– «Un hombre honrado es la más noble obra de Dios» -dijo Kemp de improviso-. Lo escribió Alexander Pope. ¡Salud! -Kemp hizo chocar su copa de vino contra la flauta que contenía la cerveza de Peter-. Me ha puesto usted de buen humor, señor Benedict, y eso tengo que agradecérselo.
– No pasa nada -dijo Peter con cautela.
– Parece usted un hombre inteligente. ¿Puedo preguntarle cómo se gana la vida?
– Trabajo con ordenadores.
– ¿Por qué será que eso no me sorprende? Se ha dado cuenta de algo que ha pasado inadvertido a todo un ejército de profesionales preparados para ello, así que por una parte estoy contento de que sea usted un hombre honrado, pero por otra estoy descontento con mi gente. ¿Ha pensado alguna vez en trabajar en un casino, en la seguridad, señor Benedict?
Peter meneó la cabeza.
– Esta es la segunda oferta de trabajo que me hacen esta noche.
– ¿Quién más se lo ha ofrecido?
– Un tipo de mi mesa de blackjack. El director general de una compañía de seguros.
– ¿Canoso, delgado, cincuentón?
– Sí.
– No puede ser sino Nelson Elder, muy buen tipo. Menuda noche la suya… Pero si está feliz con su trabajo tendré que encontrar otra forma de agradecérselo.
– Oh, no, señor. No es necesario.
– ¡No me llames señor! Tú llámame Víctor y yo te llamaré Peter. Bueno, Peter, esto es como si te hubieras encontrado al genio de la lámpara, pero como esto no es ningún cuento de hadas solo puedes pedir un deseo, así que, ya sabes, que sea realista. ¿Qué va a ser? ¿Quieres una chica, un crédito, conocer a alguna estrella de cine?
El cerebro de Peter era capaz de procesar rápidamente una cantidad de información tremenda. En apenas unos segundos su mente operó sobre varios escenarios y sus posibles consecuencias, hasta que dio con una proposición que para él era muy ambiciosa.
– ¿Conoces a algún agente de Hollywood? -preguntó con voz trémula.
Kemp soltó una carcajada.
– Pues claro que sí. Todos vienen por aquí. ¿Eres escritor?
– He escrito un guión -dijo con vergüenza.
– Entonces te voy a concertar una cita con Bernie Schwartz, que es uno de los peces gordos de la ATI. ¿Te parece bien eso? ¿Eso es lo que más te gustaría?
– Oh, sí… ¡Eso sería increíble! -dijo Peter embriagado por la dicha.
– Entonces, de acuerdo. No puedo prometerte que le gustará tu guión, Peter, pero lo que sí te prometo es que lo leerá y te recibirá. Trato hecho.
Volvieron a estrecharse la mano. Cuando salía, Kemp le puso una mano en el hombro y le dijo paternalmente:
– Y ahora no vayas a hacer conteo, ¿eh, Peter? Estás del lado de los justos.
– Pues sí que es curioso -dijo Bernie-. Víctor Kemp es Las Vegas. Ese hombre es un príncipe.
– ¿Y qué me dice de mi guión? -Peter contuvo la respiración a la espera de la respuesta.
Había llegado la hora de la verdad.
– La verdad, Peter, es que el guión, aunque es bueno, necesita pulirse un poco antes de que pueda moverlo. Pero aquí viene lo importante. Esto es una película de alto presupuesto. Hay un tren que explota y un montón de efectos especiales. Cada vez es más difícil hacer estas películas de acción, a no ser que cuenten con un público garantizado o posibilidad de franquicia. Pero lo peor de todo es que abordas el terrorismo. El 11 de septiembre lo cambió todo. Muy pocos de los proyectos que me cancelaron en el año 2001 han podido resucitarse. Nadie quiere hacer una película sobre terrorismo. No podré venderla. Lo siento, pero el mundo ha cambiado.
«Suelta el aire.» Se sentía aturdido.
Roz entró.
– Señor Schwartz, ha llegado su siguiente visita.
– ¡El tiempo vuela! -Bernie se puso en pie, y Peter hizo lo propio-. Bueno, ahora vete y escribe un guión sobre apuestas de alto voltaje y gente que hace conteos en el casino, métele un poco de sexo y de risas y te prometo que lo leeré. Me alegro mucho de haberte conocido, Peter. Dale recuerdos al señor Kemp. Y, oye, qué bien que hayas venido en coche. Yo no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial.
