Paulinus cruzó los brazos firmemente sobre el hábito y frunció los labios con desdén.
– ¿Y supones que, como ha dado a luz nueve veces anteriormente, este niño vendrá al mundo rápido? ¿En el sexto día del mes, en lugar del séptimo?
– Bueno, eso es lo que cabría esperar -dijo Josephus.
– Tenía el color de la sangre -insistió Paulinus.
El sol estaba llegando a lo más alto, y Josephus se apresuró para completar su circuito antes de que la comunidad volviera a ocupar sus puestos en el santuario para la hora sexta. Pasó deprisa por el dormitorio de las hermanas y entró en la casa capitular, en la que las filas de bancos de pino estaban aún vacías, a la espera de que llegara la hora en que el abad leería un capítulo de la regla de san Benito a toda la comunidad. Un gorrión se había colado dentro y batía sus alas en las alturas con desesperación; Josephus dejó las puertas abiertas con la esperanza de que fuera capaz de encontrar la libertad. Fue hacia la parte de atrás de la casa y golpeó con los nudillos la puerta de la cámara privada del abad.
Oswyn estaba sentado a la mesa de estudio con la cabeza inclinada sobre la Biblia. Dorados haces de luz atravesaban las vidrieras de las ventanas e incidían sobre la mesa en un ángulo perfecto que hacía que el sagrado libro refulgiera con un brillo color naranja. Oswyn se irguió lo justo para ver a su prior.
– Ah, Josephus. ¿Cómo van las cosas hoy por la abadía?
– Van bien, padre.
– ¿Y qué hay de los progresos de nuestra iglesia, Josephus? ¿Cómo va el segundo arco del muro oriental?
– El arco está casi terminado. Sin embargo, Ubertus, el picapedrero, se ha ausentado hoy.
– ¿No se encuentra bien?
– No, su esposa ha empezado con los dolores de parto.
– Ah, sí. Ya me acuerdo. -Esperó a que su prior añadiera algo, pero Josephus permaneció en silencio-. ¿Te preocupa ese nacimiento?
– Tal vez sea un mal augurio.
– El Señor nos protegerá, prior Josephus. De eso puedes estar seguro.
– Sí, padre. No obstante, me preguntaba si debería partir hacia el pueblo.
– ¿Con qué propósito? -preguntó Oswyn bruscamente.
– Por si fuera necesaria la presencia de un religioso -dijo Josephus mansamente.
– Ya sabes lo que pienso sobre abandonar los claustros. Somos siervos de Cristo, Josephus, no de los hombres.
– Sí, padre.
– ¿Han pedido nuestra ayuda los del pueblo?
– No, padre.
– Entonces preferiría que no te implicaras. -Alzó su encorvado cuerpo de la silla-. Ahora vamos a la hora sexta y reunámonos con nuestros hermanos y hermanas para rogar al Señor.
Las vísperas, el oficio que tenía lugar al ponerse el sol, era el preferido de Josephus, ya que el abad permitía que la hermana Magdalena tocara el salterio como acompañamiento a sus plegarias. Sus largos dedos punteaban las diez cuerdas del laúd, y él estaba seguro de que la perfección del tono y la precisión de la cadencia eran testimonio de la magnificencia del Todopoderoso.
Tras el oficio las hermanas y los hermanos salían del santuario en fila y se dirigían hacia sus respectivos dormitorios, pasados los bloques de piedra, los escombros y los andamios que habían dejado allí los italianos. En su celda, Josephus intentaba aclarar su mente y dedicar unos momentos a la contemplación, pero pequeños ruidos en la lejanía le distraían. ¿Había llegado alguien? ¿Traerían noticias acerca del nacimiento que estaba por venir? Esperaba que sonara la campana de los invitados en cualquier momento.
Antes de que se diera cuenta tocaron a completas; había llegado la hora del último oficio del día. Sus preocupaciones no le habían permitido meditar, y rezó pidiendo perdón por tal transgresión. Cuando pronunciaron los últimos sones del último canto, observó al abad descender con mucho cuidado del altar mayor y pensó que Oswyn jamás había parecido más viejo y más frágil.
