– ¿Te importaría decirle que estoy aquí?
– Ya lo sabe.
Después, durante el servicio de bebidas, a Will le parecía que le acariciaba ligeramente el hombro cada vez que pasaba. Tal vez fuera su imaginación, pensó mientras se echaba a dormir, acunado por el suave rugido de los motores. O tal vez no.
Se despertó con un sobresalto, plácidamente desorientado. Verdes campos de cultivo se extendían hacia el horizonte, por lo que supo que estaban en algún lugar en mitad del país. En la parte de atrás, cerca de los servicios, se oían gritos de enfado. Se quitó el cinturón de seguridad, se dio la vuelta e identificó el problema: tres jóvenes británicos armando alboroto, colegas de juerga en modo borrachera total, preparando el hígado para sus vacaciones en Las Vegas. Gesticulaban como un monstruo de tres cabezas y caras como gambas al esbelto auxiliar de vuelo que les había cortado el chorro de cerveza. El que estaba más cerca del pasillo, un amasijo tenso de músculos y tendones, se levantó y se encaró al auxiliar de vuelo ante la atenta mirada de los alarmados pasajeros.
– ¡Ya has oído a mi colega! -gritó-. ¡Que le pongas otra puta cerveza!
Darla enfiló rápidamente el pasillo para acudir en ayuda de su compañero y buscó deliberadamente los ojos de Will al pasar junto a él. El agente federal se mantenía en su asiento 7C, tal como ordenaba el manual, observando la cabina de mandos, en guardia por si se trataba de una maniobra de distracción. Era un tipo joven, estaba de los nervios, se lo estaba tragando todo. «Es probable que sea su primer incidente real», pensó Will, que se asomó al pasillo y lo observó.
Y entonces, un ruido nauseabundo, cráneo contra cráneo, lo que se llama el beso de Glasgow.
– ¡Esto es lo que te mereces, cabronazo de mierda! -gritó el agresor-. ¿Quieres otro?
Will se perdió la actuación pero vio el resultado.
El cabezazo le había abierto la cabeza al asistente de vuelo, que estaba hincado de rodillas en el suelo y aullando. A Darla se le escapó un chillido ante la visión de la sangre.
El agente federal y Will se levantaron al unísono, actuaron como si fueran un equipo que había hecho eso mismo un montón de veces. El agente se quedó en el pasillo y sacó el arma.
– ¡Agentes federales! ¡Siéntense y pongan las manos en el asiento de delante! -gritó.
Will mostró su identificación y avanzó lentamente hacia la parte de atrás sosteniendo su placa sobre la cabeza.
– ¿Qué coño es esto? -gritó el británico cuando vio que Will se acercaba-. Colega, lo único que queremos es que nos rellenen el bebedero.
Darla ayudó a levantarse al ensangrentado asistente y lo llevó hacia la parte de delante alentada por Will, que le dirigió un guiño tranquilizador. Cuando Will estuvo a cinco filas de los buscaproblemas, se detuvo y habló lenta y pausadamente.
– Siéntese inmediatamente y ponga las manos sobre la cabeza. Está usted detenido. Sus vacaciones se han acabado. -Y tras esto la puntilla-: Colega.
Los amigos le imploraban que lo dejara ya, pero el tipo no quería bajarse del burro, lloraba de rabia y miedo, acorralado, completamente morado y con las venas hinchadas.
– ¡No me da la gana! -repetía sin cesar- ¡No me da la gana!
Will se guardó la identificación y desenfundó su arma. Comprobó dos veces el seguro. Los pasajeros estaban aterrorizados. Una mujer obesa con un niño empezó a lloriquear, y así empezó una reacción en cadena en el pasaje. Will intentó quitarse la cara de sueño y parecer lo más despierto posible.
– Esta es tu última oportunidad para que esto acabe bien. Siéntate y pon las manos en la cabeza.
– ¿O qué? -le provocó el otro, sorbiéndose los mocos-. ¿Me pegarás un tiro y harás un agujero en el puto avión?
– Usamos munición especial -dijo Will, mintiendo como un bellaco-. La bala simplemente repiqueteará dentro de tu cabeza y te dejará el cerebro hecho papilla.
