– Podría haber falseado el diario.
– Comprobaremos los registros con la compañía, pero sabes tan bien como yo que este tío no es el asesino del Juicio Final.
– Bueno, está claro que mató a la víctima número nueve.
Will asintió.
– Muy bien, socia. Te diré lo que vamos a hacer. Nancy dejó el diario de Luis y abrió su libreta para tomar nota de las instrucciones.
– Tú no bebes, ¿verdad?
– Pues no.
– Vale, considéralo como una misión. Dentro de unos cinco minutos ficharemos y daremos por terminada la jornada. Tu misión es llevarme a un bar, hablar conmigo mientras yo me emborracho y luego llevarme a casa. ¿Harás eso por mí?
Nancy lo miró con desaprobación.
– Si es eso lo que quieres…
Bebía tan rápido que tenía a la camarera volando continuamente entre el reservado y la barra. Nancy lo observaba traspasar las barreras de la sobriedad mientras sorbía de mala gana un ginger ale light con una pajita. Su mesa del Harbor Restaurant miraba a la bahía, y a medida que el sol se iba poniendo, las tranquilas aguas se volvían más negras. Will se había fijado en el restaurante antes de que salieran de la isla y había musitado: «Ese sitio tiene pinta de tener un bar».
No estaba tan borracho como para no darse cuenta de que Nancy se sentía incómoda por estar tomando una copa con su superior, un tipo que casualmente tenía fama de ser el borrachuzo y canalla de la oficina. Se sentía de lo más incómoda.
Como ella no hablaba, Will se entretenía jugando a la esponja humana. Seguramente Nancy sentía que actuaba como una cómplice ayudándole a lubricarse la garganta tan rápido como le fuera posible.
Y seguramente estaba enamorándose de él. Lo veía en sus ojos, especialmente a primera hora de la mañana, cuando entraba en su despacho. La mayoría de las mujeres acababan cayendo. No era fanfarronería, simplemente era un hecho.
En ese preciso momento seguramente ella le odiaba por quién era y al mismo tiempo le deseaba. Ese era el efecto que tenía sobre las mujeres.
A la luz de aquella lamparita de queroseno, el cuerpo de Will se comprimía y se ablandaba como un molde de barro sin cocer dejado al sol en la calle en un día abrasador. La cara abatida, los hombros caídos, todo él desplomado en el reluciente asiento de vinilo.
– Se supone que tienes que hablar conmigo -farfulló-. Lo único que haces es estar ahí sentada y mirarme.
– ¿Quieres que hablemos del caso?
– No, joder, cualquier cosa menos eso.
– Entonces, ¿de qué?
– ¿De béisbol? -sugirió-. ¿Eres de los Mets o de losYankees?
– La verdad es que no sigo los deportes.
– Ah, vaya…
– Lo siento.
Nancy observó las luces de una lancha motora avanzando a velocidad progresiva hasta que la perdió de vista. Will tenía la cabeza gacha. Jugaba con los cubitos de hielo, los hacía girar con el dedo como un remolino, y cuando tuvo el vaso vacío, agitó burdamente su dedo mojado hacia la joven camarera.
Entrecerró los ojos para enfocar los rasgos borrosos de Nancy.
– No tienes ganas de estar aquí, ¿verdad?
Will golpeó la mesa demasiado fuerte con la palma de la mano y Nancy dio un bote y las decorosas cabezas de alrededor se giraron.
– Me gusta tu sinceridad. -Cogió un puñado de frutos secos y se los comió, luego se quitó la sal de sus grasientas manos-. La mayoría de las mujeres no se sinceran conmigo hasta que ya es demasiado tarde. -Dio un bufido como si hubiera dicho algo gracioso-.Vale, socia, dime qué estarías haciendo ahora si no estuvieras de niñera conmigo.
– No sé, ayudando a preparar la cena, leyendo, escuchando música. -Se disculpó-: No soy una persona apasionante, Will.
– ¿Leyendo qué?
– Me gustan las biografías. Novelas.
Will fingió interés.
– Yo antes leía un montón. Ahora casi que lo único que hago es ver la televisión y beber. ¿Quieres saber qué hace eso de mí?
Nancy no quería.
– ¡Un hombre! -graznó Will-. Un maldito Homo sapiens varón del siglo XXI.
