Ubertus atravesaba por los campos de Wessex en la misión que le había encomendado el prior Josephus. Sentía que no era el siervo adecuado para la tarea, pero estaba en deuda con Josephus y no podía negarse.
El pesado y sudoroso animal que tenía entre las piernas calentaba su cuerpo en aquel frío día de mediados de diciembre. No era un buen jinete. El picapedrero estaba acostumbrado a bajar despacio en un carro tirado por bueyes. Se agarraba a las riendas con fuerza, presionaba las rodillas contra la panza de la bestia y se mantenía sentado como podía. El caballo era un animal sano de los que el monasterio guardaba en los establos, tierra adentro, precisamente para este tipo de propósitos. Un barquero había llevado a Ubertus desde la playa de guijarros de Vectis hasta la costa de Wessex. Josephus le había instruido para que se diera prisa y volviera en dos días, y eso significaba que el caballo debía avanzar a medio galope.
A medida que el día vestía el cielo, su color se tornaba gris pizarra, similar a los rocosos acantilados de la costa. Cabalgaba al paso, atravesando helados campos en barbecho con muretes de piedra y pequeñas aldeas muy parecidas a aquella de la que él provenía. De vez en cuando se cruzaba con grises campesinos que caminaban penosamente o iban a lomos de apáticas mulas. Tenía en mente a los ladrones, pero a decir verdad sus únicas posesiones valiosas eran el propio caballo y las pocas monedillas que Josephus le había dado para el viaje.
Llegó aTisbury justo antes de que se pusiera el sol. Era esta una ciudad próspera, había varias casas de madera muy grandes y una multitud de cuidadas casitas alineadas a lo largo de una calle ancha. En un pasto, las ovejas se apiñaban en la penumbra. Cabalgó hasta pasar de largo una pequeña iglesia de madera, una estructura solitaria al final del pastizal que se erguía oscura y fría. Junto a ella había un pequeño camposanto en el que acababan de enterrar a alguien. Se santiguó rápidamente. El aire se llenaba con el humo de los hogares, y el delicioso olor de las brasas y la carne chamuscada distrajo a Ubertus del túmulo funerario.
Había sido día de mercado, y en la plaza todavía había algunos carros y puestos con productos que seguían allí porque sus propietarios estaban en la taberna bebiendo y jugando a los dados. Ubertus se bajó del caballo en la puerta de la taberna. Un chico lo vio y se ofreció para ocuparse del caballo. Por una moneda, el chico se llevó al animal para darle un cubo de avena y agua.
Cuando Ubertus entró en la atestada y cálida taberna, sus sentidos se vieron asaltados por el olor a cerveza agria, sudor y orina. Se quedó junto al llameante fuego de leña, reanimó sus entumecidas manos y gritó con su marcado acento italiano que le trajeran una jarra de vino. Como se trataba de una ciudad con mercado, los hombres de Tisbury estaban acostumbrados a los forasteros y lo recibieron con una curiosidad alegre. Un grupo de hombres lo llamaron para que se sentara con ellos y pronto entablaron una animada conversación acerca de su lugar de procedencia y los motivos de su visita.
Ubertus necesitó menos de una hora para vaciar tres jarras de vino en su gaznate y obtener la información que le habían encomendado.
La hermana Magdalena siempre caminaba por los terrenos de la abadía a un ritmo determinado, ni demasiado lento, pues eso sería una pérdida de tiempo, ni demasiado rápido, pues daría la impresión de que había cosas terrenales más importantes que la contemplación del Señor.
Pero en ese momento corría, y apretaba algo en su mano.
Unos cuantos días de aire cálido habían adelgazado la capa de nieve, los caminos estaban bien pisoteados y ya no resbalaban.
En el scriptorium, Josephus y Paulinus estaban sentados en silencio. Les habían dicho a los copistas que se fueran para así poder quedarse a solas con Ubertus, que había regresado de su misión cansado y helado de frío.
Ubertus ya no se encontraba allí pues le habían mandado de vuelta al pueblo con la bendición y un adusto agradecimiento.
Su informe había sido simple y aleccionador.
El decimoctavo día de diciembre, tres días antes, en la ciudad de Tisbury había nacido un niño, hijo de Wuffa, el curtidor, y Eanfled, su esposa.
