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Pocos empleados tenían razones para visitar la Cripta. Sin embargo, había una tradición en Área 51. El primer día el director ejecutivo bajaba con el recién llegado, en un ascensor de uso restringido, hasta la planta de la Cripta, para que la viera.

La Biblioteca.

Sus puertas de acero estaban flanqueadas por vigilantes con pistoleras que intentaban mostrarse lo más amenazadores posible. Introducían los códigos y las pesadas puertas se abrían de manera silenciosa. Entonces los recién llegados eran conducidos hacia esa cámara enorme tenuemente iluminada, un lugar tan tranquilo y sombrío como una catedral, y se quedaban anonadados por la visión que tenían ante sí.

Hoy en el ascensor tan solo le acompañaba uno de los miembros del Grupo de Seguridad Algorítmica de Mark, un matemático de mediana edad que tenía el extraño nombre de Elvis Brando; no era familia ni del uno ni del otro.

– ¿Qué tal va eso, Mark? -le preguntó.

– De maravilla -contestó Mark; sintió náuseas.

El subsuelo estaba bañado por una fuerte, luz fluorescente. Cualquier sonido, por ligero que fuera, sonaba amplificado por el eco del suelo sin enmoquetar y las paredes azul sanatorio. El despacho de Mark era uno de los varios que había alrededor de una gran sala central que hacía las veces de área de conferencias para grupos y de banquillo para los técnicos de nivel inferior. Era pequeño y estaba lleno de cosas, un cuchitril, comparado con el nidito que tenía en su anterior trabajo para el sector privado en California, con vistas al campus universitario, césped bien cuidado y piscinas iluminadas. Pero en el subsuelo el espacio era algo muy codiciado y Mark tenía suerte de no verse en la obligación de compartir. El escritorio y el aparador eran baratos y de contrachapado, pero las sillas eran de un modelo ergonómico de los caros, el único lujo en el que el laboratorio no escatimaba. Eran muchas las horas de apoyar el trasero en Área 51.

Mark encendió el ordenador y entró en el sistema tras introducir una clave y pasar un escáner de retina y huella dactilar. La colorida insignia del Departamento de la Marina adornaba la pantalla de bienvenida. Mark miró hacia la sala común. Elvis ya estaba encorvado sobre su ordenador en un despacho que quedaba en diagonal al suyo. Nadie más del departamento había pasado aún por el escáner, y lo más importante, la directora de grupo, Rebecca Rosenberg, estaba de vacaciones.

Lo cierto era que no tenía que preocuparse demasiado por la vigilancia. Bajo tierra y sobre tierra, Mark era un solitario. Sus compañeros de trabajo lo dejaban a su aire. No le iban ni el cotilleo ni las bromas. A la hora del almuerzo se sentaba solo en la cantina y cogía una revista de los estantes. Doce años antes, cuando llegó por primera vez a la base, se esforzó muchísimo por integrarse. En los primeros días alguien le preguntó si era pariente del Shackleton de la Antártida y él dijo que sí solo para darse importancia, incluso se inventó una historia familiar muy graciosa en la que metió a un tío abuelo de Inglaterra. No pasó mucho hasta que uno de los frikis informáticos hizo un seguimiento de su genealogía y puso al descubierto la mentira.

Durante doce años había acudido a su puesto de trabajo, había hecho sus tareas y las había hecho bien. Tanto en su período de especialización como en las compañías de alta tecnología en las que había trabajado en Silicon Valley se había ganado la reputación de ser uno de los mayores expertos del país en seguridad en bases de datos, toda una autoridad en la protección de los servidores contra accesos no autorizados. Esa fue la razón por la que hicieron lo posible por traerlo a Groom Lake. Aunque al principio se mostró remiso, acabó seduciéndolo el hacer algo secreto y de vital importancia; era el contrapunto al aburrimiento y la previsibilidad de su desarraigada vida.

En Área 51 se dedicaba a escribir códigos innovadores que vacunaran sus sistemas contra los gusanos informáticos y otras intrusiones, unos algoritmos que, en caso de que hubiera podido publicarlos, tanto la industria como el gobierno habrían estado encantados de adoptar como nuevos patrones oro. Entre los de su grupo, hablaban de claves de sistemas de seguridad públicos y privados, protocolos de conexiones seguras, credenciales de autenticación y sistemas de detección de intrusos. Él era el responsable de rastrear continuamente los servidores en busca de intentos de acceso no autorizados desde dentro del complejo y de los sondeos que los piratas externos intentaban desde fuera.

Los vigilantes también estaban en sus listas de grupos en cuarentena, una por cada empleado: los nombres de familiares, amigos, vecinos, esposas de compañeros de trabajo… todo aquello que constituía un área personal de acceso restringido. Uno de esos algoritmos atrapamoscas de Mark podía detectar a un empleado que intentara acceder a la información que formaba parte de su lista en cuarentena, y que esa detección no conllevara consecuencias desagradables no era más que un acto de fe. Aún se hablaba de cierto analista de finales de los setenta que intentó buscar información sobre su prometida… supuestamente el pobre hombre seguía pudriéndose en un agujero de la prisión federal.

Sintió un fuerte retortijón de tripas. Apretó los dientes, salió corriendo de la oficina y caminó a paso rápido por el pasillo hasta el servicio de hombres más cercano. Poco después, estaba de nuevo en su escritorio, aliviado, y aferraba algo en la mano izquierda. Cuando estuvo seguro de que nadie lo miraba, abrió la mano y dejó un trozo de plástico gris con forma de bala de unos cinco centímetros dentro del primer cajón de su escritorio.

Al volver a la sala común avanzó cual un hombre invisible entre las personas que en ese momento llenaban la habitación y charlaban animadamente sobre sus planes para el fin de semana. Encontró el equipo de soldadura que buscaba en un armario de suministros empotrado, volvió con él como si tal cosa a su despacho y cerró la puerta con cuidado.

Con Rosenberg fuera, las posibilidades de que alguien le interrumpiera eran prácticamente nulas, así que se puso manos a la obra. En el último cajón del escritorio tenía unos cables de ordenador atados con gomas. Escogió un conector USB y rompió uno de los extremos de metal usando unos alicates pequeños. Ya estaba listo para la bala gris.

Un minuto más tarde había terminado. Había conseguido soldar con éxito el conector de metal a la bala y fabricar así un dispositivo de almacenamiento de memoria de cuatro gigas completamente operativo, un aparato capaz de almacenar tres millones de páginas de datos, algo más letal para la seguridad de Área 51 que si hubiera conseguido entrar con un arma automática.

Mark volvió a poner el dispositivo de memoria en su escritorio y se pasó el resto de la mañana escribiendo códigos. Había estado trabajando en ello mentalmente por la mañana temprano, durante el breve trayecto hasta el aeropuerto de Las Vegas, así que ahora sus dedos sobre el teclado prácticamente echaban humo. Se trataba de un programa de camuflaje diseñado para ocultar que estaba a punto de desarmar su propio impenetrable sistema de detección de intrusos. A la hora del almuerzo habría acabado.

Cuando la sala común y los despachos colindantes se vaciaron para el almuerzo, hizo el cambio y activó el nuevo juego de códigos. Funcionaba a la perfección, tal como sabía que lo haría, al cien por cien a prueba de rastreos, y cuando estuvo seguro de que no podrían detectarlo se registró en la base de datos principal de Estados Unidos.

Entonces introdujo un nombre: «Camacho, Luis. Nacido el 1/12/1977», y contuvo la respiración. La pantalla se encendió. No hubo suerte.