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Un día Laura lo vio en la tele, lo entrevistaban con motivo de algún horrible asesino. Vio el nombre Will Piper en la pantalla, reconoció los ojos azules y la mandíbula cuadrada, y la chica de quince años lloró a mares. Empezó a escribir relatos sobre él o sobre lo que imaginaba de él. Y ya en la universidad, emancipada de la influencia materna, hizo el trabajo propio de un detective y lo encontró en Nueva York. Desde entonces llevaban una relación cercana a lo filial y provisoria. Él era la inspiración de su novela.

Nancy le preguntó el título.

– Bola de demolición -contestó Laura.

Nancy se rió.

– Supongo que le va como anillo al dedo.

– Sí, es una bola de demolición, pero también lo son el alcohol, los genes y el destino. Me refiero a que el padre y la madre de papá eran alcohólicos. Tal vez no tuviera escapatoria.-Se sirvió otra copa de vino y la agitó a modo de brindis. Ahora su discurso era un tanto espeso-. Tal vez tampoco yo la tenga.

Nelson Elder llegaba al camino que llevaba a su casa, una mansión de seis habitaciones en The Hills, Summerlin, cuando sonó su teléfono móvil. En el identificador ponía número privado. Contestó y dirigió su enorme Mercedes hasta una de las plazas de garaje.

– ¿Señor Elder?

– Sí, ¿quién es?

La voz del remitente estaba salpicada de tensión, casi era un chillido.

– Nos conocimos hace unos meses en el Constellation. Me llamo Peter Benedict.

– Lo siento, no me acuerdo.

– Pillé a los que contaban en el blackjack.

– ¡Ah, sí, ya me acuerdo! El informático. -«Qué raro», pensó Elder-. ¿Te di mi número de teléfono?

– Pues sí -mintió Mark. No había ningún teléfono en el mundo que no fuera capaz de conseguir-. ¿Le molesto?

– Claro que no. ¿En qué puedo ayudarte?

– Bueno, lo cierto, señor, es que soy yo quien querría ayudarle.

– ¿Y eso?

– Su compañía tiene problemas, señor Elder, pero yo puedo salvarla.

Mark respiraba entrecortadamente y temblaba. Tenía el teléfono móvil sobre la mesa de la cocina, aún con el calor de su mejilla. Cada uno de los pasos de su plan había sido una dura prueba, pero este era el primero que requería interacción humana y el pánico tardaba en disiparse. Nelson Elder se encontraría con él. Un movimiento de ajedrez más y la partida sería suya.

Entonces sonó el timbre de la puerta y le lanzó al siguiente estadio de hiperactividad involuntaria. Rara vez recibía visitas sin anunciar, así que del miedo casi salió disparado a su habitación. Se calmó, avanzó hacia la puerta, indeciso, y la entreabrió un poco.

– ¿Will? -preguntó sin dar crédito-. ¿Qué haces tú aquí? Will se quedó allí con una enorme sonrisa en el rostro.

– No me esperabas, ¿eh?

Se dio cuenta de que Mark estaba incómodo, como un castillo de naipes que intentaba mantener la compostura.

– No, no te esperaba.

– Ya ves, estaba en la ciudad por un asunto de trabajo y he pensado en venir a verte. ¿Te pillo en mal momento?

– No, está bien -dijo Mark mecánicamente-. Solo que no esperaba a nadie. ¿Quieres pasar?

– Claro. Pero solo estaré un rato. Me sobraba un poco de tiempo antes de ir al aeropuerto.

Will le siguió hasta el salón y se percató de la tensión y la incomodidad en la voz aguda y el rígido andar de su antiguo compañero de habitación. No podía evitar hacerle la radiografía. No se trataba de ningún truco barato. Siempre había tenido el don, la habilidad para hacerse una idea de los sentimientos del otro, sus conflictos y emociones, en un abrir y cerrar de ojos. De pequeño usaba su perspicacia natural para diseñar un espacio triangular de protección entre sus alcohólicos padres, diciendo y haciendo las cosas apropiadas en la cantidad apropiada para satisfacer sus necesidades y preservar en cierta medida el equilibrio y la estabilidad del hogar.