El nombre del niño era Sigbert.
A pesar de que ninguno de los dos quería admitirlo abiertamente, la noticia les había dejado atónitos. Casi esperaban oír algo así. Pocas cosas podía haber más fantásticas que el hecho de que un niño mudo nacido de una madre muerta pudiera escribir nombres y fechas sin que le hubieran enseñado. Cuando Ubertus se fue Paulinus le dijo a Josephus: -El chico era el séptimo hijo, de eso no cabe duda. Tiene un profundo poder.
– ¿Para el bien o para el mal? -preguntó Josephus temblando.
Paulinus miró a su amigo y frunció los labios, pero no le contestó.
La hermana Magdalena irrumpió en el scriptorium sin previo aviso.
– El hermano Otto me ha dicho que estaban aquí -dijo respirando pesadamente y cerrando la puerta tras de sí.
Josephus y Paulinus intercambiaron miradas conspiradoras.
– Y aquí estamos, hermana -dijo Josephus-. ¿Hay algo que te preocupe?
– ¡Esto! -Mostró su mano. Sostenía un pergamino enrollado-. Una de las hermanas ha encontrado esto en el dormitorio de los niños, bajo la cama de Octavus. Lo ha robado del scriptorium, no me cabe la menor duda. ¿Pueden confirmarlo?
Josephus desenrolló el pergamino y lo inspeccionó con Paulinus.
Kal ba Lakna 21 12 782 Natus
Flavius de Napoli 21 12 782 Natus
CNMEOH 21 12 782 Natus
كק 21 12 782 Mors
Juan de Madrid 21 12 782 Natus
Josephus miró la primera página desde el principio. Estaba escrito en los apretados garabatos de Octavus.
– Esta está en hebreo, reconozco la escritura -susurró Paulinus apuntando a una de las entradas-. La de encima no sé de dónde es.
– ¿Entonces? -reclamó la hermana-, ¿pueden confirmarme que el chico ha robado esto?
– Por favor, hermana, siéntese -suspiró Josephus.
– No es mi deseo sentarme, prior; mi deseo es saber la verdad, y después mi deseo será castigar severamente al chico.
– Le ruego que se siente.
Se sentó a regañadientes en uno de los pupitres de los copistas.
– El pergamino fue sin duda robado -comenzó Josephus.
– ¡Niño del demonio! Pero ¿qué es este texto? Parece un listado extraño.
– Son nombres -dijo Josephus.
– En más de un idioma -añadió Paulinus.
– ¿Con qué propósito se ha escrito, y por qué se incluye a Oswyn entre ellos? -preguntó la hermana con desconfianza.
– ¿Oswyn? -inquirió Josephus.
– ¡En la segunda página, en la segunda! -dijo ella.
Josephus miró la segunda página:
Oswyn de Vectis 21 12 782 Mors
El rostro de Josephus palideció.
– ¡Dios mío!
Paulinus se levantó y se giró para ocultar su expresión de alarma.
– ¿Qué hermano ha escrito esto? -quiso saber Magdalena.
– Ninguno, hermana -dijo Josephus.
– Entonces, ¿quién?
– El chico, Octavus.
Josephus perdió la cuenta de las veces que la hermana Magdalena se santiguó a medida que Paulinus y él le contaban lo que sabían de la milagrosa habilidad de Octavus. Por último, cuando ya habían terminado y estuvo todo dicho, los tres intercambiaron miradas nerviosas.
– Esto no puede ser más que obra del demonio -dijo Magdalena rompiendo el silencio.
– Hay otra explicación posible -dijo Paulinus.
– ¿Y cuál es? -preguntó la hermana.
– Que sea obra del Señor. -Paulinus escogió sus palabras cuidadosamente-. No puede haber duda en cuanto a que el Señor elige cuándo traer un niño a este mundo y cuándo acoger un alma en su seno. Dios todo lo sabe. Sabe cuando un simple hombre le dirige sus plegarias, sabe cuando un gorrión cae del cielo. Este chico, que es diferente a todos los demás en su venida al mundo y en su semblante, ¿cómo podemos saber que no es un recipiente del Señor para registrar las idas y venidas de las criaturas de Dios?