Últimamente los picapedreros habían trabajado mucho para terminar la nueva casa capitular. Josephus y Oswyn habían decidido que lo siguiente sería el scriptorium y que tendrían que ampliar bastante la estructura. Las biblias y los libros de reglas que elaboraban, las Epístolas de San Pedro ilustradas y escritas con tinta de oro, eran muy apreciados, y Josephus había oído que algunas copias atravesaban los mares para llegar hasta Irlanda, Italia y Francia.
Estaban ya a media mañana, se acercaba la hora tercia y Josephus se disponía a ir del lavatorium al refectorio a por un trozo de pan de centeno, una pata de cordero, algo de sal y una buena jarra de cerveza. El estómago le rugía solo de pensarlo, pues Oswyn había impuesto una sola comida diaria para fortalecer el espíritu de su congregación mediante la debilitación de los deseos de la carne. Tras un período prolongado de meditación y ayuno personal, que el frágil abad difícilmente podía permitirse, Oswyn compartió su revelación con la comunidad, la cual se había reunido diligentemente en asamblea en la casa capitular. «Así como debemos alimentarnos a diario, debemos ayunar a diario -había declarado-.Tenemos que complacer al cuerpo de una manera más pobre y moderada.»
Y así fue como se quedaron todos más delgados.
Josephus oyó que alguien le llamaba. Guthlac, un hombre enorme y rudo que había sido soldado antes de entrar en el monasterio, se acercaba a él corriendo; sus sandalias golpeteaban en el suelo.
– Prior -dijo-. Ubertus, el picapedrero, está en la entrada. Quiere hablar con usted cuanto antes.
– Voy camino del refectorio, a cenar -objetó Josephus-. ¿Te parece que no puede esperar?
– Dijo que era urgente -respondió Guthlac, marchándose de allí a toda prisa.
– ¿Y adónde vas tú? -gritó Josephus.
– Al refectorio, prior. A cenar.
Ubertus estaba junto a la verja, cerca de la entrada al hospicio, la casa de hospedaje para los visitantes y viajeros, una construcción baja de madera con una simple hilera de catres. Estaba como clavado al suelo, sus pies no se movían. En la distancia, a Josephus le pareció que estaba solo, pero cuando se acercó vio que tras el picapedrero había un niño, un par de piernecitas entre los dos troncos que Ubertus tenía por piernas.
– ¿En qué puedo ayudarte Ubertus? -preguntó Josephus.
– He traído al niño.
Josephus no comprendía qué quería decir con eso.
Ubertus echó la mano hacia atrás y tiró del chico. El crío iba descalzo, era pequeño, tenía el pelo anaranjado y estaba como un palillo. Llevaba una camisa sucia toda harapos que le dejaba al descubierto las costillas y el pecho abombado. Los pantalones le quedaban demasiado largos, una herencia para la que aún no había crecido lo suficiente. Tenía una piel bonita, blanca como la leche, ojos verdes como piedras preciosas, y un delicado rostro tan inmóvil como los bloques de piedra de su padre. Apretaba fuerte sus rosados labios, ahora pálidos, y el esfuerzo le arrugaba la barbilla.
Josephus había oído hablar del chico, pero nunca lo había visto. Su imagen lo turbó. Tenía como un aura de locura, daba la sensación de que su corta vida no había sido bendecida por el calor divino. Su nombre, Octavus, el octavo, le había sido impuesto por Ubertus la noche de su nacimiento. Al contrario que su hermano gemelo, una abominación que estaba mejor muerta que viva, su vida sería felizmente ordinaria, ¿o no? Al fin y al cabo, el octavo hijo de un séptimo hijo es simplemente un hijo más, aunque naciera el séptimo día del séptimo mes del año 777 después del nacimiento de Cristo Nuestro Señor. Ubertus rezaba por que el chico se convirtiera en alguien fuerte y productivo, un picapedrero como su padre y sus hermanos.
– ¿Por qué le has traído?
– Quiero que lo acoja.
– ¿Y por qué iba a acogerlo?
– Yo no puedo quedármelo más tiempo.
