Se quedó boquiabierto.
– Sé que no se os permite hablar de eso, pero, por favor, solo di que sí con la cabeza si lo que estamos estudiando allí son ovnis. ¡Eso es lo que todo el mundo dice!
Intentó mantener la cabeza erguida y quieta.
– ¿Eso ha sido un sí? -preguntó ella-. ¿Has movido la cabeza?
– No puedo decir nada de lo que ocurre allí -consiguió contestar-. ¡Por favor!
Por un momento pareció decepcionada, pero enseguida volvió a animarse y retomó su trabajo.
– ¡Vale! Está bien. Te diré lo que vamos a hacer, Peter. -Se acercó lentamente al sofá meneando las caderas-. Esta noche yo seré tu ofni particular, objeto follador no identificado. ¿Qué te parece?
23 de junio de 2009,
Nueva York
Will tenía una resaca de mil demonios, se sentía como si una comadreja se hubiera despertado cómoda y calentita dentro de su cráneo y, aterrorizada al descubrir que estaba atrapada, arañara y mordiera para abrirse camino a través de los ojos.
La tarde había comenzado de una manera bastante benévola. De camino a casa había parado en su antro habitual, un tugurio que olía a humedad y se llamaba Dunigan's, y se había metido un par de gaseosas con el estómago vacío. Próxima parada, Pantheon Diner. Allí le gruñó a un camarero muy peludo, este le lanzó otro gruñido como respuesta y, sin intercambiar entre ellos ninguna frase completa, le sirvió el plato que Will comía dos o tres veces a la semana: kebab de cordero con arroz, regado, evidentemente, con un par de cervezas. Y luego, antes de decidirse a ir a casa, ofreció sus temblorosos respetos a su licorería amiga y se hizo con una botella de casi dos litros de Black Label, el único artículo de lujo que adornaba su vida.
Su apartamento era pequeño y espartano, y una vez despojado del toque de feminidad de Jennifer, quedó reducido a una propiedad lóbrega y sin interés: dos habitaciones exiguas, paredes blancas, suelo de parquet brillante, vistas al edificio de enfrente y unos pocos miles de dólares en muebles y alfombras del montón. Para ser sinceros, era casi demasiado pequeño para él solo. El salón era de cuatro por cinco metros; la habitación, de tres por cuatro, y la cocina y el cuarto de baño, del tamaño de un armario empotrado grande. A algunos de los criminales a los que había puesto a la sombra de por vida ese apartamento no les parecería una mejora. ¿Cómo se las había arreglado para compartir aquel piso con Jennifer durante cuatro meses? ¿De quién había sido tan brillante idea?
No quería pasarse bebiendo, pero esa botella, tan pesada y tan llena, parecía prometer tanto… Giró el tapón, rompió el precinto, la cogió por el gollete y llenó hasta la mitad su vaso preferido de whisky. Con el sonido de la televisión de fondo, bebió en el sofá y se hundió con decisión en un profundo y oscuro agujero mientras pensaba en su puñetero día, su puñetero caso y su puñetera vida.
A pesar de sus reticencias a encargarse del caso del Juicio Final, lo cierto era que los primeros días habían sido rejuvenecedores. Clive Robertson había sido asesinado delante de sus propias narices; la audacia y la complejidad del crimen le enardecían. Le recordaba a lo que sentía antes en los casos importantes, y el subidón de adrenalina concordaba exactamente con eso.
Se había zambullido en aquella maraña de hechos y, aunque sabía que los momentos epifánicos eran cosa de ficción, sentía la imperiosa necesidad de hurgar hasta el fondo y descubrir algo que se les hubiera pasado, un lazo de conexión que vinculara dos de los asesinatos, luego un tercero y después otro, hasta que el caso reventara.
La distracción de ese importante trabajo lo espoleaba. Empezó con más fuerza que nunca, devorando los archivos, alentando a Nancy, agotándose ambos en una maratón de días que se convertían en noches y noches que se convertían en días. Lo cierto es que durante un tiempo se tomó a pecho las palabras de Sue Sánchez. Ese sería su último gran caso. Quitaría de en medio a ese mamón y se retiraría con un bombazo.
