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– Creo que me confundes con el Papa.

– Venga ya. Leí en alguna parte que eres capaz de psicoanalizar a alguien en medio minuto.

– No necesito tanto tiempo para ver de qué vas tú, colega, pero, en serio, no te creas todo lo que lees.

Alex le dio un codazo a su chica.

– Hazme caso… quédate con su cara. Es un fenómeno.

Will estaba deseando cambiar de tema. Su carrera había dado un par de giros nada interesantes, y tampoco tenía ganas de rememorar las glorias del pasado.

– Supongo que a todos nos ha ido bien, teniendo en cuenta los bandazos que dimos cuando empezamos. Zeck es un pedazo de abogado mercantilista, Alex es catedrático de medicina… que Dios nos ayude, pero hablemos de Mark. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?

Antes de que a Mark le diera tiempo de mojarse los labios para responder, Alex ya se había lanzado a su antiguo papel de torturador del empollón.

– Sí, eso hay que oírlo. Seguramente Shackleton es uno de esos millonarios puntocom con jet privado y equipo de baloncesto. ¿Inventaste el teléfono móvil o algo por el estilo? Siempre estabas escribiendo cosas en aquella libreta que tenías, y siempre con la puerta de la habitación cerrada. ¿Qué hacías ahí dentro aparte de aprenderte de memoria los números del Playboy y de gastar cajas de Kleenex?

Will y Zeckendorf no pudieron reprimir una mueca de asco, porque por aquel tiempo parecía que el chaval no paraba de comprar Kleenex. Pero Will sintió inmediatamente una punzada de culpabilidad cuando Mark le atravesó con una mirada de «¿Tú también, Brutus?».

– Me dedico a la seguridad informática -susurró Mark hacia su plato-. Por desgracia, no soy millonario. -Entonces alzó la vista y añadió con optimismo-: Aparte de eso también escribo.

– ¿Trabajas para una empresa? -preguntó Will con educación, intentando redimirse.

– He trabajado para unas cuantas, pero ahora supongo que estoy como tú. Trabajo para el gobierno.

– ¿En serio? ¿Dónde?

– En Nevada.

– Vives en Las Vegas, ¿no? -intervino Zeckendorf.

Mark asintió, sin duda le decepcionaba que ninguno hubiera hecho caso a su comentario de que escribía.

– ¿En qué rama? -preguntó Will, y cuando vio que le respondía con una mirada muda, añadió-: Del gobierno.

La angulosa nuez de Mark se movió cuando tragó.

– Es un laboratorio. Es un asunto un tanto secreto.

– ¡Shack tiene un secreto! -gritó Alex alegremente-. ¡Dadle otra copa! ¡A ver si suelta la lengua!

Zackendorf parecía fascinado.

– Vamos, Mark, ¿no puedes contarnos de qué va?

– Lo siento.

Alex se apoyó en el respaldo de la silla… -Apuesto a que cierto personaje del FBI te sacaría en qué andas metido.

– No lo creo -replicó Mark con una pizca de suficiencia.

Zeckendorf no iba a dejarlo correr; se puso a pensar en voz alta:

– Nevada, Nevada… el único laboratorio secreto del que haya oído hablar en Nevada está en el desierto… en eso que llaman… ¿Área 51? -Estaba esperando una negativa, pero lo que vio fue una cara de póquer-. Dime que no trabajas en Área 51.

Mark dudó y luego dijo tímidamente:

– No puedo decírtelo.

– ¡Guau! -exclamó la modelo, impresionada-. ¿No es ahí donde estudian los ovnis y esas cosas?

Mark sonreía como la Mona Lisa, enigmáticamente.

– Si te lo dijera, tendría que matarte -dijo Will.

Mark sacudió la cabeza con fuerza, bajó la mirada y sus ojos perdieron cualquier atisbo de diversión. Cuando habló, Will pensó que el tono mordaz de su voz era inquietante.

– No; si te lo dijera, serían otros los que te matarían.