A esa distancia, Will, un tirador experto que se había pasado la infancia cazando ardillas zorro en los bosques de Florida, era capaz de poner la bala donde quisiera con precisión milimétrica, pero salir, la bala saldría.
El tipo se había quedado sin palabras.
– Tienes cinco segundos -anunció Will mientras alzaba la pistola y del pecho la dirigía a la cabeza-. La verdad es que llegados a este punto ya me importa poco apretar el gatillo. Con esto ya me has dado una semana de papeleo.
– ¡Hostia puta, Sean, siéntate! -gritó uno de los amigos al tiempo que le tiraba de la camiseta.
Sean duró unos segundos, luego se dejó arrastrar hasta el asiento y, sumiso, puso las manos en la cabeza.
– Buena decisión -dijo Will.
Darla corrió pasillo arriba con un puñado de esposas de plástico y con la ayuda de otros pasajeros consiguieron inmovilizar a los tres amigos. Will bajó el arma, la guardó bajo la chaqueta y se dirigió al agente federaclass="underline"
– Todo controlado aquí atrás.
Volvió torpemente a su asiento respirando hondo y acompañado por el estruendoso aplauso de todo el pasaje. Se preguntaba si podría volver a conciliar el sueño.
El taxi se apartó de la acera y se puso en camino. A pesar de que ya era de noche, el calor del desierto aún era impresionante, por lo que Will agradeció el frío glacial del interior del vehículo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó el taxista.
– ¿Quién le parece que tiene las mejores habitaciones? -preguntó Will.
Darla le pinchó en las costillas de manera juguetona.
– Probablemente las habitaciones para los de las compañías aéreas y para los funcionarios del gobierno son iguales. -Se recostó sobre él y susurró-: Pero, cariño, no creo que vayamos a darnos cuenta.
Estaban dando la vuelta al perímetro del aeropuerto McCarran en dirección hacia la franja. Will vio tres 737 junto a un hangar lejano, sin marca alguna excepto la línea roja que recorría el fuselaje.
– ¿Qué compañía es esa? -preguntó a Darla.
– Esa es la lanzadera de Área 51 -contestó-. Son aviones militares.
– Me tomas el pelo.
El taxista quiso participar en aquello.
– No le toma el pelo. Es el secreto peor guardado de Las Vegas. Cientos de científicos del gobierno hacen escala aquí todos los días. Tienen naves espaciales extraterrestres, y están intentando hacerlas funcionar. Eso he oído.
Will rió entre dientes.
– Sea lo que sea, estoy seguro de que es un despilfarro de dinero de los contribuyentes. Lo crea o no, me parece que conozco a un tipo que trabaja allí.
Nelson Elder lideraba un grupo de culto al cuerpo. Él hacía ejercicio enérgicamente a diario y esperaba lo mismo de los miembros de su equipo directivo. «Nadie quiere ver a un corredor de seguros gordo», les decía, y él menos que nadie. Sus prejuicios contra aquellos que no estaban en forma rayaban la repugnancia, un vestigio de su pobre infancia en Bakersfield, California, donde la obesidad y la pobreza se mezclaban a partes iguales en el marginal parque de autocaravanas en el que vivía. No contrataba a gente obesa, y si les hacía seguros se cercioraba de que pagaran primas en función del riesgo.
Su bronceada piel aún sentía un hormigueo tras los cinco kilómetros recorridos y la punzante ducha de vapor, y cuando se sentó en su despacho de ejecutivo, con esas bellas vistas de montañas color chocolate y el segmento aguamarina del lago Mead se sentía tan bien físicamente como podría sentirse un hombre de sesenta y un años. Su traje a medida le sentaba como un guante y su atlético corazón latía con lentitud. Pero mentalmente estaba muy confundido, y la infusión que se estaba tomando no lograba tranquilizarle.
Bertram Myers, uno de los altos ejecutivos de Desert Life, estaba en su puerta sudando y resollando como un caballo de carreras. Era veinte años más joven que su jefe, tenía el pelo negro e hirsuto, pero era peor atleta.