Engulló otros pocos frutos secos, se cruzó de brazos de manera desafiante y estiró los labios hasta conseguir una sonrisa estúpida.
Por la expresión gélida de Nancy se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos, pero no le importaba.
Se estaba poniendo hasta las cejas y lo estaba pasando bien; si a Nancy no le gustaba, peor para ella. La camarera llevaba un pequeño crucifijo de oro que osciló y golpeó sobre su profundo escote cuando le sirvió otro whisky. Will la miró con lascivia.
– Eh, ¿quieres venir a casa conmigo a beber y ver la tele?
Nancy ya había tenido suficiente.
– Lo siento, tráenos la nota -dijo mientras la camarera huía-.Will, nos vamos -anunció con voz severa-. Es hora de que vayas a casa.
– ¿Y no es eso lo que acabo de sugerir? -dijo arrastrando las sílabas.
En su chaqueta sonó el Himno a la alegría. Tanteó hasta que consiguió sacar el teléfono del bolsillo. Al ver quién llamaba, hizo una mueca.
– Mierda. No creo que sea buen momento para hablar. -Se lo pasó a Nancy-. Es Helen Swisher -susurró, como si la persona que llamaba ya estuviera a la escucha.
Nancy le dio al botón de aceptar la llamada.
– Hola, este es el teléfono de Will Piper.
Will salió del reservado y se dirigió al servicio de hombres. Cuando volvió, Nancy ya había pagado y estaba esperándole junto a la mesa. Había decidido que Will no iba tan pasado como para no poder escuchar las noticias.
– Helen Swisher ha conseguido la lista de clientes del banco de David. Al final, parece ser que tenía una conexión en Las Vegas.
– ¿Sí?
– En 2003 hizo una financiación para una compañía de Nevada llamada Desert Life Insurance. Su cliente era el director general, un hombre llamado Nelson Elder.
Will parecía un hombre intentando mantenerse de pie en la cubierta de un barco sacudido por la tormenta. Se balanceó sin control y declaró en voz muy alta:
– Vale, muy bien. Pues voy a salir ahí fuera, voy a hablar con Nelson Elder y voy a encontrar a ese maldito asesino. ¿Qué te parece el plan?
– Dame las llaves del coche -dijo.
La ira de Nancy rasgó su borrachera.
– No te enfades conmigo -rogó-. ¡Soy tu socio!
Cuando salieron al aparcamiento, las cálidas ráfagas de viento salado y el punzante aroma de la marea baja llenaron sus sentidos. Lo normal habría sido que eso dejara a Nancy con un aire soñador y despreocupado, pero al oír a Will arrastrando los pies detrás de ella, tambaleándose y hablando entre dientes como si fuera el monstruo de Frankenstein, le pareció que estaba en un cuarto oscuro.
– Vamos a Las Vegas, nena, vamos a Las Vegas.
17 de septiembre de 782,
Vectis, Britania
Estaban en la época de la cosecha, probablemente la estación favorita de Josephus, días cálidos y apacibles, noches frescas y agradables, el aire cargado del olor del trigo recién segado, la cebada y las manzanas frescas. Daba las gracias por los generosos progresos de los campos que rodeaban los muros de la abadía. Los hermanos podrían incrementar las diezmadas reservas del granero y llenar los barriles de roble, con cerveza nueva. Aborrecía la glotonería, pero racionar la cerveza, algo que ocurría de manera inevitable hacia mediados de verano, le daba mucha rabia.
Hacía ya tres años que habían terminado de cubrir con piedra la estructura de madera de la iglesia. Su cuadrada y esbelta torre era lo suficientemente alta para que los botes y los barcos que se acercaban a la isla la usaran como guía en la navegación. En el presbiterio cuadrado del lado oriental, unas ventanas triangulares iluminaban bellamente el santuario durante los oficios del día. La nave era lo bastante larga no solo para la comunidad presente, sino que en el futuro el monasterio podría acomodar a un número mayor de siervos de Cristo. Josephus pedía perdón y hacía penitencia a menudo por el orgullo que bullía en su pecho por el papel que había desempeñado en su construcción. Ciertamente sus conocimientos del mundo eran limitados, pero imaginaba que la iglesia de Vectis estaría entre las grandes catedrales de la cristiandad.