Josephus tuvo un sueño intranquilo, enturbiado por molestas pesadillas de cometas de color rojo sangre y niños con brillantes ojos rojos. En ese sueño la gente se congregaba en la plaza de un pueblo, donde los había convocado un campanero con un brazo fuerte y otro atrofiado. El campanero estaba angustiado y lloraba, y entonces, de golpe, Josephus se despertó y se dio cuenta de que aquel hombre era Oswyn.
Alguien llamaba a su puerta.
– ¿Sí?
– Prior Josephus, siento despertarle -dijo una voz joven desde el otro lado de la puerta.
– Entra.
Era Theodore, el novicio encargado esa noche de hacer guardia en la entrada principal.
– Ha venido Julianus, el hijo de Ubertus, el picapedrero. Ruega que vaya usted con él a casa de su padre. Su madre está teniendo un parto difícil y puede que no sobreviva.
– ¿Aún no ha nacido el niño?
– No, padre.
– ¿Qué hora es, hijo mío? -Josephus puso los pies en el suelo y se frotó los ojos.
– La undécima.
– Entonces el séptimo día está al llegar
En la oscuridad de esa noche sin luna, Josephus estuvo a punto de torcerse un tobillo en los surcos que las ruedas de los carros tirados por bueyes habían dejado en el camino. Se esforzaba por mantener el ritmo de las grandes zancadas de Julianus para seguir con más facilidad la corpulenta silueta negra del muchacho y no salirse del camino. La brisa fría del viento traía los sonidos del canto de los grillos y los graznidos de las gaviotas. Normalmente Josephus se habría deleitado con esa música nocturna, pero esa noche prácticamente ni la oía.
Cuando estaban cerca de la primera de las casas de los picapedreros, Josephus oyó sonar la campana de la abadía, la llamada para el oficio nocturno.
Medianoche.
Avisarían a Oswyn de su incursión y Josephus estaba seguro de que no sería de su agrado.
Para ser medianoche, en el pueblo reinaba una actividad inquietante. En la distancia Josephus podía ver las teas brillar desde las puertas abiertas de las pequeñas casas de paja, y antorchas que se movían arriba y abajo por el camino; la gente estaba fuera de sus casas. A medida que se acercaban, quedó claro que el centro de la actividad era la casa de Ubertus. La gente se arremolinaba a la entrada y las antorchas proyectaban fantásticas sombras alargadas. En la puerta, mirando hacia el interior, bloqueando la entrada, había tres hombres. Josephus oyó un parloteo en italiano y retazos de oraciones en latín que los picapedreros habían oído en la iglesia y habían robado como si fueran urracas.
– Abrid paso, el prior de Vectis está aquí -declaró Julianus.
Los hombres se apartaron al tiempo que se santiguaban y hacían reverencias.
Del interior salió un grito, el de una mujer agonizante, un grito horrible y desgarrador que casi traspasaba la carne. Josephus sintió que las piernas le fallaban.
– Que Dios nos proteja -dijo, y se obligó a cruzar el umbral.
El caserón estaba lleno de familiares y de gente del pueblo; para que Josephus pudiera entrar, tuvieron que salir dos para dejar espacio libre. Ubertus, un hombre duro como la piedra que cortaba a diario, estaba sentado junto al hogar, abatido, con la cabeza entre las manos.
– Prior Josephus -dijo el picapedrero con voz queda debido al cansancio-, gracias a Dios que ha venido. ¡Por favor, rece por Santesa! ¡Rece por todos nosotros!
Santesa estaba tumbada en la cama principal, rodeada de mujeres. Tenía las rodillas pegadas a su abultado vientre; el camisón arremangado dejaba a la vista unos muslos con manchitas. Tenía la cara del color de la remolacha, tan deformada que prácticamente le faltaba humanidad.
Había algo animalesco en ella, pensó Josephus. Tal vez el diablo ya la había hecho suya.
Una mujer oronda que Josephus reconoció como la mujer de Marcus, el vigilante del cementerio, parecía hallarse a cargo del parto. Estaba a los pies de la cama, con la cabeza entrando y saliendo del camisón de Santesa, y no paraba de hablar en italiano y de dar órdenes a Santesa. Llevaba el pelo trenzado en un moño, lejos de los ojos; tenía las manos y el delantal cubiertos de una materia rosa y viscosa. Josephus se percató de que a Santesa le brillaba el vientre por un ungüento rojizo y que en la cama había una pata ensangrentada de una grulla. Brujería. Eso no lo podía tolerar.