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– Dejadle en paz.

Una hora más tarde, los tres estaban más que borrachos: pasadísimos, beodos, esa clase de estado en el que las malas ideas parecen buenas.

Dinnerstein llevaba un rollo de cinta americana en la mano y se coló en la habitación de Mark. Dormía como un tronco, así que Zeckendorf y él no tuvieron problemas para atarlo a la litera de arriba pasando la cinta por debajo una y otra vez, hasta que pareció una momia. Will los observaba desde el pasillo con estupor y una estúpida sonrisa en la cara, pero no hizo nada para detenerlos.

Cuando estuvieron satisfechos con su obra de ingeniería, siguieron bebiendo y riendo en el salón hasta que se cayeron al suelo.

A la mañana siguiente, cuando Will abrió la puerta del dormitorio, se encontró a Mark cual capullo de seda, inmovilizado en su envoltorio gris. Las lágrimas surcaban su enrojecido rostro.

– Me he perdido el examen.

Y después:

– Me he meado encima.

Will cortó la cinta con una navaja suiza y Mark oyó que entre su resaca se filtraba alguna disculpa tonta, pero ya no volvieron a dirigirse la palabra.

Will había saltado a la fama haciendo cosas admirables mientras él se había pasado la vida trabajando en la sombra. Se acordó de lo que Dinnerstein había dicho de Will aquella noche en Cambridge: el mejor criminólogo de asesinos en serie de la historia. El hombre. Infalible. ¿Y qué podía decir la gente de él? Cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza.

La oscuridad hizo que algo se disparara en su cabeza. Las ideas empezaron a tomar forma y, dada la velocidad de su mente, tomaban forma muy rápidamente. A medida que las ideas cristalizaban, otra parte de su cerebro intentaba congelarlas para que se disiparan sin provocar daños.

Sacudió la cabeza con tanta vehemencia que le dolió, un dolor punzante y sordo. Fue un impulso primitivo, como habría hecho un niño para sacarse de la cabeza pensamientos perversos: «¡Para de pensar esas cosas!».

– ¡Para ya!

Al darse cuenta de que acababa de gritar, se levantó, asombrado de sí mismo.

Salió a la terraza para intentar calmarse observando el cielo nocturno. Pero hacía un frío de mil demonios y un enjambre informe de nubes oscurecía las constelaciones. Se retiró a la cocina y allí se bebió otra cerveza sentado incómodo en una silla de respaldo alto junto a la mesa del desayuno. Cuanto más intentaba poner freno a sus pensamientos, más abría las compuertas a ese remolino de rabia y asco que emergía de él como un río de agua salada.

«Vaya mierda de día -pensó-. Puto día de mierda.»

Eran ya más de las doce de la noche. De repente pensó en algo que podría hacer que se sintiera mejor y rebuscó el móvil en el bolsillo. Solo había una medicina para la epidemia de ese día. Suspiró hondo y accedió a uno de los números de la agenda de su teléfono. Ya estaba sonando.

– ¿Hola? -dijo una voz de mujer.

– ¿Eres Lydia?

– ¿Quién lo pregunta? -contestó ella con dulzura.

– Soy Peter Benedict, del Constellation, ¿te acuerdas? El amigo del señor Kemp.

– ¡Área 51! -gritó ella-. ¡Hola, Mark!

– Te acuerdas de mi nombre verdadero. -Eso estaba bien.

– Pues claro que me acuerdo. Eres mi ovni particular. Ya no trabajo en McCarran, por si has estado buscándome.

– Sí Ya me di cuenta de que no estabas por allí.

– He conseguido un trabajo mejor en una clínica justo pasado la franja. Estoy de recepcionista. Hacen reversiones de la vasectomía. ¡Me encanta!

– Suena bien.

– ¿Y tú en qué andas?

– Bueno, me preguntaba si estabas libre esta noche.

– Cariño, yo nunca estoy libre, pero si la pregunta es si estoy disponible, ya me gustaría. Justo ahora salgo para el Four Seasons para una cita, y luego habrá que darle un poquito de sueño a mi cuerpito, que mañana tengo que estar pronto en la clínica. Lo siento.

– Y yo.

