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El calor era sofocante. Quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa no fue de mucho alivio, así que se metió en el primer local que encontró, un Quiznos tranquilo y agradablemente refrigerado, llevado por una patrulla de trabajadores desganados. Mientras esperaba en una mesa a que se tostara su bocadillo, llamó a su contestador automático y escuchó los mensajes.

El último le sacó de sus casillas. Se puso a decir tacos en voz alta y el encargado le clavó una mirada asesina. Una voz nasal acababa de informarle de que estaban a punto de cortarle la televisión por satélite. Llevaba tres meses de retraso, y a no ser que pagara ese mismo día, cuando llegara a casa se encontraría con la carta de ajuste.

Intentó acordarse de la última vez que había pagado las cuentas de la casa, pero no pudo. Visualizó el montón de cartas sin abrir en la encimera de la cocina. Aquello lo superaba.

Tendría que llamar a Nancy. De todas formas ya le debía una.

– Saludos desde la Ciudad del Pecado -dijo, lo cual la dejó indiferente-. ¿Cómo va lo de Camacho? -preguntó.

– Hemos comprobado las fechas del diario. No pudo cometer los otros asesinatos.

– Supongo que eso no es ninguna sorpresa.

– No. ¿Qué tal tu entrevista con Nelson Elder?

– ¿Es él nuestro asesino? Lo dudo mucho. ¿Algo en él huele a gato encerrado? Sí, sin duda.

– ¿A gato encerrado?

– Me da en la nariz que oculta algo.

– ¿Algo sólido?

– Tenía rotuladores Pentel ultrafinos en su escritorio.

– Consigue una orden del juez -dijo ella con sequedad.

– Bueno, me encargaré de comprobarlo. -Tras esto, suave como un guante, le pidió que le ayudara con el problema de la televisión. Tenía una llave en su despacho. ¿Sería ella tan amable de pasar por su apartamento, recoger esa factura sin pagar y llamarle para que él pudiera solucionarlo con la tarjeta de crédito?

– No hay problema -dijo ella.

– Gracias. Y una cosa más. -Sentía que tenía que decirlo-. Quiero pedirte disculpas por lo de la otra noche. Me puse hasta las cejas.

Will la oyó soltar un suspiro.

– No pasa nada.

Él sabía que sí pasaba, pero ¿qué más podía decir? Tras colgar miró su reloj. Todavía tendría que matar unas cuantas horas hasta que saliera su vuelo nocturno a Nueva York. No le gustaba apostar, así que no haría una escapada a los casinos. Darla ya se había ido hacía tiempo. Se podía poner hasta arriba, pero eso podía hacerlo en cualquier sitio. Entonces se le ocurrió algo que casi le hizo sonreír. Abrió el teléfono para hacer otra llamada.

Nancy se puso en alerta en cuanto abrió la puerta del apartamento de Will. Sonaba música.

En el salón había una bolsa de viaje.

– ¿Hola? -dijo.

El agua de la ducha estaba abierta.

– ¿Hola? -dijo alzando la voz.

El ruido del agua cesó y oyó una voz procedente del baño.

– ¿Hola?

Apareció una chica mojada, confusa, envuelta en una toalla de baño. Tenía poco más de veinte años, era rubia, de movimientos elegantes y una naturalidad cautivadora. Alrededor de sus perfectos pies se formaban charcos. «Impúdicamente joven», pensó Nancy con amargura, sorprendida por su reacción ante la extraña: un ataque de celos.

– Oh, hola -dijo la joven-. Soy Laura.

– Yo soy Nancy.

Hubo una larga e incómoda pausa hasta que Laura dijo:

– Will no está.

– Lo sé. Me ha pedido que venga a buscar una cosa.

– Adelante, yo salgo enseguida -dijo Laura volviendo al cuarto de baño.

Nancy intentó encontrar la factura de la televisión antes de que la otra volviera a aparecer, pero ella estaba siendo muy lenta y Laura muy rápida. Salió descalza, con téjanos, camiseta y el pelo envuelto en la toalla como un turbante. La cocina era demasiado pequeña para las dos.

– La factura de la tele -dijo Nancy con voz débil.

– Es fatal con las AD -dijo Laura, y ante la incomprensión de Nancy, añadió-: Actividades Diarias.

– Ha estado bastante ocupado -dijo Nancy en su defensa.

