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– Piper, como «tañedor de flauta»: P-I-P-E-R.

Los reporteros se irguieron en sus asientos. ¿Qué les iban a dar, un concierto? Algunos de los más viejos le susurraron a los otros: «Recuerdo a este tipo. Es famoso».

– ¿Cuánto hace que trabaja para el FBI?

– Dieciocho años, dos meses y tres días.

– ¿Cómo es que lleva la cuenta de una manera tan exacta?

– Soy minucioso.

– ¿Qué experiencia tiene en asesinatos en serie?

– He dedicado mi carrera a casos como este. He llevado ocho de ellos: el violador de Asheville, el asesino de White River de Indianápolis, y otros seis. Los atrapamos a todos, y a este también lo cogeremos.

– ¿Por qué no tienen aún un perfil del asesino?

– Créanme, lo estamos intentando, pero no se trata de un perfil convencional. No comete dos asesinatos iguales. No hay un patrón. Si no fuera por las postales, no sabríamos que los casos están relacionados.

– ¿Cuál es su teoría?

– Creo que estamos ante un hombre muy inteligente y muy retorcido. No tengo ni idea de cuáles son sus motivos. Quiere atención, eso desde luego, y gracias a ustedes la está obteniendo.

– ¿Piensa usted que no deberíamos cubrir el caso?

– No tienen opción. Simplemente constataba un hecho.

– ¿Cómo conseguirá atraparlo?

– No es perfecto. Ha dejado algunas pistas de las que no voy a hablar por razones obvias. Lo atraparemos.

– ¿Cree que el asesino atacará de nuevo?

– Déjeme que le responda de otra manera. Lo que creo es que el asesino está viendo esto en la televisión ahora mismo, así que esto va dirigido a ti. -Will miró hacia las cámaras. Menudos ojos azules-:Te voy a coger y te voy a poner entre rejas. Es solo cuestión de tiempo.

Wright, que se acercaba hacia él como una exhalación, prácticamente apartó a Will de los micros de un empujón.

– Muy bien, creo que esto es todo por hoy. Les haremos saber cuándo y dónde será el próximo encuentro.

Los de la prensa se pusieron en pie y la voz de una periodista del Post se alzó sobre las otras y gritó:

– ¡Prométanos que volverá a sonar la flauta!

El número 941 de Park Avenue era un cubo sólido, un edificio de ladrillo de trece plantas del período anterior a la guerra, con las dos primeras plantas revestidas con una fina capa de granito blanco y el vestíbulo decorado con mármol y estampados de buen gusto. Will ya había estado por allí antes, siguiéndole la pista a los últimos pasos de David Swisher desde el vestíbulo hasta el lugar exacto de la Ochenta y dos donde se desangró hasta morir. Había realizado ese recorrido con la oscuridad prematinal y se había puesto en cuclillas justo en el mismo lugar, aún descolorido a pesar del refregado que le habían dado los del servicio de limpieza, para intentar visualizar lo último que la víctima debió de ver antes de que su cerebro perdiera la cobertura. ¿Una porción de acera moteada? ¿El enrejado negro de una ventana? ¿Las llantas de un coche aparcado?

¿Un roble delgado alzándose fuera de un cuadro de compacta suciedad?

El árbol, con un poco de suerte.

Tal como esperaba, Helen Swisher había estado jugando con él al gato y el ratón. Se había hecho la difícil durante las semanas anteriores con su siempre ocupado teléfono, su apretada agenda y sus viajes fuera de la ciudad. «¡Es la esposa de una víctima, por el amor de Dios! -se desahogó con Nancy-. ¡No una maldita sospechosa! Que coopere un poquito, ¿no?» Y entonces, justo cuando Sue Sánchez le iba a soltar el rollo por su «Aquí soy yo el que manda» de la rueda de prensa, la esposa le llamó al móvil para decirle que fuera puntual, que tenía poquísimo tiempo. Y luego la guinda: los recibió en el apartamento 9B con una mirada distante de condescendencia, como si fueran del servicio de limpieza y estuvieran allí para llevarse una de sus alfombras persas.