Crescendo.
Decrescendo.
En una semana ya se había quemado, consumido en cuerpo y alma. Los informes de la autopsia y de los exámenes toxicológicos de Robertson no tenían ni pies ni cabeza. Los otros siete casos tampoco tenían ni pies ni cabeza. Estaba perdido en cuanto a la identidad del asesino y a la satisfacción que podían reportarle esos crímenes. Ninguna de sus ideas iniciales se confirmaba. Solo tenía un retablo de hechos aleatorios, y eso era algo que no había visto nunca en un asesino en serie.
El primer whisky fue para borrar la desagradable tarde que había pasado en Queens entrevistando a la familia de aquella víctima a la que habían matado en un abrir y cerrar de ojos, gente buena y fuerte pero imposible de consolar. El segundo whisky fue para calmar su frustración. El tercero, para llenar su vacío con recuerdos sensibleros; el cuarto, por la soledad. El quinto…
A pesar de los martillazos en la cabeza y las náuseas, su terquedad lo arrastró hasta el trabajo a las ocho. Su teoría era que si siempre llegabas al trabajo a la hora, nunca bebías en horas de servicio y nunca tocabas una gota antes del happy hour, no tenías problemas con la bebida. Aun así, no podía hacer caso omiso de ese persistente dolor de cabeza y cuando se metió en el ascensor se aferró a su café extralargo como si fuera un salvavidas. Se estremecía al pensar que se había despertado a las seis de la mañana vestido y con un tercio de la botella de whisky en el estómago. En su oficina tenía Ibuprofeno. Necesitaba llegar hasta allí.
Los informes del caso Juicio Final estaban apilados sobre su escritorio, dentro del archivador, en las estanterías y por todo el suelo, estalagmitas de notas, dossieres, investigaciones, páginas de ordenador impresas y fotos de dos escenarios de los crímenes.
Había conseguido atrincherarse allí practicando pasillos entre los montones: de la puerta a la silla del escritorio, de la silla a las estanterías, de la silla a la ventana para ajustar las persianas y protegerse los ojos del sol de media tarde. Se abrió paso entre los obstáculos, se dejó caer en la silla, echó mano a los calmantes y se los tragó con un café caliente. Se restregó los ojos con las palmas de las manos, y cuando los abrió Nancy estaba allí de pie y lo miraba como lo hacía un médico.
– ¿Te encuentras bien?
– Estoy bien.
– Pues no lo parece. Parece que estés enfermo.
– Estoy bien. -Buscó a tientas un informe al azar y lo abrió. Nancy continuaba allí-. ¿Qué?
– ¿Qué plan tenemos hoy? -preguntó.
– El plan es que yo me tome el café y que tú vuelvas dentro de una hora.
Nancy fue obediente y reapareció justo una hora más tarde. El dolor y las náuseas comenzaban a remitir pero su mente seguía en penumbra.
– Bien -comenzó Will-. ¿Qué programa tenemos?
Nancy abrió su omnipresente libretita.
– A las diez, videoconferencia con el doctor Sofer de la Johns Hopkins. A las dos, operación rueda de prensa. A las cuatro, a los barrios altos para hablar con Helen Swisher. Tienes mejor aspecto.
– Hace una hora estaba bien y ahora también -la cortó.
No pareció convencerla, con lo cual se preguntó si sabría que tenía resaca. Entonces cayó en la cuenta de que ella sí que tenía mejor aspecto. Tenía la cara un poco más delgada, el cuerpo un poco más esbelto, la falda no le apretaba tanto en la cintura. Habían sido compañeros inseparables durante diez días y acababa de darse cuenta de que ella estaba comiendo como un pajarito.
– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Will.
– Claro.
– ¿Estás a dieta o algo así? Ella se ruborizó al instante.
– Algo así. Y he empezado a hacer jogging otra vez.
– Pues te sienta bien. Sigue así.