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Mark avanzaba con su Corvette por la franja de Las Vegas entre la caravana de coches. Quedaban tres horas para la medianoche y la ciudad empezaba a llenarse de gente que salía en busca de diversión nocturna. Iba rumbo al sur, con el Constellation en el retrovisor, pero no se dirigía a ningún destino en concreto. Intentaba no pensar en lo que acababa de ocurrir. Le habían echado. Desterrado. El Constellation era su hogar fuera del hogar y ya nunca podría volver allí. ¿Qué había hecho?

No quería estar solo en casa, quería estar en un casino y distraer su mente con la frivolidad del juego y el tintineo incesante de las tragaperras. Gracias a Dios, Gil Flores no había corrido la voz y no habían colgado su foto en todos los casinos del estado. Se podía dar con un canto en los dientes. La pregunta que se hacía una y otra vez mientras conducía era: «¿Adonde debería ir?». Beber podía hacerlo en cualquier sitio. Jugar al blackjack también. Lo que necesitaba era un lugar con el ambiente apropiado para su peculiar temperamento, un lugar como el Constellation, que tenía un componente intelectual, aunque fuera simbólico.

Pasó el Caesars y el Venetian, pero eran demasiado de pega, tipo Disney. El Harrahs y el Flamingo lo dejaban frío. El Bellagio era demasiado pretencioso. El New York New York, otro parque temático. Estaba empezando a salirse de la franja. Una posibilidad era el MGM Grand. No le encantaba, pero tampoco lo detestaba. Cuando llegó a la esquina del Tropicana estuvo a punto de dar un volantazo a la izquierda para meterse en el aparcamiento del MGM. Pero entonces lo vio y se dio cuenta de que aquel sería su nuevo hogar.

Por supuesto, lo había visto antes miles de veces, al fin y al cabo era un icono de Las Vegas: treinta pisos de cristal negro, la pirámide de Luxor elevándose más de cien metros en el cielo del desierto. Un obelisco y la Gran Esfinge de Gizeh señalaban la entrada, pero el verdadero símbolo estaba en la cúspide, un haz de luz apuntando hacia lo más alto, agujereando la oscuridad, el faro más brillante del planeta proyectando la insana luminosidad de cuarenta y un gigacandelas, más que suficiente para cegar a un piloto desprevenido acercándose al aeropuerto McCarran de Las Vegas. Se dirigió hacia el edificio de cristal y se deleitó con la perfección matemática de aquellas caras triangulares. Su mente se llenó con las ecuaciones geométricas de pirámides y triángulos, y un nombre se deslizó con delicadeza de sus labios:

– Pitágoras.

Antes de que Mark se sentara a la tranquila barra del asador que había en la planta del casino, echó una ojeada a la propiedad como si fuera un posible comprador. No era el Constellation, pero se vendían un montón de tíquets. Le gustaban esos llamativos diseños jeroglíficos en las alfombras de color dorado, rojo y lapislázuli, el imponente vestíbulo con recreaciones de las estatuas del templo de Luxor y la calidad museística de la maqueta de la tumba de Tutankamón. Sí, era bastante kitsch, pero, por Dios bendito, estaba en Las Vegas, no en el Louvre.

Se bebió su segunda Heineken y consideró cuál sería su siguiente movimiento. Había localizado las salas de apuestas altas tras unos separadores de cristal esmerilado en la parte de atrás del casino. Tenía dinero en el bolsillo y sabía que aunque se negara a llevar la cuenta en su cabeza podría divertirse en las mesas durante unas horas. Al día siguiente era viernes, día de trabajo, y su despertador sonaría a las cinco y media. Pero esa noche le parecía realmente excitante eso de estar en un nuevo casino. Era como una primera cita, y se sentía tímido y estimulado.

El bar estaba a tope, grupos de gente que habían ido a cenar y aguardaban su mesa, parejas y grupos rebosantes de conversación animada y risotadas. Había elegido el taburete vacío que quedaba en medio en una fila de tres, y en tanto que el alcohol iba haciéndole efecto se preguntaba por qué los taburetes que tenía a cada lado seguían desocupados. ¿Acaso estaba contaminado, era radiactivo o algo así? ¿Sabía esa gente que era un escritor fracasado? ¿Habrían oído decir que era un tramposo? Hasta el camarero le había atendido de manera fría, ni siquiera se había esforzado por conseguir una propina decente. Volvió a ponerse de mal humor. Se bebió de un trago lo que le quedaba de cerveza y dio un golpe en la barra para que le pusieran otra.

