Por supuesto, tenía otras ideas bajo la manga. La siguiente mejor opción podría ser el novio de Luis, John. Dio por hecho que encontrarlo sería pan comido, y estaba en lo cierto. Oculto tras su programa de camuflaje, abrió un portal de NTS 51 en una base de datos personalizada que contenía facturas de teléfono de todos los proveedores del servicio de Estados Unidos.
Le bastó hacer un cruce entre el nombre, John, y la dirección, 189 Minnieford Avenue, City Island, Nueva York, para que saliera el nombre completo, John William Pepperdine, y su número de la Seguridad Social. Unas cuantas pulsaciones más y consiguió su fecha de nacimiento. «Esto es coser y cantar», pensó. Armado con esos datos, volvió a entrar en la base de datos principal de Estados Unidos y pulsó el icono de búsqueda.
Resopló, no podía creer que tuviera tanta suerte. El resultado era extraordinario. No. Era perfecto.
Ya tenía el gancho.
«Vale, Mark, date prisa -pensó-Ya has entrado, ¡ahora sal!» Los de su departamento pronto volverían del almuerzo y quería dejar de caminar por la cuerda floja. Movió con cuidado el dispositivo de memoria recién soldado a un puerto USB de su ordenador.
Grabar en su dispositivo la deseada lista de datos de Estados Unidos fue cosa de unos segundos. Una vez hecho esto, cubrió su rastro de manera experta, desactivando su programa de camuflaje y reiniciando el sistema de detección de intrusos simultáneamente. Dio fin a la operación rompiendo el conector de metal que había unido a la bala gris y soldándolo de nuevo al cable USB. Cuando todos los componentes volvieron a su lugar en el escritorio, abrió la puerta de su despacho y, con la mayor naturalidad posible, se dirigió hacia el armario de suministros para devolver el equipo de soldadura.
Cuando se apartó del armario, Elvis Brando, un hombre prepotente de cara cuadrada, estaba bloqueándole el paso y se hallaba lo suficientemente cerca como para que Mark pudiera oler el chili en su aliento.
– ¿Te has saltado el almuerzo? -preguntó Elvis.
– Creo que tengo gastroenteritis -dijo Mark.
– Quizá deberías ir al médico. Estás sudando como un cerdo.
Mark tocó su húmeda frente y se dio cuenta de que tenía la sudadera empapada por las axilas.
– Estoy bien.
Cuando quedaba media hora para el final de la jornada, Mark volvió a visitar los servicios y encontró uno libre. Se sacó dos objetos del bolsillo de la sudadera, el dispositivo de almacenamiento de memoria con forma de bala y un condón arrugado. Metió la bala de plástico dentro del condón y se quitó la sudadera. Tras esto, apretó los dientes y se introdujo el secreto mejor guardado del planeta por el trasero.
Aquella noche se sentó en el sofá y perdió la noción del tiempo mientras que su portátil calentaba sus piernas y provocaba que le escocieran los ojos. Manipuló la base de datos pirateada mezclándola como si fuera una baraja de cartas, haciendo cruces, verificaciones, escribiendo sus propias listas a mano y revisándolas hasta que estuvo satisfecho.
Trabajaba con impunidad. Aunque hubiera estado conectado a la red, su ordenador tenía una protección ante los ataques que los vigilantes no podrían penetrar. Las únicas partes de su cuerpo que se movían eran las manos y los dedos, pero cuando hubo acabado estaba prácticamente sin aliento por el esfuerzo realizado. Su propia audacia le ponía los pelos de punta; le habría gustado poder vacilar con alguien de lo descarada que era su inteligencia.
De niño, cuando sacaba una buena nota o resolvía un problema matemático, corría a contárselo a sus padres. Su madre había muerto de cáncer. Su padre se había vuelto a casar con una mujer desagradable y todavía estaba profundamente decepcionado con él porque había dejado una buena compañía por un trabajo para el gobierno. Rara vez hablaban. Por otra parte, ese no era el tipo de cosa que uno pudiera contarle a nadie.
