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– Exacto, nos interesa la postal.

Luis agitó la cabeza con desesperación y las lágrimas no tardaron en brotar.

– ¿Qué me va a pasar ahora?

Will pidió a uno de los policías que flanqueaban a Luis que le limpiara la cara con un pañuelo.

– Eso lo decidirá el jurado, pero si continúa cooperando en la investigación, creo que eso incidirá de manera positiva en el desenlace. Ya sé que ha hablado con estos policías, pero le agradecería que empezara por aclararnos su relación con el señor Pepperdine y luego nos dijera qué ha pasado hoy.

Le dejó que hablara libremente, ajustando la dirección de vez en cuando mientras Nancy tomaba sus notas. Se habían conocido en un bar en el año 2005. No era un bar de ambiente, pero se calaron enseguida y empezaron a salir, el temperamental asistente de vuelo puertorriqueño de Queens y el emocionalmente bloqueado propietario de la librería anglicana de City Island. John Pepperdine había heredado esa cómoda casa verde de sus padres y a lo largo de los años había vivido ahí con sus sucesivos novios. Con su cuarenta cumpleaños ya en el retrovisor, John les había dicho a sus amigos que Luis era su último gran amor, y había acertado.

Su relación había sido tempestuosa, con la infidelidad como tema recurrente. John exigía monogamia, y Luis era incapaz de ello. John le acusaba regularmente de que le ponía los cuernos, pero el trabajo de Luis, con sus constantes viajes a Las Vegas, le daba carta blanca. Luis había volado a casa esa misma noche, pero en vez de ir a City Island se había marchado a Manhattan con un hombre de negocios al que había conocido en el vuelo, le había invitado a comer en un sitio caro y luego se lo había llevado a su casa de Sutton Place. Luis había llegado a la cama de John a cuatro patas a las cuatro de la mañana y no se había despertado hasta la tarde siguiente. Tambaleándose por la resaca, había bajado la escalera para hacerse un café, esperando tener la casa para él solo.

Pero se encontró con que John no había ido a trabajar, se había quedado en casa y estaba acampado en el salón, emocionalmente destrozado, delirando casi, llorando por la ansiedad, despeinado y blanco como la cal. ¿Dónde había estado Luis? ¿Con quién se había ido? ¿Por qué no había contestado a las llamadas ni a los mensajes que le había enviado al móvil? ¿Por qué, entre todos los días, tenía que haber elegido precisamente el de ayer para dejarlo solo? Luis pasó de aquello y le preguntó por qué le daba tanta importancia. ¿Acaso un hombre no podía salir de trabajar y tomarse un par de copas con los amigos? Aquello era más que patético. «¿Crees que soy patético? -le había gritado John-. ¡Mira esto, hijo de puta!» Corrió hasta la cocina y volvió con una postal cogida entre los dedos. «Es una postal de las del Juicio Final, capullo, ¡con mi nombre y la fecha de hoy!»

Luis la miró y le dijo que seguramente era una broma macabra. Tal vez ese contable idiota al que John había despedido hacía poco estuviera intentando vengarse. Y en cualquier caso, ¿había llamado John a la policía? No, no lo había hecho. Estaba demasiado asustado. Discutieron sobre eso, le dieron vueltas y más vueltas, hasta que el tono petardo de «Oops, I Did it Again» del móvil de Luis empezó a sonar en la mesa de la entrada de la casa. John saltó entonces para cogerlo y gritó: «¿Quién coño es Phil?». La verdad es que era el tipo de Sutton Place, pero Luis intentó esconder la verdad de manera poco convincente.

Las emociones de John se habían puesto al rojo y, según Luis, el que normalmente era un tipo de maneras suaves perdió la cabeza: agarró un bate de béisbol de aluminio que había abandonado en la entrada de la casa hacía una década, tras romperse el talón de Aquiles en un partido de la liga de adultos de Pelham. John blandía el bate como si fuera una lanza, le empujaba los hombros con él y profería obscenidades. Luis le devolvió los gritos para poner las cosas en su sitio pero los golpes continuaron, Luis perdió su capacidad de control y de alguna manera el bate acabó en sus manos y la habitación comenzó a pintarse con el color de la sangre.