– Pero tienes hijas que pueden cuidarlo. Tienes comida en tu mesa.
– Necesita a Cristo. Y Cristo está aquí.
– Cristo está en todas partes.
– En ningún sitio es tan fuerte como aquí, prior.
El chico se puso de rodillas y empezó a escarbar entre la suciedad con un dedo huesudo. Comenzó a mover el dedo en círculos e hizo un dibujo en el suelo, pero su padre estiró la mano y le tiró de los pelos para levantarlo. El muchacho se estremeció, pero no emitió sonido alguno a pesar de la ferocidad del tirón.
– El chico necesita a Cristo -insistió su padre-. Mi deseo es que se entregue a la vida religiosa.
Josephus había oído decir que el chico era raro, mudo, absorto en su mundo, sin ningún interés por sus hermanos y hermanas ni por otros niños del pueblo. Lo había criado pobremente una nodriza, e incluso ahora, con cinco años, comía muy poco y sin apetito. En su interior, a Josephus no le sorprendía cómo había salido el crío. Después de todo, había presenciado con sus propios ojos la extraordinaria llegada del chico al mundo.
La abadía acogía a niños con regularidad, aunque no era una práctica que alentaran, pues obligaba a estirar los recursos y distraía a las hermanas de sus otras tareas. La gente del pueblo tenía cierta tendencia a dejar ante sus puertas a los niños que tenían malformaciones físicas o mentales. Si la hermana Magdalena pudiera decidir, les negaría la entrada a todos, pero Josephus tenía debilidad por las criaturas de Dios más desafortunadas.
Aun así, ese era inquietante.
– Chico, ¿sabes hablar?
Octavus no contestó; miraba el dibujo que había hecho en la tierra.
– No sabe hablar -dijo Ubertus.
Josephus le tomó de la barbilla con ternura y le levantó la cara.
– ¿Tienes hambre?
Los oscuros ojos del niño se movieron de un lado a otro.
– ¿Conoces a Cristo, tu salvador?
Josephus no detectó ningún destello de reconocimiento. El pálido rostro de Octavus era una tabula rasa, una blanca lápida en la que no había nada escrito.
– ¿Lo acogerá, prior? -imploró el padre.
Josephus soltó la barbilla del chico y el zagal se tiró al suelo para seguir haciendo dibujos en la tierra con su sucio dedo.
Las lágrimas recorrían el cincelado rostro de Ubertus.
– Por favor, se lo suplico.
La hermana Magdalena era una mujer severa que nadie recordaba haber visto sonreír, ni siquiera cuando tocaba el salterio y producía una música celestial. Estaba ya en su quinta década de vida y había vivido la mitad de ella entre los muros de la abadía. Bajo su velo había un montón de trenzas grises, y bajo el hábito, un robusto cuerpo virgen tan impenetrable como una cascara de nuez. No era una mujer sin ambiciones, tenía plena conciencia de que en la Orden de San Benito una mujer podía ascender hasta la posición de abadesa si el obispo así lo disponía. Siendo la hermana mayor de Vectis, eso no quedaba descartado, pero Aetia, el obispo de Dorchester, apenas había reparado en su presencia durante las visitas que les había hecho en Semana Santa y Navidad. Magdalena tenía la certeza de que sus meditaciones acerca de cómo ella podría llevar mejor la abadía no eran pura vanagloria sino el deseo de hacer del monasterio un lugar más puro y eficiente.
A menudo se acercaba a Oswyn para informarle de sus sospechas de despilfarro, exceso o incluso fornicación, y él la escuchaba con paciencia, suspirando, y más tarde trataba el tema con Josephus. Oswyn renqueaba debido a su dolencia en la columna vertebral, y los dolores eran un problema constante. Las quejas de Magdalena sobre el gasto de cerveza o las miradas lujuriosas que imaginaba que dirigían a las vírgenes a su cargo solo aportaban más desasosiego al abad. Contaba con Josephus para que se ocupara de estos temas mundanos y así él poder centrarse en servir a Dios y honrarlo terminando la construcción de la abadía en el tiempo que le quedaba de vida.