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Los tambores de la selva se habían dejado oír alto y fuerte. Todos los que estaban al servicio de la ley, y hasta los tíos lejanos de estos, sabían que City Island se había convertido en el kilómetro cero del caso del Juicio Final. Los medios de comunicación habían recibido el chivatazo, así que aquello rayaba la histeria. La casita de color verde lima estaba rodeada por una muchedumbre de periodistas y un cordón de policías de la comisaría 45. Los reporteros de la televisión daban codazos en la abarrotada acera para que los cámaras pudieran sacarlos con la casa de fondo y sin interferencias. Micrófonos en mano, sus camisas y blusas ondeaban como banderas marinas ante los severos vientos de poniente.

Cuando vislumbró la casa, vio en una instantánea mental las fotografías que darían la vuelta al mundo en caso de que se confirmara que ese era el sitio donde se había capturado al asesino. La casa del Juicio Final. Una modesta vivienda de dos plantas de los años cuarenta, tablillas abombadas, postigos descascarillados y un porche hundido con un par de bicicletas, varias sillas de plástico y una barbacoa. No había jardín propiamente dicho, un escupitajo lanzado con fuerza desde las ventanas llegaría a las casas que había a los lados y detrás. Tan solo había espacio asfaltado para dos coches, un Honda Civic de color beis, que estaba apretujado entre la casa y la valla metálica del vecino, y un viejo BMW rojo aparcado entre el porche y la acera, en la que de no haber estado el coche habría hierba.

Will miró su reloj con cansancio. Estaba siendo un día muy largo y no tenía pinta de acabar a una hora temprana. Podían pasar horas hasta que pudiera beber una copa, y esa privación le estaba pasando factura. Aun así, qué maravilloso sería cerrar el caso de una vez por todas y encaminarse plácidamente hacia la jubilación sabiendo que podría plantarse todos los días en la barra del bar a las cinco y media de la tarde… Solo de pensarlo, su paso se aceleró y obligó a Nancy a caminar al trote.

– ¿Lista para el rock and roll? -le gritó.

Antes de que ella pudiera contestarle, un bomboncito de Channel Four reconoció a Will de la rueda de prensa y gritó a su cámara:

– ¡A tu derecha! ¡Suena la flauta! -La cámara de vídeo giró en su dirección-. ¡Agente Piper! ¿Puede confirmarnos que han atrapado al asesino del Juicio Final?

Al instante, los camarógrafos le siguieron y Nancy y él se vieron rodeados por una muchedumbre vocinglera.

– Sigue andando -susurró Will.

Nancy se parapetó detrás de él y dejó que fuera Will quien se abriera paso.

Nada más entrar se encontraron en el escenario del crimen. En la habitación principal había sangre por todos lados. La habían precintado, estaba perfectamente preservada, así que Will y Nancy tuvieron que echar un ojo desde la puerta, como si estuvieran en un museo detrás del cordón de seguridad. El delgado cuerpo de un hombre con los ojos abiertos yacía medio dentro medio fuera de un sofá de dos plazas amarillo. Tenía la cabeza sobre uno de los reposabrazos, hundida sobre él, con el cuero cabelludo seccionado y una media luna de duramadre que resplandecía ante los últimos rayos de sol dorados. Su rostro, o lo que quedaba de él, era un estropicio plastoso en el que se veían fragmentos de huesos y cartílagos de color marfil. Le habían destrozado los brazos hasta dejarlos en una posición nauseabunda, anatómicamente imposible.

Will leyó la habitación como si se tratara de un manuscrito: las paredes salpicadas de sangre, dientes esparcidos por la moqueta como palomitas de maíz en una fiesta loca… y llegó a la conclusión de que el hombre había muerto en el sofá, pero que no era allí donde había comenzado el ataque. La víctima estaba de pie cerca de la puerta cuando recibió el primer golpe, un mazazo de abajo arriba que hizo que su cabeza rebotara y llenara el techo de sangre. Le habían golpeado una y otra vez mientras se tambaleaba y daba vueltas alrededor de la habitación intentando esquivar los palos que recibía de un objeto contundente. No había sido fácil acabar con él. Will intentó interpretar sus ojos. Había visto esa mirada de ojos abiertos incontables veces. ¿Cuál había sido la emoción final? ¿Miedo? ¿Rabia? ¿Resignación?

