– Mira, Peter, eres un buen tipo. No debería decirte esto, pero hemos recibido el informe de Contadores de nuestros lectores y no es favorable. Es una pérdida de tiempo que sigas llamando. El señor Schwartz es un hombre muy ocupado y no va a representar este proyecto.
Mark tragó saliva y apretó el teléfono con tanta fuerza que se hizo daño en la mano.
– ¿Peter?
La garganta se le había secado y le quemaba.
– Gracias, Roz. Siento haberte molestado.
Colgó el teléfono y dejó que sus rodillas se abatieran sobre la silla más cercana.
Comenzó con una lágrima que caía de su ojo izquierdo, después del derecho. Mientras se secaba la cara, la presión ascendió desde debajo del diafragma, alcanzó el pecho y se escapó de su laringe en un sollozo sordo y grave. Tras este, otro más, y luego otro, hasta que sus hombros comenzaron a moverse espasmódicamente y se puso a llorar de manera descontrolada. Como un niño, como un bebé. No. No.
El cielo del desierto se tornó púrpura mientras Mark caminaba como aletargado hacia el Constellation; en su mano derecha apretaba un fajo de billetes dentro del bolsillo del pantalón. Se abrió paso a través del abarrotado vestíbulo con una visión en túnel que desdibujaba la periferia y anduvo con paso firme hasta el casino Grand Astro. Casi no oía el bullicio de las voces, el tintineo y las simplonas notas musicales de las máquinas tragaperras y de videopóquer. Lo que oía era su sangre latiéndole con fuerza en los oídos, como una pesada ola que borboteaba dentro. Cosa extraña, no prestó atención a los puntos de luz de la cúpula del planetario, con Tauro, Perseo y el Auriga justo encima de su cabeza. Torció a la izquierda y pasó bajo Orion y Géminis de camino hacia Ursus Major, la Osa Mayor, donde le aguardaba la sala de grandes apuestas al blackjack.
Había seis mesas de cinco mil dólares, y él eligió aquella en la que estaba Marty, uno de sus crupieres favoritos. Marty originario de New Jersey, llevaba su ondulado pelo castaño recogido en una coleta bien peinada. Los ojos del crupier brillaron cuando lo vio acercarse.
– ¡Señor Benedict! ¡Aquí tengo un buen sitio para usted!
Mark se sentó y musitó un saludo a los otros cuatro jugadores, todos hombres, todos tan serios como enterradores. Sacó el fajo de billetes y lo cambió por ocho mil quinientos dólares en fichas. Marty nunca le había visto cambiar tanto.
– ¡De acuerdo! -dijo en voz alta para que le oyera el jefe de sala, que estaba por allí cerca-. Espero que le vaya de maravilla esta noche, señor Benedict.
Mark apiló las fichas y se quedó mirándolas como un idiota; estaba muy espeso. Apostó el mínimo de quinientos y jugó en modo piloto automático durante unos minutos, cubriendo pérdidas hasta que Marty relanzaba la partida y comenzaba una nueva apuesta. Entonces se le aclaró la mente como si hubiera respirado sales aromáticas y comenzó a oír números reverberando en su cabeza cual balizas de sonido en la niebla.
Más tres, menos dos, más uno, más cuatro.
El conteo le llamaba y, como hipnotizado, por una vez se permitió asociar la cuenta a sus apuestas. Durante la siguiente hora subió y bajó como la marea, retirándose al mínimo cuando el conteo estaba bajo y haciendo saltar las apuestas cuando estaba alto. Su pila de fichas aumentó a trece mil dólares, más tarde a treinta y un mil dólares, y siguió jugando, ni se dio cuenta de que Marty había sido reemplazado por una chica llamada Sandra con cara de pocos amigos y dedos manchados de nicotina. Media hora después tampoco se dio cuenta de que Sandra cada vez cambiaba el juego con más frecuencia. No se dio cuenta de que su pila había crecido hasta los sesenta mil dólares. No se dio cuenta de que no le habían servido otra cerveza. Y no se dio cuenta de que el jefe de sala se le acercaba por detrás con sigilo junto a dos guardias de seguridad.
– Señor Benedict, ¿le importaría acompañarnos?
