Era sabido que Magdalena no sentía amor por los niños. Los detalles escabrosos de su concepción la turbaban pero al mismo tiempo los veía necesarios. Despreciaba a Josephus por darles acogida en Vectis, particularmente a los más pequeños e inválidos. Tenía a nueve niños de menos de diez años bajo su tutela y le parecía que la mayoría de ellos no hacían lo suficiente para ganarse el sustento. Exigía a las hermanas que los pusieran a trabajar duro, que acarrearan agua y leña, que lavaran los platos y los cacharros de la cocina, que rellenaran los jergones con paja fresca para combatir los piojos. Cuando fueran mayores, ya tendrían tiempo para el estudio religioso, pero hasta que sus mentes estuvieran atemperadas por el esfuerzo solo los consideraba buenos para el trabajo duro.
Octavus, el último error de Josephus, la puso hecha una furia.
El crío era incapaz de seguir las órdenes más básicas. Se negaba a vaciar un cacharro, a arrojar un leño en el fuego de la cocina. No se iba a la cama hasta que le arrastraban hasta ella ni se levantaba con los otros niños si no tiraban de él. Los otros niños se reían de él y le insultaban. Al principio Magdalena pensó que era terco, así que le golpeaba con palos, pero con el tiempo se cansó del castigo corporal, pues no tenía ningún efecto, no le arrancaba un lloro ni un quejido satisfactorios. Y cuando había terminado con él, el chico siempre recuperaba el palo del montón de leña y lo usaba para hacer sus dibujos en el sucio suelo de la cocina.
Ahora que el otoño estaba a punto de convertirse en invierno, Magdalena ya no prestaba ninguna atención al chico, lo dejaba a su aire. Por fortuna, comía como un pajarito y no influía en las reservas del monasterio.
Una fría mañana de diciembre, Josephus abandonaba el scriptorium para acudir a misa. La primera tormenta invernal había sacudido la isla durante toda la noche y había dejado una capa de nieve tan brillante a la luz del sol que le picaban los ojos. Se frotó las manos para calentarse y ascendió por el camino rápidamente; los dedos empezaban a entumecérsele.
Octavus estaba de cuclillas junto al camino, descalzo y desabrigado. Josephus lo veía con frecuencia por los terrenos de la abadía. Normalmente se detenía, le tocaba el hombro, recitaba una fugaz oración para pedir que cualquier enfermedad que tuviera se curase y volvía a sus asuntos. Pero ese día temió que el crío se congelara si lo dejaba allí. Miró alrededor en busca de alguna de las hermanas, pero no vio a ninguna.
– ¡Octavus! -gritó Josephus-. ¡Ven adentro! ¡No debes andar por la nieve sin zapatos!
El chico tenía un palo en la mano y estaba haciendo dibujos, como de costumbre, pero esta vez había como una pizca de excitación en su blanco y delicado rostro. La nevada había creado una vasta superficie limpia en la que podía rascar.
Josephus se detuvo junto a él y estaba a punto de cogerlo en brazos cuando se paró en seco y tomó aliento.
¡Eso no podía ser posible!
Josephus se protegió los ojos del intenso resplandor y confirmó sus temores.
Se apresuró a volver al scriptorium y al poco regresó con Paulinus, arrastrándolo decididamente por la manga a pesar de las protestas del delgado religioso.
– ¿Qué pasa, Josephus? -gritó Paulinus-. ¿Por qué no me dices qué ocurre?
– ¡Mira! -contestó Josephus-. Dime qué ves. Octavus seguía con sus labores en la nieve. Los dos hombres se inclinaron y estudiaron sus dibujos.
– ¡No puede ser! -susurró Paulinus.
– Pero lo es -contrapuso Josephus.
Había letras en la nieve, unas letras inconfundibles.
S-I-G-B -E-R-T-O-F- T-I-S
– ¿Sigbert of Tis?
– Aún no ha acabado -dijo Josephus con nerviosismo-. Mira: Sigbert of Tisbury.