22 de mayo de 2009,

Staten Island, Nueva York

Consuela López estaba agotada y dolorida. Se encontraba en la popa del ferry de Staten Island, sentada donde siempre, cerca de la salida para poder desembarcar enseguida. Si perdía el autobús 51, que pasaba a las 22.45, tendría que esperar un buen rato en la estación de autobuses de St. George para tomar el siguiente. El motor diesel de nueve mil caballos transmitía vibraciones a su delgado cuerpo y le daba sueño, pero desconfiaba demasiado de sus compañeros de viaje como para cerrar los ojos y que le desapareciera el bolso.

Había apoyado su inflamado tobillo izquierdo en el banco de plástico, pero había puesto un periódico debajo del talón. Poner el zapato directamente sobre el asiento habría sido una grosería y una falta de respeto. Se había hecho un esguince en el tobillo al tropezar con el cable de la aspiradora. Limpiaba oficinas en la zona baja de Manhattan y ese era el final de una larga jornada y una larga semana. Que el accidente ocurriera el viernes era una bendición porque tenía el fin de semana para recuperarse. No podía permitirse el lujo de perder un día de trabajo, así que rezó para que el lunes ya se encontrara bien. Si el sábado por la noche todavía le dolía, el domingo por la mañana iría a misa temprano y le rogaría a la Virgen María que la ayudara a curarse pronto. También quería ver al padre Rochas para enseñarle la postal que había recibido y que disipase sus miedos.

Consuela era una mujer feúcha que apenas hablaba inglés, pero era joven y tenía un cuerpo bonito, así que siempre estaba en guardia cuando se le insinuaban. Unas pocas filas más adelante había un joven hispano con una sudadera gris que no paraba de mirarla, y aunque al principio se sintió incómoda, algo en sus blancos dientes y en sus despiertos ojos le llevó a responderle con una educada sonrisa. No hizo falta más. El chico se presentó y pasó los últimos diez minutos del trayecto sentado junto a ella y compadeciéndose de su lesión.

Cuando el ferry llegó a puerto, Consuela bajó cojeando, sin aceptar la ayuda que él le ofrecía. Fue tan atento como para seguirla unos pasos por detrás a pesar de que caminaba a paso de tortuga. Le ofreció llevarla a casa pero ella dijo que no; eso estaba fuera de lugar. Pero como el ferry se había retrasado unos minutos y ella avanzaba tan despacio, acabó perdiendo el autobús y reconsideró la oferta. Parecía un buen chico. Era divertido y respetuoso. Aceptó y, cuando él se fue al aparcamiento a por el coche, Consuela se santiguó.

Cuando se acercaban a la curva que daba a su casa, en Fingerboard Road, el humor del chico cambió y ella empezó a preocuparse. La preocupación se convirtió en miedo cuando él apretó el acelerador y pasó de largo su calle sin hacer caso de sus protestas. Siguió conduciendo en silencio por Bay Street hasta que giró bruscamente a la izquierda, hacia el parque Arthur von Briesen.

Al final de la oscura carretera, ella lloraba y él gritaba y agitaba una navaja automática. La obligó a salir del coche y la arrastró del brazo, amenazándola con hacerle daño si gritaba. Su dolorido tobillo ya no le importaba. Corría tirando de ella entre los matorrales en dirección al agua. Consuela se estremecía de dolor, pero tenía demasiado miedo para hacer ruido.

La colosal superestructura del puente Verrazano-Narrows se alzaba oscura ante ellos como una presencia maléfica. No había ni un alma a la vista. En un claro de la arboleda la tiró al suelo y le arrancó el bolso de las manos. Ella empezó a sollozar y él le dijo que se callara. Rebuscó entre sus pertenencias y se embolsó los pocos dólares que llevaba. Entonces encontró la postal que le habían enviado con el dibujo hecho a mano de un ataúd y la fecha: 22 de mayo de 2009. Miró la postal y sonrió como un sádico.

– ¿Piensa que yo le envié esto? -preguntó en español.

– No sé -dijo ella entre sollozos, sacudiendo la cabeza.

– Bueno, pues ahora le voy a enviar esto -dijo riendo y quitándose el cinturón.

10 de junio de 2009,

Nueva York

Will daba por sentado que ella no habría vuelto, y sus sospechas se confirmaron en cuanto abrió la puerta y dejó la maleta con ruedas y el maletín.