Cuando el alcohol le empapó el cerebro, le asaltó una idea paranoica: ¿y si también habían descubierto su verdadero secreto? No, no tenían ni idea, decidió con desprecio. «No tenéis ni idea, gentuza -pensó con ira-, ni puta idea. Sé cosas que vosotros no sabréis en toda vuestra puta vida.»

A su derecha, una mujer pechugona de unos cuarenta años que estaba apoyada en la barra soltó un grito cuando el gordo que tenía al lado le puso un cubito de hielo en el cogote. Mark se giró para ver la escenita y cuando volvió a su posición original había un hombre ocupando el taburete de su izquierda.

– A mí me hace eso y le parto la cara -dijo el hombre.

Mark lo miró sorprendido.

– Disculpe, ¿estaba hablando conmigo? -preguntó.

– Solo decía que si un extraño me hiciera eso, lo tendría claro, ¿sabe a qué me refiero?

El gordo y la damisela del cuello frío se estaban manoseando alegremente.

– No me parece que no se conozcan -dijo Mark.

– Tal vez. Yo solo digo lo que yo habría hecho.

Era un hombre delgado pero muy musculoso, de afeitado apurado, pelo negro, labios ligeramente carnosos y piel lustrosa y del color de las avellanas. Era puertorriqueño, con un fuerte acento de la isla, y vestía de manera despreocupada, pantalones negros y camisa tropical con el pecho descubierto. Tenía los dedos largos, llevaba las uñas arregladas, un anillo en cada dedo y brillantes cadenas de oro colgadas al cuello. Como mucho tendría treinta y cinco años. Le tendió la mano y Mark, por mera educación, se vio obligado a aceptarla.

– Luis Camacho -dijo el hombre-. ¿Qué tal?

– Peter Benedict -contestó Mark-. Bien.

– Cuando estoy en la ciudad, este es mi sitio favorito -dijo Luis señalando el suelo-. Adoro el Luxor, tío.

Mark dio un sorbo a su cerveza. Para él nunca era buen momento para hablar de banalidades, y esa noche menos. Se oyó el ruido de un mezclador.

Luis siguió a lo suyo sin inmutarse.

– Me gustan las paredes inclinadas de las salas, ya sabes, por lo de las pirámides. Me parece que está muy currado, ¿sabes?

Luis esperaba una respuesta, y Mark sabía que si no llenaba el vacío tal vez le partieran la cara.

– No había estado aquí nunca -dijo.

– ¿No? ¿En qué hotel estás?

– Vivo en Las Vegas.

– ¡No jodas! ¡Alguien de aquí! ¡Qué flipe! Suelo venir un par de días a la semana y casi nunca me cruzo con gente local, aparte de los que trabajan aquí, ¿sabes? -El camarero vertió un líquido espeso de la coctelera en la copa de Luis-. Es una margarita helada -anunció Luis con orgullo-. ¿Quieres una?

– No, gracias. Tengo la cerveza.

– Heineken -observó Luis-. Buena cerveza.

– Sí, está bien -respondió Mark, tenso. Desgraciadamente el vaso estaba demasiado lleno como para retirarse de manera elegante.

– ¿Y a qué te dedicas, Peter?

Mark miró de reojo y vio que sobre el labio de Luis había aparecido un bigotillo espumoso muy cómico. ¿Quién sería esta noche? ¿El escritor? ¿El jugador? ¿El analista de sistemas? Las posibilidades rodaron como en una máquina tragaperras hasta que las ruedas se detuvieron.

– Soy escritor -respondió.

– ¡No jodas! ¿Novelas y eso?

– Películas. Escribo guiones.

– ¡Guau! Igual he visto alguna de tus películas…

Mark no paraba de moverse en el taburete.

– Todavía no se han producido, pero estoy considerando la oferta de un estudio para este año como muy tarde.

– ¡Eso es genial, tío! ¿De acción y tal? ¿O comedias divertidas?

– Sobre todo de acción. Superproducciones. Luis dio un buen trago espumoso a su bebida.