– ¡Oh, cielo! Prométeme que me llamarás pronto. Si me lo dices con un poco más de antelación, quedamos seguro.

– Claro.

– Saluda de mi parte a nuestros amiguitos verdes, ¿vale?

Se quedó sentado un rato más y, completamente derrotado, dejó que sucediera, se dejó sucumbir al plan emergente que se galvanizaba dentro su cabeza. Pero antes tenía que encontrar una cosa. ¿Qué había hecho con aquella tarjeta de visita? Sabía que se la había guardado, pero ¿dónde? La buscó haciendo un barrido apresurado por los sitios habituales hasta que al final la encontró bajo una pila de calcetines limpios que había en su cómoda.

NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL,

COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.

Tenía el portátil en el salón. Tecleó con impaciencia «Nelson G. Elder» en el buscador y se dispuso a absorber la información como una esponja. Su compañía, Desert Life, cotizaba en bolsa y se había quedado estancada, con las acciones a la baja, durante casi cinco años. La bandeja de entrada de su correo estaba llena de mensajes con improperios de sus inversionistas. A Nelson Elder los accionistas no le tenían demasiado aprecio, y muchos de ellos aportaban sugerencias muy gráficas acerca de lo que podía hacer con su paquete de compensaciones de 8,6 millones de dólares. Mark visitó la página de la compañía y se adentró en sus archivos secretos. Se metió en los asuntos jurídicos y financieros. Tenía experiencia en pequeñas inversiones, así que estaba familiarizado con el papeleo de las grandes compañías. Al poco tiempo ya tenía una idea aproximada del modelo de negocio y el estado de cuentas de Desert Life.

Cerró el portátil. En un segundo su plan apareció ante él completamente formado, cada uno de sus detalles tan claros como el agua. Parpadeó como reconocimiento de su perfección.

«Voy a llevarlo a cabo -pensó con amargura-. ¡ Joder, si voy a hacerlo!»Todos esos años de frustración se habían amontonado como un cúmulo de magma caliente y gaseoso. A la mierda toda esa vida de insuficiencias. A la mierda toda esa carga de celos y anhelos. A la mierda todos esos años viviendo bajo el yugo de la Biblioteca. ¡El Vesubio había erupcionado! Posó sus ojos en la fotografía de la reunión y clavó una mirada helada en los rasgos duros y hermosos del rostro de Will. «Y a la mierda tú también.»

Todos los viajes comienzan en algún lugar. El de Mark comenzó expurgando como un loco uno de los cajones de la cocina que estaba lleno hasta los topes y en el que guardaba una bolsa de artículos varios con componentes de ordenador en desuso. Antes de caer rendido en la cama encontró justo lo que estaba buscando.

A las siete y media de la mañana siguiente se encontraba roncando plácidamente a quince mil pies de altura. Rara vez dormía en su viaje diario a Área 51, pero se había acostado muy tarde. Abajo, la tierra se veía amarilla y muy agrietada. Desde el aire la cresta de la sierra, pequeña y alargada, parecía la columna de un reptil disecado. El 737 solo llevaba veinte minutos en el aire rumbo al noroeste y ya había empezado las maniobras de aproximación. El avión parecía un trozo de caramelo ante el nebuloso cielo azul, un cuerpo blanco con una alegre línea roja desde la cabeza hasta la cola, los colores de la extinta Western Airlines, absorbida por la contratista EG &G que operaba el vuelo a Las Vegas para el Departamento de Defensa. Los números que llevaba en la cola eran del registro de la Marina de Estados Unidos.

Al descender hacia el campo militar, el copiloto radió:

– JANET 4 pidiendo permiso para aterrizar en Groom Lake, pista catorce izquierda.

JANET. La señal de radio-llamada para la red aérea de empleados de transportes. Un nombre espeluznante. Los usuarios de hecho preferían llamarla la estación fantasma CASPER.

Con el tren de aterrizaje fuera, Mark se despertó de golpe. El avión frenó con fuerza y, de manera instintiva, Mark empujó con los talones para contrarrestar la presión del cinturón de seguridad. Subió la ventanilla y entornó los ojos ante el terreno abrasado y lleno de calvas. Se sentía apresurado, incómodo, tenía el estómago revuelto y se preguntaba si se le vería tan raro como se sentía.