– Pensé que tendría que zarandearte.
Mark se volvió hacia el tipo que había en el asiento del medio. Era de los Archivos Rusos, un hombre con un pandero enorme que se llamaba Jacobs.
– No hace falta -dijo Mark con la mayor naturalidad que pudo-. Estoy listo para ponerme en marcha.
– Es la primera vez que te veo dormir en pleno vuelo -observó el hombre.
¿Seguro que Jacobs trabajaba en Archivos? Mark apartó aquello de su cabeza. «No seas paranoico», pensó. Claro que estaba en Archivos. Ningún vigilante tenía el culo gordo. Eran más bien ágiles.
Antes de que les permitieran bajar al subterráneo, a lo más profundo de la fría tierra, los 635 empleados del Edificio 34 de Groom Lake, comúnmente llamado Edificio Truman, tenían que someterse a uno de los dos rituales temidos del día, el DPE, también conocido como Desnúdese y Pase por el Escáner. Cuando los autobuses los dejaban en esa estructura parecida a un hangar, se dividían según su sexo y tomaban entradas separadas. Dentro de cada una de estas secciones del edificio había una larga hilera de taquillas que recordaban las de un instituto de secundaria de barrio. Mark se apresuró hacia su taquilla, a mitad de camino de aquel largo pasillo. A muchos de sus compañeros de trabajo les parecía fantástico hacerse los remolones y pasar por el escáner cuanto más tarde mejor, pero hoy Mark tenía prisa por llegar al subsuelo.
Hizo girar la rueda de la combinación de la taquilla, se quedó en calzoncillos y colgó la ropa en perchas. En el banco que correspondía a su taquilla había una sudadera verde oliva con el nombre SHACKLETON, M. bordado en el bolsillo, limpia y bien doblada. Se la puso. Los días en que los empleados podían vestir ropa de calle en las instalaciones hacía ya tiempo que habían pasado a mejor vida. Cualquier cosa que los empleados del Edificio 34 llevaran consigo en el avión tenían que dejarla en las taquillas. A un lado y otro de la fila la gente ponía en las estanterías sus libros, revistas, bolígrafos, móviles y carteras. Mark se movió con rapidez y consiguió llegar de los primeros a la fila del escáner.
El magnetómetro estaba flanqueado por dos vigilantes, dos jóvenes rapados sin sentido del humor que saludaban a cada empleado con un rápido gesto militar. Mark aguardaba; sería el siguiente en pasar por el escáner. Se percató de que Malcolm Frazier, el jefe de operaciones de seguridad, el vigilante jefe, estaba por allí, controlando el escáner. Era un hombretón de aspecto terrible, con un cuerpo de musculatura grotesca y una cabeza rectangular que le hacían parecer el malo de un tebeo. A pesar de que los vigilantes estaban presentes en algunas de las reuniones, Mark había intercambiado pocas palabras con Frazier a lo largo de los años. Normalmente se parapetaba detrás de su directora de grupo y dejaba que fuera ella la que se las viera con Frazier y su pandilla. Frazier era ex militar, antiguo miembro de las fuerzas especiales, y su rostro huraño, rezumante de testosterona, le aterraba como a un crío. Tenía por costumbre evitar cruzar la mirada con él, y ese día en particular bajó la cabeza cuando sintió que su mirada penetrante se posaba en él.
El objetivo del escáner era impedir que entraran en las instalaciones cualquier tipo de cámara fotográfica o aparato de grabación. Por la mañana los empleados pasaban por el escáner vestidos. Al final del día pasaban por el aro desnudos, ya que los escáneres no podían detectar el papel. El subsuelo era terreno aséptico. Nada entraba, nada salía.
El Edificio 34 era el complejo mejor esterilizado de Estados Unidos. Sus empleados habían sido seleccionados por reclutadores del Departamento de Defensa que no tenían ni idea de la naturaleza del trabajo para el que los seleccionaban, solo sabían las cualidades que se requerían. A la segunda o tercera ronda de entrevistas se les permitía revelar que el trabajo tenía que ver con Área 51, y esto solo con el permiso expreso de sus superiores. Era inevitable que entonces les preguntaran: «¿Se refieren al sitio ese donde tienen extraterrestres y ovnis?», a lo cual la respuesta autorizada era: «Se trata de una instalación del gobierno altamente secreta que realiza un trabajo fundamental en la defensa nacional. Eso es todo lo que podemos revelarle por el momento. No obstante, los aspirantes que consigan el puesto estarán entre un reducido grupo de empleados del gobierno que tendrán completo conocimiento de las actividades de investigación que se llevan a cabo en Área 51».