Will escuchaba con un malestar creciente porque aquella confesión tenía visos de ser auténtica. Pero no pensaba darle tan pronto la bula papal. Ya le habían engañado antes, y deseaba que también le estuvieran engañando ahora. No esperó a que Luis dejara de llorar para preguntarle de manera agresiva y sin previo aviso:

– ¿Mataste a David Swisher?

Luis alzó la vista con cara de sorpresa. Su instinto le hizo intentar mover las manos como protesta y sus muñecas se desollaron contra las esposas.

– ¡No!

– ¿Mataste a Elizabeth Kohler?

– ¡No!

– ¿Mataste a Marco Napolitano?

– ¡Basta! -Luis buscó auxilio en los ojos de Nancy-. Pero ¿de qué habla este tío?

A modo de respuesta Nancy continuó con la batería:

– ¿Mataste a Myles Drake?

Luis había dejado ya de llorar. Se sorbió los mocos y se quedó mirándola.

– ¿Mataste a Milos Covic? -preguntó Nancy.

Y después Wilclass="underline"

– ¿A Consuela López?

Y luego Nancy:

– ¿A Ida Santiago?

Y otra vez Wilclass="underline"

– ¿A Lucius Robertson?

El capitán Murphy, impresionado con la metralla, sonrió.

Luis sacudió la cabeza enérgicamente.

– ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¿Están locos? Ya les he dicho que maté a John en defensa propia, pero no he matado a ninguno de esos. ¿Creen que soy el asesino del Juicio Final? ¿Eso piensan? ¡Por favor! ¡Esto es absurdo!

– Muy bien, Luis, te escucho. Tranquilo. ¿Quieres un poco de agua? -preguntó Will-. Bueno, ¿cuánto tiempo llevas haciendo la ruta Nueva York-Las Vegas?

– Casi cuatro años.

– ¿Llevas algún tipo de diario donde anotes los vuelos?

– Sí, tengo un libro. Está arriba, en el ropero.

Nancy salió por la puerta apresuradamente.

– ¿Alguna vez has mandado postales desde Las Vegas? -preguntó Will.

– ¡No!

– Te he oído decir alto y claro que tú no asesinaste a esas personas, pero dime, Luis, ¿conocías a alguna de ellas?

– ¡Pues claro que no!

– ¿Eso incluye a Consuela López y a Ida Santiago?

– ¿Qué? ¿Tendría que conocerlas porque son latinas? ¿Es usted tonto o qué? ¿Sabe cuántos hispanos hay en Nueva York? Will no desaceleró.

– ¿Alguna vez has vivido en Staten Island?

– No.

– ¿Alguna vez has trabajado allí?

– No.

– ¿Tienes allí algún amigo?

– No.

– ¿Has estado allí en alguna ocasión?

– Puede que una vez, en un paseo en ferry.

– ¿Cuándo fue eso?

– Cuando era pequeño.

– ¿Qué coche conduces?

– Un Civic.

– ¿El coche blanco que hay en la entrada?

– Sí.

– ¿Alguno de tus amigos o familiares tiene un coche azul?

– No, hombre, no creo.

– ¿Tienes unas zapatillas deportivas marca Rebook DMX 10?

– ¿Tengo pinta de llevar zapatillas de negrata adolescente?

– ¿Alguna vez te han pedido que mandes alguna postal desde Las Vegas?

– ¡No!

– Admites haber matado a John Pepperdine.

– En defensa propia.

– ¿Es la primera vez que matas a alguien?

– ¡Sí!

– ¿Sabes quién mató a las otras víctimas?

– ¡No!

Interrumpió de repente el interrogatorio, salió a buscar a Nancy y la encontró en el rellano de la escalera. Tenía un mal presentimiento y la mueca de disgusto de Nancy confirmó sus temores. Llevaba puestos unos guantes de látex y estaba hojeando una agenda del año 2008 de color negro.

– ¿Problemas? -preguntó Will.

– Si este diario no es falso, tenemos grandes problemas. Salvo hoy, cuando se llevaron a cabo los otros asesinatos, él estaba en Las Vegas o en tránsito. No puedo creerlo, Will. No sé qué decir.

– Di mierda. Eso es lo que tienes que decir. -Se apoyó hastiado contra la pared-. Porque este caso es una mierda descomunal.