fichas hacia la rubia.
Peter se excusó y se fue al baño de caballeros. Estaba hecho un lío. La maquinaria de su cabeza chirriaba. «¿En qué estoy pensando? -se dijo-. ¡Esto no es asunto mío! ¡Paso!»
Pero no podía. La vergüenza moral que sentía le abrumaba. Si él no se aprovechaba, ¿por qué iban a poder hacerlo ellos? Sin pensárselo más, giró sobre sus talones, volvió hacia las mesas de blackjack y cruzó su mirada con la del jefe de sala, quien asintió con la cabeza y sonrió. Peter se le acercó con naturalidad y dijo:
– ¿Qué, cómo va eso?
– No va mal, señor. ¿En qué puedo ayudarle esta noche?
– ¿Ve a ese chico que está en aquella mesa, y a la chica?
– Sí, señor.
– Están contando.
El jefe de sala dio un respingo. Había visto muchas cosas pero jamás que un jugador delatara a otro. ¿Qué sentido tenía?
– ¿Está seguro?
– Completamente. El chico cuenta y se lo transmite a ella.
El jefe de sala usó su intercomunicador para llamar al encargado, que a su vez habló con seguridad para que revisaran la cinta de las dos últimas manos jugadas en esa mesa. La apuesta que había hecho la rubia era bastante sospechosa.
Peter acababa de volver a la mesa cuando un regimiento de hombres de seguridad uniformados llegó y puso las manos sobre los hombros del chico. -Eh, ¿qué coño pasa?
Los jugadores de las otras mesas pararon su juego y observaron la escena.
– ¿Ustedes dos se conocen? -preguntó el jefe de sala.
– ¡No la había visto en mi vida! ¡De verdad, joder! -se quejó el chaval.
La rubia no dijo nada. Se limitó a coger su bolso, recogió las fichas y le tiró a Sam una propina de quinientos dólares.
– Hasta la vista, chicos -dijo mientras la conducían al exterior.
El jefe de sala hizo una señal con la mano y otro crupier sustituyó a Sam.
El médico y el de los seguros miraron a Peter con cara de pasmarotes.
– ¿Qué demonios acaba de pasar? -preguntó el de los seguros.
– Estaban contando -dijo Peter con naturalidad-. Los he delatado.
– ¡No, no lo has hecho! -berreó el tipo de los seguros.
– Sí lo he hecho, sí. Me estaban poniendo malo.
– ¿Y cómo podías saberlo? -preguntó el médico.
– Lo sabía. -No se sentía cómodo siendo el centro de atención. Tenía ganas de largarse de allí.
– ¡Alucinante! -dijo el tipo de los seguros meneando la cabeza-.Te invito a una copa, amigo. ¡Alucinante! -Sus ojos azules brillaban cuando echó mano de la cartera y sacó una de sus tarjetas de empresa-.Aquí tienes mi tarjeta. Mi empresa funciona a base de ordenadores. Si necesitas trabajo no tienes más que llamarme, ¿de acuerdo?
Peter cogió la tarjeta: NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL, COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.
– Muy amable, pero ya tengo trabajo -musitó Peter con una voz apenas audible bajo la repetitiva melodía y el tintineo de las máquinas tragaperras.
– Bueno, si algún día cambian las cosas, tienes mi número.
– Les pido disculpas por lo que acaba de suceder. Señor Elder, ¿cómo le va esta noche? Hoy la bebida y la comida de todos ustedes corre a cuenta de la casa, y tengo entradas para cualquier espectáculo al que les apetezca asistir. ¿De acuerdo? Y de nuevo, siento mucho lo ocurrido.
– ¿Tanto como para devolverme lo que he perdido esta noche, Frankie?
– Ojalá pudiera, señor Elder, pero eso es imposible.
– Bueno -dijo Elder-, había que intentarlo.
El jefe de sala dio una palmadita en el hombro de Peter y le susurró:
– El encargado quiere verle. -Peter se puso pálido-, No se preocupe, es para bien.
Gil Flores, el encargado del Constellation, era un hombre pulcro y refinado, y en su presencia Peter se sintió desaliñado e inseguro. Tenía las axilas empapadas. Quería salir de allí cuanto antes. El despacho del encargado era un espacio práctico, equipado con múltiples pantallas planas con imágenes en directo de las mesas y las tragaperras.
Flores se estaba rompiendo la cabeza intentando resolver el cómo y el porqué de la cuestión. ¿Cómo un tipo corriente se había dado cuenta de algo que a sus chicos les había pasado por alto y por qué los había delatado?
– ¿Qué me he perdido? -preguntó Flores al tímido hombre.
Peter bebió un sorbo de agua.
– Yo sabía cómo iba la cuenta -admitió Peter.
– ¿Usted también estaba contando?
– Sí.
– ¿Es usted contador? ¿Me está diciendo en las narices que es un contador? -Flores había elevado la voz.
– Yo cuento pero no hago conteo.
Las buenas maneras de Flores se esfumaron.
– ¿Qué cojones significa eso?
– Sigo la cuenta, es como una costumbre que tengo, pero no la uso.
– ¿Y espera que me crea eso?
Peter se encogió de hombros.
– Lo siento, pero esa es la verdad. Llevo viniendo aquí dos años y jamás he variado mis apuestas. Pierdo un poco, gano un poco, ya sabe.
– Increíble. ¿Así que usted lleva el conteo cuando este mierdoso hace qué?
– Dijo que estaba gafado. La cuenta estaba a trece, ya sabe, lo usó como palabra en código para trece. Ella se unió a la mesa cuando el conteo estaba al alza. Creo que el chico tiró un mezclador de cóctel para indicárselo.
– Así que él contea y lanza el señuelo y la chica apuesta y recoge las ganancias.
– Probablemente tienen un código para cada conteo, como «silla» para cuatro, o «dulce» para dieciséis.
El teléfono sonó. Flores contestó y permaneció a la escucha.
– Sí, señor -dijo al rato.
»Bueno, Peter Benedict, hoy es su día de suerte -anunció Flores-.Víctor Kemp quiere verle arriba, en el ático.
Las vistas que había desde el ático eran espectaculares: toda la Strip, la franja, de Las Vegas serpenteaba hacia el oscuro horizonte como la cola de un cometa. Víctor Kemp se acercó y le tendió la mano, y Peter sintió el grosor de sus anillos de oro cuando entrelazaron sus dedos. Tenía el pelo negro y ondulado, la tez bronceada y los dientes resplandecientes. Era elegante y natural como una estrella de cine en el mejor club de la ciudad. Llevaba un traje de un azul vibrante que atrapaba la luz y jugaba con ella, una tela que no parecía de este mundo. Sentó a Peter en su enorme salón y le ofreció una bebida. Mientras una camarera iba a por una cerveza, Peter se percató de que uno de los monitores que había en la pared ofrecía un plano del despacho de Gil. Cámaras por todas partes.
Peter cogió la cerveza y por unos instantes consideró si debía quitarse la gorra. Se la dejó puesta; con gorra o sin gorra seguiría sintiéndose fuera de lugar.