Gil Flores se movía arriba y abajo con pasitos rápidos, como uno de los tigres siberianos de aquel viejo espectáculo de Siegfried y Roy. El hombrecillo humillado y sumiso que tenía sentado ante él casi podía sentir las bocanadas de aire caliente sobre su calva cabeza.
– ¿En qué coño estabas pensando? -le preguntó Flores-. ¿Acaso creías que no te íbamos a pillar, Peter?
Mark no contestó.
– ¿No dices nada? Esto no es un puto tribunal. Aquí no vale lo de inocente hasta que se demuestre lo contrario. Eres culpable, amigo. Me has dado por el culo, y ese no es el tipo de sexo que me gusta.
Una mirada vacía y muda.
– Creo que deberías contestar. Creo de verdad que es mejor que contestes de una puta vez.
Mark tragó saliva con dificultad, un trago seco y duro que produjo un gracioso «glup».
– Lo siento. No sé por qué lo he hecho.
Gil se llevó la mano a su espesa cabellera negra y se despeinó con exasperación.
– ¿Cómo es posible que un hombre inteligente diga: «No sé por qué lo he hecho»? Para mí, eso no tiene sentido. Claro que sabes por qué lo has hecho. ¿Por qué lo has hecho?
Mark lo miró por fin y se echó a llorar.
– No me vengas con lloros -le advirtió Flores-. No soy tu puñetera madre. -Dicho esto le puso una caja de pañuelos en el regazo.
Se enjugó las lágrimas.
– Hoy me he llevado un chasco. Estaba cabreado. Estaba enfadado y he reaccionado de ese modo. Ha sido una estupidez y pido disculpas. Pueden quedarse con el dinero.
Flores casi se había calmado, pero aquello último volvió a ponerle de los nervios.
– ¿Que me puedo quedar con el dinero? ¿Te refieres al dinero que me has robado? ¿Esa es tu solución? ¿Permitirme que me quede con un puto dinero que me pertenece?
Con los gritos, Mark se puso a gimotear y necesitó otro pañuelo.
Sonó el teléfono que había en el escritorio. Flores contestó y permaneció unos segundos a la escucha.
– ¿Está seguro de eso? -Y después de una pausa-: Por supuesto. No hay problema.
Colgó el teléfono y se colocó frente a Mark, lo que obligó a este a hacer un movimiento brusco con el cuello.
– Está bien, Peter, te diré cómo vamos a solucionar esto.
– Por favor, no me denuncien a la policía -imploró Mark-. Perdería mi trabajo.
– ¿Te importaría cerrar el pico y escucharme? Esto no es una conversación. Yo hablo y tú escuchas. Esta es la asimetría a la que te han llevado tus actos.
– De acuerdo -susurró Mark.
– Número uno: prohibido entrar en el Constellation. Si vuelves a entrar en este casino, serás detenido y te denunciaremos por allanamiento. Número dos: te vas con los ocho mil quinientos con los que entraste. Ni un penique más ni un penique menos. Número tres: has traicionado mi confianza y mi amistad, así que quiero que salgas de mi despacho y de mi casino ahora mismo. Mark pestañeó.
– ¿Por qué no te has ido todavía?
– ¿No va a llamar a la policía?
– ¿No me has estado escuchando?
– ¿No me prohíben entrar en otros casinos?
Flores, atónito, sacudió la cabeza.
– ¿Me estás dando ideas? Créeme, se me ocurren un montón de cosas que me gustaría hacerte, entre ellas mandarte a un cirujano para que te arregle la cara. Piérdete, Peter Benedict. -Y escupió sus últimas palabras-: Eres persona non grata.
Víctor Kemp observaba desde el ático cómo ese hombre encorvado se levantaba y se dirigía hacia la salida; lo vio, acompañado por los de seguridad, volver al interior del casino, donde recorrió con la mirada la cúpula del planetario por última vez, su último intento de localizar Coma Berenices, atravesar el vestíbulo y salir al aparcamiento y al cielo nocturno auténtico.
Kemp removió los hielos de su copa y habló en voz alta y grave para el auditorio inexistente de su inmenso salón:
– Víctor, jamás sacarás un centavo confiando en la gente.