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El segundo óvulo fertilizado se convirtió en el bebé que ahora yacía destrozado en un camino de carros.

El primer óvulo fertilizado, el séptimo hijo, se convirtió en el niño pelirrojo que contenía en él cada alma de aquella maravillada habitación.

19 de marzo de 2009,

Las Vegas

Mark Shackleton, hijo único criado en Lexington, Massachusetts, rara vez se sentía frustrado. Sus indulgentes padres de clase media satisfacían todos sus caprichos, así que se hizo mayor sin apenas relacionarse con la palabra «no». Su vida interior tampoco se veía perturbada por sentimientos de frustración, ya que su rápida y analítica mente se movía a través de los problemas con una, eficiencia tal que aprender apenas le suponía ningún esfuerzo.

Dennis Shackleton, un ingeniero aeroespacial de Raytheon, estaba orgulloso de haber transmitido a su hijo el gen de las matemáticas. El día del quinto cumpleaños de Mark -todo un acontecimiento en esa ordenada casa de dos pisos en la que vivían-, Dennis sacó una hoja de papel y anunció:

– El teorema de Pitágoras.

Aquel niño flacucho agarró un lápiz y, sintiendo sobre él los ojos de sus padres, tías y tíos, se acercó a la mesa del comedor, dibujó un triángulo y escribió debajo: a2 + b2 =c².

– ¡Bien! -exclamó su padre mientras se subía las gafotas negras hasta el puente de la nariz-.Y esto, ¿qué es esto? -preguntó apuntando con un dedo el lado más largo del triángulo.

Los abuelos se reían entre dientes cuando veían que el chico arrugaba la cara unos segundos y después soltaba:

– ¡El hipopótamo!

Las primeras frustraciones de Mark le llegaron en la adolescencia, cuando empezó a darse cuenta de que su cuerpo no se desarrollaba con la misma robustez que su mente. Se sentía superior -no, era superior- a esos cachas atléticos con cerebro de mosquito que poblaban el instituto, pero las chicas no eran capaces de ver más allá de sus enclenques piernas y su pecho de paloma y descubrir el interior de Mark, un intelecto privilegiado, un conversador brillante, un incipiente escritor de elaboradas historias de ciencia ficción en torno a razas alienígenas que conquistaban a sus adversarios con su inteligencia superior en lugar de a través de la fuerza bruta. Ojalá esas chicas bonitas de pechos aterciopelados hubieran hablado con él en vez de reírse cuando paseaba su desgarbado cuerpo por los pasillos o alzaba enérgicamente la mano desde la primera fila de la clase.

La primera vez que una chica le dijo «No» se juró que sería la última. En su segundo año en la universidad, cuando al fin consiguió reunir el coraje suficiente para invitar a Nancy Kislik al cine, ella le miró de manera rara y le dijo con frialdad: «No», así que decidió cerrar la puerta a esa parte de sí mismo durante años. Se sumergió en el universo paralelo del Club de Matemáticas y el Club de Informática, donde era el mejor entre los menos populares, el primero entre sus iguales. Los números nunca le decían que no. Ni las líneas de códigos de los programas informáticos. Fue mucho después de que se licenciara en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, cuando era un joven empleado en una compañía de seguridad de bases de datos, podrido de acciones de bolsa y con un descapotable, cuando consiguió quedar con una tal Jane, analista de sistemas, y, gracias a Dios, mojar al fin por vez primera.

En este momento Mark estaba recorriendo nervioso la cocina y transformándose mediante esta energía cinética en su álter ego y seudónimo: Peter Benedict, un hombre de mundo, un magnífico jugador, un escritor de guiones de cine de Hollywood.

Un hombre completamente diferente a Mark Shackleton, empleado del gobierno, friki de la informática. Respiró hondo varias veces y se tomó lo que quedaba de su café tibio. «Hoy es el día, hoy es el día, hoy es el día.» Intentaba mentalizarse, prácticamente rezaba, hasta que su ensoñación se vio detenida por su odioso reflejo en las puertas correderas. Mark, Peter, poco importaba, era un tipo enclenque con una nariz protuberante que se estaba quedando calvo. Intentó sacárselo de la cabeza, pero una palabra desagradable se abrió paso: patético.

