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Su mente no paraba de trabajar; el concepto «escalofriante» le parecía ridículo. Siempre pensaba en algo en concreto, pero en ese momento, mientras se acercaba a la Ochenta y dos, no estaba concentrado en ningún tema en particular sino más bien en un batiburrillo de trabajos relacionados y por hacer. De la postal, gracias a Dios, se había olvidado. Al girar hacia la oscuridad de aquella calle flanqueada por árboles, su instinto de supervivencia urbanita casi le hizo cambiar de ruta -por un momento pensó en seguir por la Ochenta y tres-, pero el implacable agente de bolsa que llevaba dentro no le permitiría flaquear.

En vez de eso, cruzó hacia el lado norte de la Ochenta y dos, así podía ver al chaval de piel morena que pululaba por la acera hacia el final de la manzana. Si el chico también cruzaba la calle, sabría que estaba en problemas, cogería a Bloomie en brazos y echaría a correr. Había hecho atletismo en la escuela. Todavía era rápido en los partidos de baloncesto. Llevaba las Nike bien atadas y ajustadas. Así que, al carajo, en el peor de los casos saldría bien parado.

El chico empezó a caminar en su dirección por el otro lado de la calle; un chaval desgarbado con capucha, de manera que David no podía verle los ojos. Esperaba que se acercara algún coche u otra persona caminando, pero la calle permaneció en silencio. Dos hombres y un perro; oía el crujir de las zapatillas nuevas del chico en el asfalto. Las casas estaban a oscuras; sus ocupantes soñaban. El único edificio con portero quedaba cerca de Lexington. Cuando ambos estuvieron a la misma altura, su corazón se aceleró. «No le mires a los ojos. No le mires a los ojos.» David pasó de largo. El chico pasó de largo y el vacío entre ellos se agrandó.

Se permitió mirar rápidamente por encima del hombro y respiró tranquilo cuando vio que el chaval giraba hacia Park Avenue y desaparecía al doblar la esquina. «Soy un cobardica -pensó-. Y además un cobardica lleno de prejuicios.»

Cuando había dado media vuelta a la manzana, Bloomie olisqueó su rincón favorito y se puso a marcar territorio. David no supo por qué no oyó al chico hasta que casi lo tuvo encima. Tal vez se había distraído pensando en su primera cita con el jefe del mercado de divisas, o mirando cómo el perro inspeccionaba su rincón, o recordando cómo Helen se había quitado el sujetador la noche anterior, o tal vez el chaval era un experto en correr por la ciudad con sumo sigilo. Pero todo eso no eran más que teorías.

Recibió un puñetazo en la sien y cayó con todo el peso sobre sus rodillas, momentáneamente fascinado, más que asustado, por la inesperada violencia. El golpe hizo que se le nublara la mente. Vio cómo Bloomie terminaba de hacer caca. Oyó algo sobre dinero y sintió que unas manos se metían en sus bolsillos. Vio la hoja de un cuchillo junto a su cara. Notó que le quitaban el reloj, y luego el anillo. Entonces se acordó de la postal, esa maldita postal, y se oyó preguntar: «¿La enviaste tú?». Le pareció que oía al chico contestar: «Sí, la mandé yo, hijo de puta».

Un año antes,

Cambridge, Massachusetts

Will Piper llegó temprano para beber una copa en la barra antes de que aparecieran los demás. El concurrido restaurante, en una bocacalle de Harvard Square, se llamaba OM; Will encogió sus anchos hombros cuando vio el moderno y ecléctico ambiente asiático del local. No era el tipo de sitio que solía frecuentar, pero en la entrada había una barra y el camarero tenía cubitos y whisky escocés, así que cumplía sus requisitos mínimos. Miró con recelo las artísticamente desiguales piedras de la pared de detrás de la barra, las instalaciones de videoarte en brillantes pantallas planas y las luces de neón azul, y se preguntó: «¿Qué estoy haciendo aquí?».

Hacía tan solo una semana las probabilidades de que acudiera al veinticinco aniversario de su licenciatura en la universidad eran cero, y a pesar de todo ahí estaba, de nuevo en Harvard con cientos de personas de cuarenta y siete y cuarenta y ocho años, preguntándose adonde habían ido a parar los mejores momentos de su vida. Jim Zeckendorf, como buen abogado que era, les había engatusado y les había acosado sin tregua vía correo electrónico hasta que habían accedido. Él no estaba dispuesto a aceptar todo el lote. Nadie le haría marchar con sus compañeros de 1983 hasta el Tercentenary Theatre. Pero le había parecido bien viajar hasta allí en coche desde Nueva York, cenar con sus compañeros, quedarse en casa de Jim, en Weston, y volver por la mañana. Ni de broma se le ocurriría malgastar más de dos días de vacaciones en fantasmas del pasado.

El vaso de Will ya estaba vacío antes de que el camarero hubiera acabado de preparar la siguiente copa. Will agitó el hielo para llamar su atención, pero a quien atrajo fue a una mujer. Estaba de pie detrás de él, haciendo gestos al camarero con un billete de veinte; una morena de unos treinta años de muy buen ver. Pudo oler su perfume especiado antes de que ella se inclinara sobre su ancha espalda y le preguntara:

– Cuando te haga caso, ¿me pedirás un chardo?.

Will se medio giró y la cachemira de su delantera le quedó a la altura de los ojos, al igual que el billete de veinte dólares, que oscilaba entre sus estilizados dedos. Se dirigió a sus pechos:

– Sí, ya te lo pido yo. -Entonces giró el cuello hasta ver una bonita cara con sombra de ojos violeta y labios rojo pasión, justo como a él le gustaban. Percibió en ella fuertes vibraciones de disponibilidad.

Ella le dio el billete con un «Gracias» cantarín y se metió en el estrecho espacio que él le dejó moviendo su taburete un par de centímetros.

Minutos después, Will sintió un golpecito en el hombro y oyó:

– ¡Ya os dije que lo encontraríamos en la barra!

Zeckendorf tenía una amplia sonrisa en su rostro de rasgos amables, casi femeninos. Aún tenía pelo suficiente para llevarlo a lo afro, y Will recordó de repente su primer día en el campus de Harvard en 1979: un patán rubio y grandullón de la franja de Florida, revoloteando como una chica bonita en la cubierta de un barco, y un chaval flacucho de pelo alborotado con el aire autosuficiente del lugareño que ha nacido para vestir los colores carmesí de la universidad. La mujer de Zeckendorf estaba a su lado, o al menos Will dio por sentado que esa matrona de anchas caderas era la novia que, la última vez que la vio, cuando se casaron en 1988, estaba como un palillo.

Los Zeckendorf llegaban con Alex Dinnerstein y su novia. Alex era de cuerpo pequeño y compacto, y lucía un bronceado impecable que le hacía parecer bastante más joven que los demás. Adornaba su buena planta y su garbo con un caro traje de corte europeo y un elegante pañuelo de bolsillo, blanco y brillante como sus dientes. Su pelo engominado seguía tan liso y negro como en el primer año de la universidad, así que Will se dijo que lo llevaba teñido; a cada cual lo suyo. El doctor Dinnerstein tenía que mantenerse joven para la preciosidad que llevaba del brazo, una modelo por lo menos veinte años más joven que él, una belleza de largas piernas con un cuerpazo realmente especial; casi consiguió que Will se olvidara de su nueva amiga, a la que había tenido la torpeza de dejar sola bebiendo su vino.

Zeckendorf se percató de que la señorita se sentía incómoda.

– ¿Qué pasa, Will, es que no vas a presentarnos?

Will sonrió avergonzado y murmuró:

– Todavía no hemos llegado tan lejos.

Alex soltó un resoplido de complicidad.

– Me llamo Gilliam -dijo la chica-, Que disfrutéis de vuestra reunión. -Se dispuso a marcharse y Will, sin decir palabra, le puso una de sus tarjetas en la mano.