Al darse cuenta de la presencia del religioso, la partera se volvió.
– Viene del revés -dijo simplemente.
Josephus se arrimó a ella por detrás e inmediatamente la partera levantó el camisón: un piececillo púrpura minúsculo colgaba del cuerpo de Santesa.
– ¿Es un niño o una niña?
La mujer bajó el camisón.
– Un niño.
Josephus tragó saliva, hizo la señal de la cruz y se hincó de rodillas.
– In nomine patris, et filii, et spiritus sancti…
Pero por más que rezara, deseaba con todas sus fuerzas que el niño naciera muerto.
Nueve meses antes, en una cruda noche de noviembre, soplaba un vendaval fuera de la casa del picapedrero. Ubertus reavivó el fuego por última vez y fue de jergón en jergón comprobando que estuvieran todos sus retoños, dos o tres por cama, excepto Julianus, que tenía edad suficiente para poseer su propio jergón. Tras esto, se metió en la cama principal, junto a su esposa, que estaba a punto de quedarse dormida, exhausta tras otro largo día de duro trabajo.
Ubertus se subió la pesada colcha de lana hasta la barbilla. Se había traído esa tela desde Umbría en un arcón de madera de cedro; le hacía un gran servicio en ese clima tan duro. Sintió el cuerpo cálido de Santesa a su lado y le puso una mano en el pecho; subía y bajaba suavemente. Sus ganas eran patentes y su dureza tendría que ser satisfecha. Por Dios que se merecía un poco de placer en este difícil mundo terrenal. Arrastró su mano hacia abajo y le separó las piernas.
Santesa ya no era hermosa. Sus treinta y cuatro años y los nueve niños se habían cobrado su parte. Estaba hinchada y demacrada, y tenía un sempiterno ceño fruncido por el dolor de sus muelas podridas. Pero era obediente, así que, cuando se dio cuenta de las intenciones de su marido, suspiró y susurró:
– Estamos en ese momento del mes en que hay que pensar en las consecuencias.
Él sabía exactamente a qué se refería.
La madre de Ubertus había parido trece hijos: ocho niños y cinco niñas. Solo nueve de ellos habían llegado a la edad adulta. Ubertus era el séptimo hijo, y a medida que fue creciendo tuvo que asumir esa cruz. Según la leyenda, si alguna vez tenía un séptimo hijo, ese chico sería un brujo, un conjurador de las fuerzas oscuras, un demonio. En ese pueblo todos sabían de esa leyenda del séptimo hijo de un séptimo hijo, pero nadie, la verdad sea dicha, había conocido a ninguno.
En sus años mozos Ubertus había sido un mujeriego que explotaba la imagen peligrosa del potencial que encerraba en sus entrañas. Tal vez usó ese estatus para seducir a Santesa, la chica más bonita del pueblo. De hecho, Santesa y él se habían gastado bromas durante años, pero tras el nacimiento del sexto hijo, Lucius, las bromas cesaron y sus uniones sexuales tomaron un tono de seriedad. Cada uno de los tres siguientes embarazos fueron una fuente de inquietud considerable. Santesa intentaba saber con anticipación el sexo de los bebés pinchándose en el dedo con una espina y dejando que la sangre cayera en un cuenco con agua de manantial. Una gota que se hundía en el agua significaba un chico, pero unas veces la gota se hundía y otras flotaba. Gracias a Dios, todos habían sido niñas.
Ubertus se abrió paso hacia el interior. Ella tomó aire y susurró:
– Rezo para que sea otra niña.
Junto al lecho, en noche cerrada, la situación era cada vez más grave a pesar de los rezos de Josephus. Santesa estaba demasiado débil para gritar y su respiración era poco profunda. Ese minúsculo pie que sobresalía estaba cada vez más oscuro, del color del barro azul oscuro que usaban los ceramistas de la abadía.
Por fin la partera afirmó que tendrían que hacer algo si no querían perderlos a los dos. Siguió un debate acalorado y llegaron a un consenso: tenían que sacar el bebé a la fuerza. La partera metería las dos manos, agarraría las piernas y tiraría tan fuerte como fuera necesario. Probablemente, esa maniobra acabaría con el bebé, pero tal vez la madre consiguiera salvarse. No hacer nada era condenar a ambos a una muerte segura.