Había empezado a trabajar en su guión, Contadores, poco después de la reunión en ATI. Pensar en Bernie Schwartz y sus máscaras africanas le daba mareos, pero aquel hombre le había encargado un guión sobre contadores de cartas, ¿no? La experiencia en ATI le había revuelto las tripas. Sentía por el guión rechazado el mismo tipo de afecto que se profesa a un primer hijo, pero ahora tenía otro plan: vendería el segundo guión y luego lo usaría como palanca para resucitar el antiguo. Se juró que no lo dejaría morir en el intento.

Así pues, se entregó al proyecto en cuerpo y alma. Todas las tardes, cuando llegaba a casa del trabajo, y todos los fines de semana, allí estaba él dándole que te pego a las secuencias de acción y a los diálogos. Tres meses después lo había terminado, y creía que era algo más que bueno; quizá incluso era genial.

Tal como él la había concebido, la película sería, primero y ante todo, un vehículo para las grandes estrellas, a las cuales él imaginaba acercándosele en el rodaje (¿en el Constellation?) para decirle cuánto les encantaban esos diálogos que él había puesto en sus labios. La historia lo tenía todo: intriga, drama, sexo, todo ello en el mundo de altos vuelos de las apuestas de casino y las trampas. ATI recibiría millones por el guión y él cambiaría su vida en un laboratorio subterráneo en medio del desierto, con unos ahorros de poco menos de ciento treinta de los grandes, por el suntuoso mundo del guionista: viviría en una mansión en lo más alto de las colinas de Hollywood, recibiría las llamadas de los directores, asistiría a estrenos en los que habría cañones de luz barriendo el horizonte. Aún no había cumplido los cincuenta. Todavía tenía futuro.

Pero para ello Bernie Schwartz debía dar el sí. Hasta algo tan simple como llamar a aquel hombre resultaba complicado. Mark salía de casa demasiado temprano y volvía demasiado tarde para contactar con la oficina de Bernie desde casa. Llamar al exterior desde su puesto de trabajo era imposible. Cuando trabajas en las profundidades de un bunker subterráneo, eso de salir un momentito para hacer una llamada por el móvil -suponiendo que los móviles estuvieran permitidos- era algo que simplemente estaba fuera de lugar. Y eso significaba que tenía que pillarse días de baja para quedarse en Las Vegas y poder llamar a Los Ángeles. Unas cuantas ausencias más y sus superiores le harían preguntas y le obligarían a someterse a un examen del departamento médico.

Marcó el número de teléfono y esperó hasta escuchar la cantinela:

– ATI, ¿con quién le pongo?

– Bernard Schwartz, por favor.

– Un momento, por favor.

Durante las últimas dos semanas la música de espera había sido una pieza para clavicordio de Bach, relajante a su manera matemática. Mark veía en su cabeza los patrones musicales y eso le ayudaba a calmar el estrés que le producía llamar a ese hombrecillo tan repugnante y, sin embargo, esencial.

La música cesó.

– Aquí Roz.

– Hola, Roz, soy Peter Benedict. ¿Está por ahí el señor Schwartz?

Una pausa embarazosa y después con una frialdad totaclass="underline" -Hola, Peter, no, no está en su escritorio.

Frustración.

– ¡He llamado ya siete veces, Roz!

– Lo sé, Peter, he hablado contigo las siete veces.

– ¿No sabes si ha leído mi guión?

– No estoy segura de que haya podido hacerlo.

– Cuando te llamé la semana pasada, me dijiste que lo comprobarías.

– La semana pasada no lo había hecho.

– ¿Crees que lo hará la próxima? -suplicó.

Silencio en la línea. Creyó escuchar el sonido incesante del clic de un bolígrafo. Y por fin: