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Will había dedicado una cantidad de tiempo desproporcionada a ese asesinato en particular: había examinado el ferry y la estación de autobuses, había caminado por la escena del crimen y había visitado la casa y la iglesia. Los crímenes sexuales eran su fuerte. No es que aspirase a dedicarse a ello cuando empezó a ejercer (nadie en su sano juicio habría dicho en Quantico: «Algún día espero especializarme en crímenes sexuales»), pero sus primeros casos importantes tenían todos una perspectiva sexual y así era como acababan encasillándote en la agencia. Hizo algo más que seguir su propia intuición, la ambición le consumía y se formó a sí mismo como especialista en la materia. Estudió los anales sobre crímenes sexuales y se convirtió en una enciclopedia andante sobre la materia.

Había visto ese tipo de asesino antes, y el perfil del criminal le vino a la cabeza de inmediato. Se trataba de un acosador que planificaba sus actos, una persona solitaria y prudente que ponía mucho cuidado en no dejar su ADN tras de sí. Probablemente conocía bien el barrio, lo que quería decir que o vivía en Staten Island en ese momento o había vivido allí antes. Conocía ese parque como la palma de su mano y eligió el lugar exacto en el que podría llevar a cabo su propósito con la mínima probabilidad de que lo pillaran in fraganti. Había grandes probabilidades de que el tipo fuera hispano, pues consiguió que la víctima se sintiera lo suficientemente cómoda como para entrar en su coche, y el inglés de Consuela, según les habían dicho, era muy limitado. Había una probabilidad razonable de que conociera a su asesino, por lo menos de vista.

– Espera un momento -dijo Will de repente-.Aquí tenemos algo. Casi con toda certeza el asesino de Consuela tenía coche. Deberíamos buscar el mismo turismo azul oscuro que atropello a Myles Drake. -Anotó: «Turismo azul»-. Recuérdame cómo se llamaba el cura de la iglesia de Consuela.

Nancy recordó aquella cara triste y no necesitó rebuscar entre sus notas.

– Padre Rochas.

– Hay que elaborar un folleto con diferentes modelos de turismos de color azul, darle copias al padre Rochas para que los distribuya entre sus feligreses y descubrir, si alguno de ellos conoce a alguien que tenga uno. Y también cotejar los nombres de los parroquianos con los registros de Tráfico para conseguir una lista de los vehículos registrados. Presta especial atención a los varones hispanos.

Nancy asentía y tomaba notas.

Will estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.

– Tengo que cambiarle el agua al canario. Después llamaremos a ese tipo.

Los patólogos forenses de la oficina central les habían aconsejado que preguntaran su opinión a Gerald Sofer, el mayor experto del país en las afecciones más raras. Que acudieran a él era la prueba de lo perdidos que estaban ante la muerte de Clive Robertson.

Will y Nancy habían practicado el masaje cardiovascular en el cuerpo sin pulso de Clive durante seis frenéticos minutos, hasta que el equipo paramédico llegó. A la mañana siguiente presenciaron cómo el forense examinaba el cuerpo de Clive abierto en canal y buscaba la causa de la muerte. Aparte del tabique nasal roto, no había evidencias de un trauma externo. Aquel pesado cerebro, que hasta hacía tan poco rebosaba música, fue cortado en finas rodajas, cual una hogaza de pan. No había signos de infarto ni de hemorragia. Todos los órganos internos eran normales para su edad. El corazón estaba un poco hinchado, las válvulas eran normales, la cantidad de arteriosclerosis de las arterias coronarias era de leve a moderada, especialmente la arteria descendente anterior izquierda, que estaba ocluida en un setenta por ciento.

– Seguramente yo las tengo más obstruidas que este tipo -carraspeó el veterano forense.

No había evidencia alguna de ataque al corazón, aunque a Will le dijeron que el examen microscópico arrojaría datos determinantes.

– Por ahora no tengo un diagnóstico -dijo el patólogo mientras se quitaba los guantes.

Will estaba ansioso por conocer los resultados de las pruebas de sangre y tejidos. Esperaba que revelaran un veneno, una toxina, pero también le interesaba conocer los resultados de la prueba del sida porque le había hecho el boca a boca sobre el rostro sanguinolento de Clive. Unos días después le dieron los resultados. Las buenas noticias eran que Clive había dado negativo en sida y hepatitis; las malas, que había dado negativo en todo. No había razón para que aquel hombre muriera.