– ¿Y tú… de qué lo conoces? -preguntó Laura, indagando.

– Trabajamos juntos. -Nancy se preparó para su siguiente respuesta: No, no soy su secretaria.

En lugar de esto le sorprendió escuchar:

– ¿Eres una agente?

– Sí. -Imitó a Laura-: ¿Y tú de qué lo conoces?

– Es mi padre.

Una hora después todavía estaban hablando. Laura bebía vino, Nancy agua del grifo con hielo, dos mujeres unidas por un vínculo desesperante: Will Piper.

Una vez que dejaron claros sus respectivos papeles, se dedicaron la una a la otra. Nancy parecía aliviada de que aquella mujer no fuera la novia de Will. Laura parecía aliviada de que su padre tuviera una compañera de trabajo normal. Laura había tomado el tren desde Washington por la mañana para acudir a una cita de última hora. Cuando vio que no podía localizar a su padre para preguntarle si podía pasar la noche allí, decidió que probablemente estaría fuera de la ciudad y entró con su propia llave.

Al principio Laura se mostraba tímida, pero la segunda copa de vino descorchó una agradable fluidez. Solo se llevaban seis años, así que pronto encontraron un terreno común más allá de Will. Al contrario que su padre, Laura era una persona culta cuyos conocimientos en arte y música rivalizaban con los de Nancy. Compartían un museo favorito: el Metropolitan; una ópera favorita: La Bohéme; y un pintor favorito: Monet.

Espeluznante, de acuerdo, pero gracioso.

Laura había terminado sus estudios hacía dos años y se ganaba la vida haciendo un trabajo de oficina a tiempo parcial. Vivía en Georgetown con su novio, un estudiante de posgrado de periodismo en la American University. A esa edad tan tierna, estaba a punto de cruzar lo que ella consideraba un umbral importante. Una pequeña, pero prestigiosa editorial estaba considerando seriamente publicar su primera novela. Aunque había escrito desde la adolescencia, un profesor de inglés del instituto la había reprendido por darse el nombre de escritora antes de que su obra se hubiera publicado. Y ella deseaba desesperadamente decir que era escritora.

Laura se sentía insegura y cohibida, pero sus amigos y profesores la habían animado. Le dijeron que su libro era publicable, y ella tuvo la inocencia de mandar su manuscrito, sin agente y sin que nadie se lo hubiera pedido, a una docena de editoriales, y después se puso a escribir el guión, ya que también lo veía como una película. El tiempo pasó y se fue acostumbrando a los pesados paquetes que encontraba en su puerta, su manuscrito devuelto más una carta de rechazo, nueve, diez, hasta once veces, pero la duodécima nunca llegó. Lo que llegó fue una llamada, de Elevation Press, en Nueva York, expresándole su interés y preguntándole si estaría dispuesta a hacer algunos cambios y reenviarlo sin que ello supusiera un compromiso. Ella accedió inmediatamente y la corrigió siguiendo las pautas que le habían dado. El día anterior había recibido un correo electrónico del editor en el que la invitaba a sus oficinas, algo aterrador y al mismo tiempo prometedor.

A Nancy le pareció que Laura era fascinante, como echar un vistazo en una vida alternativa. Los Lipinski no eran escritores ni artistas, eran tenderos o contables, dentistas o agentes del FBI. Y le intrigaba saber cómo el ADN de Will había sido capaz de producir esa criatura encantadora e intachable. La respuesta tenía que hallarse en la madre.

De hecho, la madre de Laura, la primera esposa de Will, Melanie, escribía poesía y enseñaba escritura creativa en una comunidad universitaria de Florida. El matrimonio, según le contó Laura, había durado lo suficiente para su concepción, nacimiento y fiesta de su segundo cumpleaños; luego Will lo hizo añicos. Laura se crió con las palabras «tu padre» proferidas casi como insultos.

Su padre era un fantasma. Se enteraba de lo que pasaba en su vida de segundas, atenta a lo que se les escapaba a su madre y sus tíos. Se lo imaginaba gracias al álbum de bodas: ojos azules, grande y sonriente. Abandonó la oficina del sheriff y se unió al FBI. Volvió a casarse. Se divorció de nuevo. Bebía. Era un mujeriego. Un cabrón que solo se salvaba porque pagaba la manutención de su hija. Y nunca se molestaba en llamar o enviar una carta.