La partera se volvió hacia Josephus para que le diera la bendición.
Josephus asintió. Había que hacerlo.
Ubertus permanecía de pie junto a la cama, con los ojos fijos en aquella catástrofe. Sus brazos, tremendamente musculosos, pendían de sus hombros débilmente.
– ¡Yo te imploro, Señor! -gritó, pero nadie sabía con certeza si pedía por su esposa o por su hijo.
La partera empezó a tirar. La tensión de su rostro reflejaba que estaba realizando un gran esfuerzo. Santesa murmuró algo ininteligible, pero ya había traspasado el umbral de dolor. La partera soltó su presa, sacó las manos para secárselas en el delantal y tomó aliento. Volvió a agarrar las piernas y comenzó de nuevo.
Esa vez sí hubo movimiento. Afloraba lentamente a la superficie. Rodillas, muslos, pene, nalgas. Y de repente ya estaba fuera. El canal de parto cedió ante su gran cabeza y de pronto el niño estaba en las manos de la partera.
Era un bebé grande, bien proporcionado, pero de un azul arcilloso e inerte. Mientras los hombres, las mujeres y los niños que había en la habitación lo observaban sobrecogidos, la placenta se desprendió e hizo un ruido sordo al caer al suelo. El pecho del bebé dio un espasmo e inhaló. Después volvió a respirar. Y un momento después ese niño azul estaba sonrosado y berreaba como un cerdito.
Cuando la vida llegó al niño, la muerte llegó a su madre. Santesa inspiró por última vez y su cuerpo se quedó inmóvil.
Ubertus rugía de pena y agarró al niño de manos de la partera.
– ¡Este no es mi hijo! -gritó-. ¡Es hijo del demonio!
Con movimientos rápidos, arrastrando la placenta por el sucio suelo, se abrió paso entre la multitud dando golpes con los hombros y llegó hasta la puerta. Josephus estaba demasiado aturdido para reaccionar. Farfulló algo pero las palabras no acudieron a su boca.
Ubertus estaba de pie en el camino; sostenía a su hijo en sus manos como rocas y gemía como un animal. La gente del pueblo portaba antorchas y lo miraba. Entonces Ubertus agarró el cordón umbilical y volteó al bebé sobre su cabeza como si blandiera una honda.
El cuerpecito se estrelló con fuerza contra el suelo.
– ¡Uno! -gritó.
Lo hizo volar sobre su cabeza y volvió a estrellarlo contra el suelo.
– ¡Dos!
Y así una y otra vez:
– ¡Tres!… ¡Cuatro!… ¡Cinco!… ¡Seis!… ¡Siete!
Tras esto, tiró el cadáver roto y sangriento al camino y volvió aletargado hacia la casa.
– Ya está. Lo he matado.
No podía entender por qué nadie le hacía caso. Todos los ojos estaban fijos en la partera que, encorvada sobre el cuerpo inerte de Santesa, manoseaba entre sus piernas de manera frenética.
Había salido un mechón de pelo rojizo.
Después una frente. Y una nariz.
Josephus lo observaba atónito, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Otro niño estaba saliendo de una matriz sin vida.
– Mirabile dictu!-murmuró.
La partera hizo una mueca de esfuerzo y tiró hasta que asomó la barbilla, un hombro y un cuerpo largo y delgado. Era otro niño, y este había comenzado a respirar sin ayuda, una respiración fuerte y clara.
– ¡Milagro! -dijo un hombre, y todos lo repitieron.
Ubertus avanzó a trompicones y observó el espectáculo con ojos vidriosos.
– ¡Este es mi octavo hijo! -gritó-. ¡Oh, Santesa, hiciste gemelos! -Y le tocó una mejilla con miedo, como quien toca una olla hirviendo.
El bebé se retorció en las manos de la partera pero no lloró.
Nueve meses antes, cuando Ubertus terminó de plantar su semilla, su rocío atravesó la matriz de Santesa. Y ese mes ella había producido no uno sino dos óvulos.