– Sí, he podido revisar el informe de la autopsia del señor Robertson -dijo el doctor Sofer-. Es lo típico del síndrome.

Will se acercó al micrófono del teléfono.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, su corazón no estaba tan mal. No había ninguna oclusión coronaria crítica, ni trombosis, ni evidencia histopatológica de que le diera un infarto de miocardio. Eso coincide con los pacientes que he estudiado que sufrían cardiomiopatía por estrés, también conocida como síndrome del corazón roto.

Según Sofer, un estrés emocional repentino, el miedo, la ira, la pena, o una conmoción podrían ser la causa de un fallo cardíaco de consecuencias devastadoras. Las víctimas solían ser personas que gozaban de buena salud y que habían sufrido una sacudida emocional repentina, como la muerte de un ser querido o un miedo aterrador.

– Doctor, le habla la agente especial Lipinski -dijo Nancy-. Leí su artículo en la New England Journal of Medicine. Ninguno de los pacientes que tenían el síndrome murió. ¿Por qué el caso del señor Robertson es diferente?

– Excelente pregunta -respondió Sofer-. A mi entender el corazón puede aturdirse y producir un fallo en el bombeo por una liberación abusiva de catecolaminas, unas hormonas del estrés, entre ellas la adrenalina, que segregan las glándulas adrenales en respuesta a la tensión o conmoción. Esta es una herramienta evolutiva básica para la supervivencia, ya que prepara al organismo para luchar o salir corriendo a la hora de afrontar un peligro de vida o muerte. Sin embargo, en algunos individuos el flujo de estas hormonas neuronales es tan enérgico que el corazón no es capaz de seguir bombeando de manera eficiente. El rendimiento cardíaco baja en picado y la presión sanguínea cae. Desafortunadamente para el señor Robertson, es probable que el fallo en el bombeo combinado con ese bloqueo moderado de su arteria coronaria izquierda llevara a una perfusión insuficiente de su ventrículo izquierdo, lo que fue el detonante de una arritmia fatal, posiblemente una fibrilación ventricular, y de la muerte repentina. Morir por el síndrome del corazón roto es raro, pero puede ocurrir. Si no lo he entendido mal, el señor Robertson estaba bajo un estrés agudo momentos antes de su muerte.

– Recibió una postal del asesino del Juicio Final -dijo Will.

– Bueno, entonces en términos profanos yo diría que al señor Robertson le dieron un susto de muerte.

– No parecía asustado -observó Will.

– Las apariencias engañan -dijo Sofer.

Cuando terminaron, Will colgó y se bebió lo que quedaba de su quinta taza de café.

– Más claro que el agua -musitó-. El asesino confió en que se cargaría al tipo dándole un susto de muerte. ¡Anda ya! -Alzó los brazos al aire, exasperado-. Bueno, no perdamos el hilo. El tío se ventila a tres personas el 22 de mayo y se da un respiro durante el fin de semana. El 25 de mayo nuestro sujeto vuelve a la carga.

Caso 4: Myles Drake, veinticuatro años, mensajero en bici originario de Queens. A las siete de la mañana está haciendo su trabajo en el distrito financiero cuando una oficinista de Broadway que está mirando por la ventana (es la única testigo) lo ve en la acera de John Street ponerse la mochila y montar en su bicicleta en el mismo momento en que un utilitario azul oscuro sube al bordillo, se lo lleva por delante y sigue su camino. Desde su posición no puede ver la matrícula del coche o identificar con seguridad la marca y el modelo. Drake sucumbe al instante; tiene el hígado y el bazo machacados. El coche, que sin duda ha sufrido algún daño en el parachoques, sigue en paradero desconocido, a pesar del extenso sondeo que se ha hecho por las chapisterías de los tres barrios de la zona. Myles vivía con su hermano mayor y era trigo limpio en todos los aspectos. No se conoce ninguna conexión directa o indirecta con otras víctimas, aunque nadie puede afirmar con seguridad que nunca hubiera estado en el Kohler's Duane Reade, el drugstore de Queens Boulevard.