De pronto se le ocurrió una idea que le hizo reír de la emoción.
¿Y por qué no? ¿Quién iba a saberlo?
Cerró la base de datos, la aseguró con una contraseña, abrió el archivo de su primer guión, esa oda al destino, estilo Thornton Wilder, que había tirado a la basura aquel insignificante sapo de Hollywood. Recorrió el guión haciendo cambios aquí y allá, y cada vez que le daba a la tecla encontrar y a reemplazar, chillaba emocionado, como un niño travieso con un secreto perverso.
23 de junio de 2009, City Island,
Nueva York
Cuando Will era joven, su padre lo llevaba a pescar porque eso es lo que se supone que los padres hacen. Se despertaba antes del amanecer con un toquecito en el hombro, se vestía con lo primero que pillaba y se subía a la camioneta para ir desde Quincy hasta Panamá City. Su padre alquilaba por horas una lancha de ocho metros de eslora en un puerto deportivo para gente de la clase obrera y recorría viento en popa unas diez millas hacia el interior del golfo. El trayecto desde su oscura habitación hasta las resplandecientes aguas del caladero transcurría con el mínimo intercambio de palabras. Le veía pilotar el bote, su abultada silueta teñida de naranja con el sol naciente, y se preguntaba por qué ni siquiera la belleza natural de un paseo en barca por aguas cristalinas y calmas en una mañana cálida conseguía poner un poco de alegría en la cara de aquel hombre. Al final su padre apagaba el cigarro y decía algo así como: «Vale, vamos a poner el cebo a estos sedales», y tras esto se instauraba un silencio que duraba horas, hasta que un pargo o un peto mordía el anzuelo y empezaban a gritar órdenes.
Mientras cruzaba el puente de City Island y miraba hacia la bahía de Eastchester, se sorprendió a sí mismo pensando en su viejo, en el momento en que vio el primero de los puertos deportivos, un bosque de aluminio donde los mástiles se balanceaban con la brisa de la tarde. City Island era un pequeño y particular oasis, una parte del Bronx desde una perspectiva municipal, pero a nivel geocultural estaba mucho más cerca de Isla Fantasía, un trozo de tierra tan diferente de la ciudad que quedaba al otro lado del paso elevado, que los visitantes la asociaban con otros lugares y otros tiempos.
Para los indios de Siwanoy, esta isla había sido durante siglos un fértil caladero de peces y ostras; para los colonos europeos, un astillero y un centro marítimo; para los residentes actuales, un enclave de clase media con casas unifamiliares mezcladas con bellas mansiones victorianas de marinos mercantes, y un litoral salpicado de clubes náuticos para los ricachones de fuera de la isla. Su enjambre de callejuelas, algunas de ellas prácticamente campestres, la miríada de callejones que daban al océano, el incesante griterío infantil de las gaviotas y el olor salobre de la costa hacían pensar en un lugar de vacaciones o de correrías de la infancia, no en el área metropolitana de Nueva York.
Nancy se dio cuenta de que se había quedado boquiabierto.
– ¿Habías estado por aquí antes? -preguntó.
– No, ¿y tú?
– Solíamos venir de excursión cuando era niña. -Consultó el plano-.Tienes que girar a la izquierda en Beach Street.
Minnieford Avenue no era una avenida en el sentido clásico de la palabra sino un camino de carros y constituía otro pobre escenario para la investigación de un crimen de altura. La policía, los vehículos de urgencias y los camiones de las televisiones por satélite obstruían la carretera como una trombosis. Will se unió a la larga cola de coches inmovilizados sin remedio y se quejó a Nancy de que tendrían que haber hecho el resto del camino a pie. Estaba bloqueando un cruce, y temía que un tipo de espalda ancha y camiseta imperio, que no dejaba de mirarle, montara alguna bronca, pero el hombre simplemente dijo:
– ¿Estáis metidos en esto? -Will asintió con la cabeza-.
Soy policía de Nueva York retirado. No os preocupéis, yo vigilo el coche -ofreció-. No me voy a mover de aquí.