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– ¡Pero podría ser el séptimo hijo de un séptimo hijo!

– Sí, estamos al tanto de las creencias en cuanto a eso. Pero ¿quién ha conocido a un hombre que reúna tales condiciones? ¿Y quién ha podido conocer a alguien que haya nacido el séptimo día del séptimo mes del año 777? No podemos dar por hecho que sus poderes tienen un fin diabólico.

– Yo, por ejemplo, no veo una consecuencia diabólica de los poderes del chico -dijo Josephus con optimismo.

Magdalena pasó del miedo a la ira.

– Si lo que dicen es cierto, sabemos que nuestro querido abad morirá hoy. Ruego al Señor que esto no suceda. ¿Cómo pueden decir que esto no es obra del maligno? -Se levantó y les arrebató las hojas de pergamino-. No voy a tener secretos con el abad. Tiene que escuchar esto, y será él y solo él quien decida acerca del futuro del muchacho.

Parecía resuelta, y ni Paulinus ni Josephus quisieron disuadir a la hermana Magdalena para que desistiera de sus actos.

Tras la nona, la oración de las tres de la tarde, se acercaron los tres a Oswyn y le acompañaron a sus aposentos en la casa capitular. Allí, en la menguante luz de una tarde invernal, con el brillo ámbar de las brasas del hogar, le contaron la historia y estuvieron atentos a su arrugado rostro, el cual, a causa de su deformidad, estaba inclinado hacia la mesa.

Oswyn escuchó. Examinó los pergaminos y se detuvo un momento para reflexionar sobre su nombre. Hizo preguntas y consideró las respuestas. Tras esto dio la reunión por terminada golpeando la mesa con el puño.

– No veo que de esto pueda venir nada bueno -dijo-. En el peor de los casos es la mano del demonio. En el mejor, una gran distracción para la vida religiosa de la comunidad. Estamos aquí para servir al Señor con todo nuestro corazón y toda nuestra fuerza. Este chico nos distraerá de nuestra misión. Debéis sacarlo de aquí.

Ante esto, Magdalena evitó mostrar su satisfacción.

Josephus tenía la garganta seca, así que se la aclaró.

– Su padre no le dejará volver. No tiene adonde ir.

– Eso no nos concierne -dijo el abad-. Echadle.

– Hace frío -imploró Josephus-. No sobrevivirá a la noche.

– El Señor lo proveerá y decidirá su suerte -dijo el abad-. Ahora dejadme que reflexione.

Josephus fue el encargado de cumplir la tarea, de modo que al atardecer condujo sumisamente al chico de la mano hasta la puerta de entrada de la abadía. Una joven y amable hermana le había puesto calcetines gruesos, una segunda camisa y una capa. Un viento cortante procedente del mar estaba bajando la temperatura hacia el punto de congelación. Josephus quitó el cerrojo a la puerta y la dejó abierta. Una ráfaga de aire frío les golpeó de lleno. El prior le dio un toquecito con el codo para que avanzara.

– Tienes que dejarnos, Octavus. Pero no temas, Dios te protegerá.

El chico no volvió la vista atrás, afrontó el oscuro vacío de la noche con su inmutable expresión de imperturbabilidad. Al prior le rompía el corazón tratar tan duramente a una criatura de Dios, tanto que probablemente estaba condenando al chico a morir de frío. Y no a un chico cualquiera, sino a uno con un don extraordinario que, si Paulinus estaba en lo cierto, tal vez no provenía de las profundidades del infierno sino del reino de los cielos. Pero Josephus era un siervo obediente, su lealtad estaba primero con el Señor, cuya opinión en esta materia no le había sido revelada, y después con su abad, cuya opinión era tan clara como el agua.

Josephus sintió un escalofrío y cerró la verja tras de sí.

Sonó la campana de vísperas. La congregación estaba reunida en el santuario. La hermana Magdalena apretaba el laúd contra su pecho y se regodeaba en la victoria que había obtenido sobre Josephus, a quien despreciaba por su blandura.

