Выбрать главу

Bert Myers, genio financiero, al rescate.

Myers no era asegurador sino inversor de banca. Elder lo había contratado hacía unos años para que le ayudara en su estrategia de expansión. Tal como estaba el mundo de los financieros de las grandes compañías, se podía decir que Myers era un cuchillo afilado dentro de un cajón muy grande, uno de los hombres más listos de la bolsa.

Frente a esos pobres beneficios, Myers trazó un plan. No podía frenar a la madre naturaleza ni todas esas reclamaciones por daños contra la compañía, pero podía aumentar la recuperación del dinero invertido «caminando por la cuerda floja», como él dijo. Los reguladores del gobierno, por no hablar de sus propios estatutos internos, les imponían estrictas restricciones en el tipo de inversiones que podían hacer, la mayoría de las cuales eran incursiones sin riesgo en el mercado de valores de poca monta e inversiones conservadoras en hipotecas, préstamos personales y propiedades inmobiliarias.

No podían tomar sus preciadas reservas y apostarlas por ahí en la ruleta. Pero Myers había echado el ojo a un fondo de inversión que llevaban unos linces de las matemáticas de Connecticut que habían cosechado unos beneficios enormes gracias a las fluctuaciones de la moneda internacional. El fondo, International Advisory Partners (IAP), estaba al margen de todo desde la perspectiva del riesgo, e invertir en él no era una posibilidad para una compañía como Desert Life. Pero una vez que Elder dio el visto bueno al plan, Myers creó una sociedad inmobiliaria fantasma y convirtió más de mil millones de dólares de las reservas en dinero de ese fondo de inversiones con la esperanza de que sus descomunales rentas repararan el estado de los beneficios en sus cuentas.

Pero Myers no eligió el momento adecuado. IAP usó la inyección monetaria de Desert Life para apostar por una caída relativa del yen frente al dólar, ¿y no es cierto que el ministro de Economía japonés lo arruinó todo al hacer unas declaraciones contrarias a la política monetaria de los japoneses?

Primer trimestre: una caída del catorce por ciento en las inversiones. Los chicos de IAP no dejaban de insistir en que eso era una anomalía y que su estrategia era buena. Myers tan solo tenía que aguantar y todo saldría a pedir de boca. Así que en el calor del desierto las palmeras de su oasis comenzaban a exudar, pero se agarraban a ellas tan fuerte como podían.

Elder decidió quedar con Peter Benedict un domingo por la mañana para mantener el asunto lo más discreto y apartado posible de la oficina. Una hamburguesería de segunda en el norte de Las Vegas le pareció un local que no frecuentarían ni sus amigos ni sus empleados, así que, con el olor del sirope de arce metido en sus narices, vestido con pantalones de golf de popelina blanca y un fino jersey de cachemira naranja, se sentó y esperó. Como no estaba seguro de acordarse del aspecto que tenía el tipo, dio un repaso a todos los clientes.

Mark llegó unos minutos tarde, una presencia sin pretensiones, con vaqueros y su sempiterna gorra de los Lakers; llevaba un sobre grande. Fue él quien vio primero a Elder, se armó de valor y se dirigió hacia la mesa. Elder se levantó y le tendió la mano.

– Hola, Peter, me alegra volver a verte.

Mark se sentía tímido, incómodo. La cultura de Elder exigía un poco de charla banal pero él en eso era nefasto. Como el blackjack era el único terreno que tenían en común, Elder habló de cartas durante unos minutos y luego insistió en que pidieran el desayuno. Mark se distrajo con las palpitaciones que sentía en el pecho; empezaba a preocuparle que se convirtieran en algo patológico. Bebió un trago de agua con hielo e intentó controlar su respiración, pero su corazón iba a cien por hora. ¿No sería mejor que se levantara y se fuera?

Ya era demasiado tarde para eso.

La charla trivial obligatoria llegó a su fin y Elder se puso manos a la obra. Una vez hechas las cortesías, su tono de voz se tornó inflexible.