A Nancy le había atraído otro detalle del panorama.

– ¿Has visto eso? -preguntó-. Sobre el escritorio. Creo que es la postal.

El comisario del distrito era un joven advenedizo, un capitán llamado Brian Murphy que iba de punta en blanco. Al presentarse, sus musculosos pectorales abultaban con orgullo bajo una camisa azul planchada con esmero. Para él, aquel caso podía dar alas a su carrera; al difunto, un tal John William Pepperdine, probablemente le habría irritado bastante saber el júbilo que su deceso había provocado en el policía.

Cuando se dirigían hacia allí, Nancy y Will estaban preocupados ante la posibilidad de que los del distrito 45 volvieran a pisotearles el escenario del crimen, pero en esta ocasión Murphy se había encargado personalmente de impedirlo. Al gordo y desaliñado detective Chapman no se lo veía por ningún sitio. Will felicitó al capitán por haber preservado la zona y eso tuvo el mismo efecto que cuando se acaricia a un chucho y se le dice «Buen perrito». A partir de entonces Murphy sería su amigo de por vida, así que les hizo un rápido resumen de cómo sus agentes, en respuesta a una llamada al 911 acerca de unos gritos y voces, habían descubierto el cadáver y la postal, y cómo uno de sus sargentos había visto al autor de los hechos, Luis Camacho, empapado de sangre, aprisionado tras el depósito de aceite del sótano. El tipo quiso confesar en el acto, así que Murphy había tenido el sentido común de grabarle en vídeo mientras renunciaba a sus derechos y hacía su declaración de manera gris y monótona. Tal como lo expresó Murphy con desdén, se trataba de un crimen entre maricas.

Will escuchaba con calma pero Nancy estaba impaciente.

– ¿Ha confesado los otros? ¿Los otros asesinatos?

– A decir verdad no he llegado hasta ahí -dijo Murphy-. Eso os lo dejo a vosotros, chicos. ¿Queréis verle?

– En cuanto sea posible -dijo Will.

– Seguidme.

Will sonrió satisfecho.

– ¿Todavía le tenéis aquí?

– Quería que lo tuvierais más fácil. Supongo que no os apetece recorrer todo el Bronx, ¿verdad?

– Capitán Murphy, eres un figura -dijo.

– No te cortes en compartir tu opinión con el inspector jefe -apuntó Murphy.

Lo primero que percibió en Luis Camacho es que era clavado a su retrato robot: piel morena, altura media, complexión delgada, unos setenta kilos. Vio cómo Nancy apretaba los labios y se dijo que ella también se había fijado. Estaba sentado a la mesa de la cocina con las manos esposadas tras la espalda, tembloroso, con los téjanos y la camiseta completamente tiesos por la sangre seca. «Así que este es el que lo hizo, de acuerdo -pensó-. Fíjate, va cubierto con la sangre de otro, como si acabara de salir de un rito tribal.»

La cocina era mona y estaba ordenada; había una caprichosa colección de botes con galletitas, diferentes pastas en tubos de plástico, manteles individuales con dibujos de globos aerostáticos, un mueble con piezas de cerámica floreadas. «Todo muy hogareño, muy gay», pensó Will. Se acercó a Luis hasta que tuvo que mirarle a los ojos.

– Señor Camacho, soy el agente especial Piper y esta es la agente especial Lipinski. Somos del FBI y tenemos que hacerle algunas preguntas.

– Ya le he dicho a la poli lo que he hecho -dijo Luis casi en un susurro.

Will imponía en los interrogatorios. Se valía de su aspecto de tipo duro para amenazar y acto seguido lo contrarrestaba con un tono tranquilizador y su dulce acento sureño. El sujeto nunca sabía con seguridad a qué o a quién se enfrentaba, y Will usaba eso como un arma.

– Eso está muy bien. Sin duda le hará las cosas más fáciles. Nosotros solo queremos ampliar un poco la investigación.

– ¿Se refiere a la postal que recibió John? ¿A eso se refiere con ampliar la investigación?