En la cabeza de Paulinus revoloteaban ideas teológicas acerca de Octavus y si sus poderes serían un don o una maldición.

Pensar en ese crío tan frágil abandonado a su suerte en el frío y la oscuridad hacía que a Josephus le escocieran los ojos con lágrimas saladas. Se sentía culpable de estar allí, caliente y cómodo. Y aun así, estaba seguro de que Oswyn no se equivocaba en una de sus afirmaciones: el chico era sin duda una distracción para sus obligaciones de oración y servidumbre.

Esperaban a oír los renqueantes pasos del abad, que no se materializaban. Josephus notaba que los hermanos y las hermanas se miraban nerviosos, conscientes de la puntualidad de Oswyn.

Tras unos minutos, Josephus empezó a alarmarse.

– Tenemos que ir a ver qué pasa con el abad -le susurró a Paulinus.

Todos los ojos siguieron su partida. Los susurros llenaron el santuario, pero Magdalena los frenó poniéndose un dedo en los labios y profiriendo un audible: «¡Chist!».

Los aposentos de Oswyn estaban fríos y oscuros, y el desatendido fuego prácticamente se había extinguido. Lo encontraron en la cama, hecho un ovillo, vestido y con la piel tan fría como el aire de la habitación. En la mano derecha tenía el pergamino en el que estaba escrito su nombre.

– ¡Dios misericordioso! -gritó Josephus.

– La profecía -murmuró Paulinus cayendo de rodillas.

Los dos pronunciaron unas rápidas oraciones sobre el cuerpo de Oswyn y se levantaron.

– Hay que informar al obispo -dijo Paulinus.

Josephus asintió.

– Enviaré un mensajero a Dorchester por la mañana.

– Hasta que el obispo diga otra cosa debes ser tú, amigo mío, quien gobierne esta abadía.

Josephus se santiguó hundiendo el dedo en su pecho.

– Ve y dile a la hermana Magdalena que comience con las vísperas. Yo estaré allí en breve, pero antes debo hacer algo.

Josephus corrió desde la oscuridad hacia la puerta de la abadía, con el pecho agitado por el esfuerzo. Abrió la puerta y esta chirrió sobre sus goznes.

El chico no estaba allí.

Corrió camino abajo gritando su nombre de manera frenética.

Vio una pequeña silueta junto a la carretera.

Octavus no había ido muy lejos. Estaba sentado tranquilamente al desabrigo de la noche, temblando al borde de un prado. Josephus lo cogió en brazos con ternura y le llevó de nuevo hacia la puerta.

– Puedes quedarte, chico -le dijo-. Dios quiere que te quedes.

25 de junio de 2009,

Las Vegas

Will había empezado a coquetear al nivel del mar y seguía con ello a diez mil metros de altura. La azafata era su tipo, una chica grande y bien proporcionada de labios carnosos y pelo rubio jaspeado. Un mechón de pelo le caía sobre un ojo y ella se lo apartaba constantemente de manera distraída. Pasado un rato empezó a imaginarse desnudo junto a ella, apartándoselo él mismo. Inexplicablemente, le invadió una pequeña oleada de culpabilidad cuando Nancy, recatada y censuradora, se coló en sus pensamientos. ¿A santo de qué le fastidiaba sus fantasías? Contraatacó con toda la intención y volvió a la azafata.

Había seguido los protocolos de seguridad habituales para embarcar en aquel vuelo de US Airways con su arma de servicio. Había embarcado antes que los demás pasajeros y le habían asignado un asiento de pasillo a la altura del ala. A Darla, la azafata, le gustó de inmediato ese tipo de chaqueta deportiva y pantalones caqui y se pegó a su asiento.

– Hola, FBI -gorjeó la chica, que estaba al corriente por los formalismos por los que Will había tenido que pasar.

– Hola, tú.

– ¿Te consigo algo de beber antes de que nos invadan?

– ¿Es café eso que huelo?

– Marchando -dijo ella-. Hoy tenemos con nosotros a un agente federal de paisano en el 7C, pero lo tuyo es mucho más grande.