– No sé qué puedo decirles a ustedes que no le haya dicho ya a la policía -dijo Helen Swisher mientras cruzaban un arco que daba al salón, un espacio diáfano formidable con vistas a Park Avenue. Will se sentía incómodo con la decoración y el mobiliario, tanta finura, el salario de toda una vida dilapidado en una habitación, los decoradores como locos con los muebles antiguos, las arañas y las alfombras, cada una del precio de un buen coche.

– Muy bonito -dijo Will arqueando las cejas.

– Gracias -respondió ella con frialdad-. A David le gustaba leer los periódicos del domingo aquí. Acabo de ponerlo a la venta.

Tomaron asiento y ella se puso de inmediato a juguetear con la correa de su reloj, una señal de que el tiempo era oro para ella. Will la caló al momento y le hizo un miniperfil. A su manera caballuna era una mujer atractiva, su peinado perfecto y su traje de firma realzaban su aspecto. Swisher era judío, pero ella no, tal vez procediera de una familia acomodada, un banquero y una abogada que se conocieron no a través de los círculos sociales sino de manera concertada. No es que la tipa fuera un poco fría, era pura escarcha. El que no exteriorizara su pena no quería decir que no sintiera nada por su marido -probablemente le quería-, sino que era un reflejo del hielo que tenía en las venas. Si Will alguna vez tenía que demandar a alguien, alguien a quien odiara de verdad, esa era la mujer a la que buscaría.

Solo miraba a Will. Nancy podría haber sido invisible. Los subordinados, como esos socios colegiados del selecto gabinete de Helen, eran meros implementos, personajes secundarios. Solo cuando Nancy abrió su libreta, Helen la vio y frunció el ceño.

Will pensó que no tenía sentido comenzar con las consabidas condolencias. El no había ido allí a vender y ella no iba a comprar. Puso la directa y preguntó:

– ¿Conoce a algún hispano que conduzca un coche azul?

– ¡Válgame Dios! ¿Tanto han estrechado ya el cerco en su investigación?

Will hizo caso omiso de la pregunta.

– ¿Sí o no?

– El único hispano que conozco es el que sacaba a pasear a nuestro perro, Ricardo. No tengo ni la menor idea de si tiene coche o no.

– ¿Por qué ha dicho «paseaba»?

– Regalé el perro de David. Es curioso, pero uno de los de la ambulancia del hospital Lenox Hill se encariñó de él aquella mañana.

– ¿Podría darme los datos para contactar con Ricardo?

– Por supuesto -respondió ella con desdén.

– Si tenían a alguien que sacaba a pasear al perro -dijo Will-, ¿por qué lo sacó su marido la mañana en que fue asesinado?

– Ricardo solo venía por las tardes, cuando los dos estábamos fuera trabajando. Cuando estábamos aquí lo sacaba David.

– ¿Todas las mañanas a la misma hora?

– Sí, a eso de las cinco de la mañana.

– ¿Quién conocía esa rutina?

– Supongo que el portero de noche.

– ¿Tenía enemigos su marido? El tipo de enemigo al que le habría gustado verlo muerto…

– ¡Desde luego que no! Es decir, cualquiera que se dedique a la banca tiene adversarios, eso es normal, pero las transacciones que realizaba David eran corrientes, amistosas por lo general. Era un buen hombre -dijo ella como si la bondad no fuera una virtud.

– ¿Recibió el correo electrónico con los nombres de las víctimas?

– Sí, le eché un vistazo.

– ¿Y?

La cara se le desfiguró.

– ¡Y por supuesto que ni yo ni David conocíamos a nadie de esa lista!

Ahí estaba, esa era la explicación de que, se mostrara reacia a cooperar. Aparte de la inconveniencia de perder a un esposo en el que podía confiar, le asqueaba verse relacionada con el caso del Juicio Final. Era muy vistoso, pero de baja estofa. La mayoría de las víctimas vivían anónimamente al margen. El asesinato de David perjudicaba su imagen, su carrera; sus acomodados socios cotilleaban sobre Helen mientras meaban en sus urinarios y golpeaban la bola en el campo de golf. En cierto modo seguramente estaba enfadada con David por haber dejado que le rebanaran el cuello.