Cuando Peter Benedict llegó a su pequeño rancho en Spring Valley esa noche, un sobre asomaba por debajo del felpudo de la entrada. Lo abrió sin demora y leyó su letra manuscrita bajo la luz del porche.
Querido Peter:
Siento que no te haya ido bien hoy con Bernie Schwartz. Permíteme que haga algo por ti. Ven esta noche a las diez, a la habitación 1834 del hotel.
Víctor
Peter estaba cansado y con la moral por los suelos, pero era viernes y tenía el fin de semana para recuperarse.
En el mostrador de recepción del Constellation había una llave de la habitación esperándole, así que subió. Era una suite enorme con unas vistas magníficas. En la mesa del salón había una cesta de frutas y una botella de Perriet Jouet puesta a enfriar. Y otro sobre. Dentro había dos tarjetas, una era un bono por valor de mil dólares para gastar en productos del centro comercial del Constellation; la otra, un crédito de cinco mil dólares para el casino.
Se sentó en el sofá, anonadado, y miró hacia el paisaje de neón.
Alguien llamó a la puerta.
– ¡Entre! -gritó Peter.
– ¡No tengo llave! -contestó una voz femenina.
Peter corrió hacia la puerta.
– Perdone -dijo-. Pensé que eran del servicio.
Era preciosa. Y joven, casi una niña. Una morenita de rostro dulce y descarado; sus ebúrneas carnes asomaban de su ceñido vestido de noche.
– Tú debes de ser Peter -dijo cerrando la puerta tras de sí-. El señor Kemp me envía para que te salude. -Tenía ese acento pueblerino, delicado y musical, de tantas chicas de Las Vegas que son de cualquier otra parte.
Peter se ruborizó de tal manera que parecía que tuviera la cara hecha de plástico rojo.
– ¡Oh!
La chica caminó lentamente hacia él, haciéndole retroceder hasta el sofá.
– Me llamo Lydia. ¿Te parezco bien?
– ¿Bien?
– Si prefieres un chico no importa. No estaban seguros.
Tenía algo de tontina que la hacía encantadora.
– ¡No me gustan los tíos! -La opresión que Peter sentía en la laringe hizo que le saliera un gallo-. ¡Me gustan las chicas!
– ¡Bueno, genial! Porque yo soy una chica -ronroneó ella; había practicado-. ¿Por qué no te sientas y abres esa botella de champán mientras averiguamos a qué tipo de juegos te gustaría jugar?
Alcanzó el sofá justo cuando las rodillas empezaban a doblársele y cayó de culo con todo su peso. Su cerebro nadaba en un mar de jugos -miedo, lujuria, vergüenza-Jamás había hecho eso. Parecía una tontería, sin embargo…
– ¡Eh, yo te conozco de algo! -dijo entonces Lydia, excitada de verdad-. ¡Sí, te he visto cientos de veces! ¡Acabo de caer!
– ¿Dónde? ¿En el casino?
– ¡No, tonto! Seguramente no me reconoces porque ahora no llevo ese estúpido uniforme. Por el día trabajo en la recepción del aeropuerto McCarran, ya sabes, en la terminal EG &G.
Se le borró el rubor de la cara.
El día ya era demasiado para él. Más que demasiado.
– ¡Tú no te llamas Peter! Te llamas Mark no sé qué. Mark Shackleton. Se me dan bien los nombres.
– Bueno, ya sabes lo que pasa con los nombres -dijo él con voz temblorosa.
– ¡Claro! Oye, que eso a mí ni me va ni me viene. Lo que pasa en Las Vegas en Las Vegas se queda, cariño. Si te digo la verdad, yo tampoco me llamo Lydia.
Cuando la vio desprenderse de su vestido negro y mostrar la artillería de encajes que llevaba debajo mientras hablaba a mil palabras por segundo Peter se quedó mudo.
– ¡Qué pasada! ¡Me moría de ganas de hablar con alguno de vosotros! Tiene que ser increíble entrar todos los días en Área 51… ¡Es tan alto secreto que me pone cachonda!