Siempre había hecho uso de ese talento en su propio beneficio. En su vida personal lo usaba como los libros de autoayuda, para ganar amigos y ejercer influencia sobre la gente. Las mujeres de su vida decían que lo utilizaba para manipularlas al máximo. Y en lo que concernía a su profesión, le había dado una ventaja tangible respecto a los criminales que poblaban su mundo.

Will se preguntaba por qué Mark se sentía tan incómodo, ¿algún tipo de desorden de la personalidad, fóbico, misántropo, o algo relacionado con su visita?

Se sentó en un sofá más duro que una piedra e hizo lo posible por encontrarse cómodo.

– ¿Sabes? Después de que nos viéramos en la reunión, me sentía mal por no haber hecho el esfuerzo de ponerme en contacto contigo en todos estos años. -Mark estaba sentado frente a él, mudo, con las piernas cruzadas y en tensión-. Así que, como solo me quedo hoy y casi nunca vengo por Las Vegas, ayer cuando iba de camino al hotel alguien señaló hacia la lanzadera de Área 51 y pensé en ti.

– ¿En serio? -preguntó Mark con voz ronca-. ¿Y eso por qué?

– Allí es donde insinuaste que trabajabas, ¿no?

– Ah, ¿sí? No recuerdo haberlo dicho.

Will recordó el extraño comportamiento de Mark cuando salió el tema de Área 51 en la cena. Parecía un tema prohibido. En realidad, no le importaba, tanto daba. Estaba claro que Mark tenía un trabajo de seguridad de altos niveles y se lo tomaba en serio. Mejor para él.

– Bueno, da igual. No me importa dónde trabajes, simplemente hice esa asociación de ideas y decidí pasarme por aquí, eso es todo.

Mark seguía pareciendo escéptico.

– ¿Y cómo me has encontrado? No estoy en los listados.

– Como si no lo supiera. Lo admito: consulté una base de datos de la oficina local del FBI cuando vi que el número de localización de abonados no funcionaba. Y no salías en el radar, chaval. ¡Debes de tener un trabajo muy interesante! Así que llamé a Zeckendorf para ver si tenía tu número de teléfono. No lo tenía, pero debiste de darle tu dirección a su mujer para que te enviara esa foto. -Señaló la foto que había en la mesa-.Yo también puse la mía en la mesilla del salón. Supongo que somos un par de sentimentales. No tendrás nada de beber, ¿no?

Will vio que Mark respiraba con más tranquilidad. Había conseguido romper el hielo. Probablemente tenía algún tipo de desorden de ansiedad social y necesitaba tiempo para entrar en calor.

– ¿Qué te gustaría beber? -preguntó Mark.

– ¿Tienes whisky?

– Lo siento, solo cerveza.

– Todos los caminos llevan a Roma.

En cuanto Mark se fue a la cocina, Will se puso en pie y echó un vistazo alrededor por pura curiosidad. El salón estaba escasamente amueblado con objetos modernos a impersonales que podrían haber estado en el vestíbulo de cualquier espacio público. Todo muy ordenado, ni cosas amontonadas ni ningún toque femenino. Conocía ese estilo de decoración fría. La brillante estantería cromada estaba llena de libros de informática y manuales de programación ordenados según la altura, de manera que las hileras quedaran lo más rectas posible.

En el escritorio lacado en blanco, junto a un portátil cerrado, había dos finos manuscritos con anillas metálicas. Echó un vistazo a la portada del que había encima: CONTADORES: UN GUIÓN DE PETER BENEDICT, AEA # 4235567. «¿Quién será Peter Benedict? -se preguntó-, el álter ego literario de Mark u otra persona?» Junto a los guiones había dos rotuladores negros. Casi se le escapó una carcajada. Pentel ultrafinos. Esos puñeteros estaban por todas partes. Cuando Mark volvió con las cervezas, Will estaba de nuevo en el sofá.