El resto del discurso era algo así como: formará parte de un equipo de élite de científicos e investigadores, algunos de los mejores cerebros del país. Tendrá acceso a la tecnología más avanzada del mundo. Tendrá conocimiento de la información más secreta del país, de cuya existencia solo están al tanto unos cuantos altos mandos del gobierno. Para compensarles parcialmente por abandonar sus bien remunerados trabajos en grandes compañías o su carrera universitaria, recibirán alojamiento gratuito en Las Vegas, una reducción de los impuestos federales y una subvención para las matrículas universitarias de sus hijos.
Tal como estaba el mundo laboral, esa propuesta era una bicoca. La mayoría de los candidatos estaban lo suficientemente intrigados como para tirarse al barro y pasar a la fase de exploración y análisis, un proceso que llevaba de seis a doce meses en el que se dejaba al descubierto cada uno de los aspectos de su vida para el escrutinio de los agentes especiales del FBI y los analistas del Departamento de Defensa. Era un proceso extenuante. De cada cinco aspirantes que entraban en el embudo, solo uno llegaba al final del proceso, en el que había un investigador de la inteligencia especial encargado de conceder la autorización para trabajar en asuntos de seguridad con información restringida y delicada.
Los que pasaban esta criba eran invitados a una entrevista final en el Pentágono con el jefe del gabinete jurídico de la Ofi cina de la Marina. Desde que James Forrestal la fundara, la NTS 51 había sido una operación de la marina, y entre los militares estas tradiciones calaban hondo. El abogado de la marina, que no conocía las actividades que se llevaban a cabo en Área 51, les ponía un contrato de servicios ante los ojos y les explicaba los detalles, incluyendo las faltas graves que resultarían de la ruptura de cualquiera de las disposiciones, especialmente en lo que se refería a la confidencialidad.
Como si veinte años de presidio en Leavenworth no fueran suficiente, una vez dentro la rueda de los rumores aplastaba a los nuevos empleados con historias de lenguas sueltas que se convertían en lenguas muertas a manos de los operativos clandestinos del gobierno. «Bueno, ¿y pueden explicarme ya en qué voy a trabajar?», era la pregunta típica que le hacían al abogado de la marina. «Ni lo sueñe», era la respuesta.
Porque una vez que el contrato había sido comprendido y aceptado verbalmente, se requería una nueva autorización de seguridad, un Programa de Acceso Especial, el PAS-NTS 51, que era aún más difícil de conseguir que el anterior. Tan solo cuando se habían recortado los últimos flecos, otorgado el PAS y cumplimentado el contrato debidamente, el novato volaba hasta la base de Groom Lake, donde el jefe de personal, un flemático contraalmirante de la marina sentado en su despacho del desierto como un pez fuera del agua, y al que le habría gustado que le dieran cien pavos cada vez que oía «¡La hostia, esto era lo último que me esperaba!», les decía esa verdad que les dejaba de piedra.
Mark respiró ya con más calma cuando pasó por el escáner sin que saltara la alarma, sin que Malcolm Frazier y los vigilantes se dieran cuenta de nada. El ascensor 1 estaba esperando ya en la planta baja. Cuando se llenó con los primeros doce hombres, las puertas se cerraron y, atravesando múltiples capas de cemento armado, bajó seis plantas, desaceleró y se detuvo en el Laboratorio de Investigación Principal. La Cripta estaba seis plantas más abajo; la humedad y la temperatura se controlaban de manera meticulosa. La inversión multimillonaria que se hizo a finales de los ochenta en la Cripta añadió a su estructura unos amortiguadores de los efectos de grandes terremotos y explosiones nucleares, una tecnología que se compró a los japoneses, que estaban a la vanguardia en la mitigación de terremotos.