– ¿Cómo es posible que este niño escriba? -preguntó Paulinus. El monje estaba más blanco que la nieve y tenía demasiado miedo para tiritar.
– No lo sé -dijo Josephus-. En el pueblo no hay nadie que sepa leer ni escribir. Y desde luego las hermanas no le han enseñado. A decir verdad, le consideran un retrasado.
El chico siguió a lo suyo con el palito.
18 12 782 Natus
Paulinus se santiguó.
– ¡Dios mío, si también escribe números! El día 18 del mes duodécimo del año 782. ¡Eso es hoy!
– Natus -susurró Joseph-. Nacido.
Paulinus pisoteó todo lo que había escrito en la nieve, borró números y letras.
– ¡Coge al chico!
Esperaron a que los monjes se fueran a misa y abandonaran el scriptorium para sentar al chico sobre una de las mesas de copiado. Paulinus le puso una hoja de papel vitela delante y le entregó una pluma.
Octavus se puso inmediatamente a mover la pluma por el pergamino; no parecía inquietarle en absoluto que lo que hacía no fuera visible.
– ¡No! -exclamó Paulinus-. ¡Espera! Mírame. -Mojó la pluma en la tinta que había en un bote de cerámica y volvió a dársela.
El chico continuó arañando el papel, pero esta vez sus esfuerzos eran visibles. Pareció percatarse de las apretadas letras negras que iba formando, y de lo más profundo de su garganta salió un ruido gutural. Era el primer sonido que emitía en su vida.
Cedric of York 18 12 782 Mors
– De nuevo la fecha de hoy -murmuró Paulinus-. Pero esta vez ha escrito «Mors». Muerte.
– Seguro que es brujería -se lamentó Josephus, retrocediendo hasta que su cadera dio con otra de las mesas de copista.
La pluma se quedó sin tinta, así que Paulinus tomó la mano del chico e hizo que fuera él mismo quien la mojara. Impertérrito, Octavus comenzó a escribir de nuevo, pero esta vez empezó con un garabato.
פּ פּ 18 12 782 Natus
Los dos hombres agitaron la cabeza, confundidos.
– No son letras normales -dijo Paulinus-, pero la fecha está ahí de nuevo.
Josephus se recobró de repente y se dio cuenta de que iban a llegar tarde a misa, un pecado inexcusable.
– Esconde los pergaminos y la tinta y deja al chico en la esquina. Vamos, Paulinus, corramos hasta el santuario. Rezaremos a Dios para que nos ayude a entender lo que hemos visto y nos purifique del mal.
Aquella noche Josephus y Paulinus se encontraron en el frescor de la cervecería y encendieron un cirio para alumbrarse.
Josephus necesitaba tomarse una cerveza para calmar los nervios y aposentar el estómago, y Paulinus estaba dispuesto a poner a su viejo amigo de buen humor. Se sentaron en un par de taburetes, el uno frente al otro, con las rodillas casi tocándose.
Josephus se consideraba a sí mismo un hombre simple que solo comprendía el amor de Dios y las reglas de san Benito de Nursia que todos los siervos de Dios estaban obligados a seguir. No obstante, tenía a Paulinus por un agudo pensador y un instruido erudito que había leído muchos textos relativos a los cielos y la tierra. Si alguien podía explicar lo que habían visto antes, ese era Paulinus.
Pero Paulinus se mostraba reacio a ofrecer una explicación. Lo que hizo fue proponerle una misión, y los dos hombres se pusieron a planear cómo llevarla a cabo. Acordaron mantener en secreto lo que sabían del chico, ¿qué ganarían alterando a la comunidad antes de que Paulinus pudiera descifrar la verdad?
Cuando Josephus apuró su cerveza, Paulinus cogió el cirio y antes de apagarlo le explicó a Josephus lo que pensaba.
– Sabes que no hay nada que añadir en el caso de gemelos; el séptimo hijo nacido de una mujer es, necesariamente, el séptimo hijo que Dios ha concebido.