– Bueno, Peter, dime, ¿por qué crees que mi empresa tiene problemas?

Mark no tenía una formación financiera pero había aprendido a leer estados de cuentas en Silicon Valley. Empezaba diseccionando los extractos de la declaración de la renta de su propia compañía y luego pasaba a otras compañías de alta tecnología en busca de buenas inversiones. Cuando daba con un concepto de contabilidad que no entendía, leía sobre él hasta que sus conocimientos eran dignos del mejor inspector de Hacienda. La capacidad de su cerebro era tal, que la lógica y las matemáticas de la contabilidad le parecían triviales.

Ahora, con voz coartada, comenzó mecánicamente su perorata sobre todas las sutiles anomalías del último formulario 10-Q emitido por Desert Life, la declaración fiscal del último trimestre que archiva el gobierno. Había detectado leves trazas de fraude que nadie de Wall Street había percibido. Incluso adivinó que la empresa podía estar pescando en aguas prohibidas para obtener altos rendimientos de los réditos.

Elder le escuchaba con una fascinación turbadora.

Cuando Mark terminó, Elder cortó un trozo de gofre, le dio un bocadito y lo masticó con calma. Una vez se lo hubo tragado, dijo:

– No te voy a decir si te equivocas o no. Pongamos que simplemente me cuentas cómo piensas que puedes ayudar a Desert Life.

Marx tomó el sobre que hasta entonces había tenido sobre sus rodillas y lo puso sobre la mesa. No dijo nada, pero Elder supo que tenía que abrirlo. Dentro había un montón de recortes de periódico.

Todos ellos eran sobre el asesino del Juicio Final.

– ¿Qué carajo es esto?

– Es mi manera de salvar su compañía -susurró Mark. El momento le sobrepasaba y se sentía mareado.

Y entonces el momento pareció desvanecerse.

Elder reaccionó de manera visceral y comenzó a incorporarse.

– ¿Eres un maníaco de esos o qué? Para que lo sepas, conozco a una de las víctimas.

– ¿Cuál de ellas? -gruñó Mark.

– David Swisher. -Se buscó la cartera para pagar.

Mark hizo acopio de todo su valor y dijo:

– Debería sentarse. Él no fue una víctima.

– ¿Qué quieres decir?

– Por favor, siéntese y escúcheme.

Elder se sentó.

– Le diré una cosa. No me gusta nada el rumbo que está tomando esta conversación. Tiene un minuto para explicarse, de lo contrario me voy de aquí, ¿me entiende?

– Bueno, supongo que fue una víctima. Pero no fue una víctima del asesino del Juicio Final.

– ¿Y cómo sabe usted eso?

– Porque el asesino del Juicio Final no existe.

6 de julio de 795,

Vectis, Britania

El abad Josephus vio su reflejo en una de las largas ventanas de la casa capitular. Fuera estaba a oscuras, pero en el interior aún no habían apagado las velas, de modo que la ventana tenía las cualidades de un cristal reflectante.

Tenía una panza prominente y una buena papada, y era el único varón de la comunidad que no iba tonsurado; no podía porque estaba completamente calvo.

Un joven monje, un ibérico de pelo negro y barba tan poblada como la piel de un oso, golpeó la puerta y entró con un apagavelas. Hizo una inclinación de cabeza y se puso a realizar su tarea.

– Buenas tardes, padre. -Su acento era empalagoso como la miel.

– Buenas tardes, José.

El abad favorecía a José entre los más jóvenes de los hermanos a causa de su intelecto, su habilidad como ilustrador de manuscritos y su buen humor. Rara vez se le veía apesadumbrado, y cuando se reía, al viejo su risa le recordaba las carcajadas que había escuchado tantos años atrás de la boca de su amigo Matthias, el herrero que había forjado la campana de la abadía.

– ¿Cómo está el aire esta noche? -preguntó el abad.