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– Perfumado, padre, y lleno del cricrí de los grillos.

Cuando la casa capitular estuvo a oscuras, José dejó un par de velas en los aposentos del abad, una en su mesa de estudio y la otra en la mesilla de noche, y le deseó buenas noches a su superior. Una vez a solas, Josephus se arrodilló junto a la cama y pronunció la misma plegaria que recitaba todos los días desde que se convirtió en abad:

– Querido Señor, bendice por favor a este humilde servidor que se esfuerza por honrarte cada día y dame fuerzas para ser el pastor de esta abadía y para servir a tus propósitos. Y bendice a tu vasallo Octavus, que trabaja duro sin cesar para cumplir tu misión divina, ya que tú mandas en su mano como mandas en nuestro corazón y nuestra mente. Amén.

Tras esto, Josephus sopló la última vela y se metió en la cama.

Cuando el obispo de Dorchester le preguntó a su nuevo abad a quién quería poner de prior, Josephus no dudó un segundo en proponer a la hermana Magdalena. No había otra persona mejor preparada para tal tarea. No había quien superara su sentido de la obligación y la responsabilidad. Pero Josephus también tenía otro motivo, el cual siempre le hacía sentirse mal. Necesitaba su cooperación para proteger la misión que él creía que Octavus debía cumplir.

Ella era la primera priora de Vectis, y rezaba fervientemente para que se le perdonara el orgullo que sentía a diario. Josephus le permitió que atendiera todos los detalles de la administración de la abadía, tal como él había hecho para Oswyn, y escuchaba pacientemente los informes que todos los días exponía de manera enérgica acerca de los abusos y transgresiones. Josephus se daba cuenta de que Vectis era ahora más eficiente y estaba más reglamentado que cuando se hallaba bajo su priorato. Sí, tal vez había más enfados tontos por minucias, pero él solo se dignaba intervenir cuando percibía que las acciones de Magdalena eran crueles o excesivas.

Prefería centrar su atención en los rezos, la finalización de la construcción de la abadía y, por supuesto, el chico, Octavus.

Estas dos últimas preocupaciones se cruzaban en el scriptorium. Cuando Oswyn murió, Josephus revisó los planes para el nuevo scriptorium y decidió que debía ser más grande, pues creía firmemente que los textos y libros sagrados que elaboraban en Vectis formaban parte de una obra vital para la mejora de la humanidad. Podía prever un futuro en el que habría incluso más monjes que entonces produciendo más manuscritos, y la abadía y la cristiandad entera se verían elevadas por sus esfuerzos.

Aparte de eso, quería que construyeran una cámara privada, un sanctorum dentro del mismo edificio, donde Octavus podría hacer su trabajo sin impedimentos. Tenía que tratarse de un lugar especial, protegido, donde pudiera transcribir todos los nombres que tenía en su interior y verterlos en la página cual la cerveza de un barril.

La bodega del scriptorium era oscura y fría, el lugar perfecto para el almacenamiento de largas láminas de pergamino y botes de tinta, pero apto también para un chico que no deseaba jugar a la luz del sol ni pasear por los campos. A un lado de la bodega se construyó una habitación con un tabique de separación; allí, tras una puerta cerrada, bajo la perpetua oscuridad de la luz de las velas vivía Octavus. Su única motivación era sentarse en el banco, apoyarse en el pupitre, humedecer su pluma con furia una y otra vez y garabatear en el papel hasta que caía al suelo fatigado y tenían que llevarlo a la cama.

A causa del fervor de su vocación, Octavus rara vez dormía más que unas pocas horas al día, y siempre se despertaba sin que lo avisaran, aparentemente con energías renovadas. Por temprano que Paulinus llegara al scriptorium, siempre encontraba al chico trabajando. Una de las hermanas jóvenes o una novicia le llevaba la comida, evitando todo contacto con su obra. Tras esto, vaciaba la bacinilla y llevaba velas nuevas. Paulinus recogía las preciosas páginas ya acabadas, y cuando tenía el número suficiente hacía con ellas unos pesados y espesos libros con falsas cubiertas.

Cuando Octavus pasó de ser un niño a un jovencito, su cuerpo se alargó cual la masa caliente estirada por el panadero. Tenía las extremidades largas y flacas, casi como de goma, y la tez como la masa del pan, pálida, sin rastro de coloración. Incluso los labios los tenía blanqueados, tan solo con un leve rubor rosado. Si Paulinus no hubiera visto las gotas carmesí que caían de los cortes que se hacía en los dedos con el pergamino, habría supuesto que el chaval no tenía sangre en las venas.

Al contrario que la mayoría de los chicos, que cuando maduran pierden la delicadeza de su rostro, la mandíbula de Octavus no se hizo más cuadrada, y tampoco se le agrandó la nariz. Conservaba una fisonomía infantil que desafiaba toda explicación, pero al fin y al cabo su propia existencia desafiaba toda explicación. Su fino pelo seguía siendo color zanahoria. Cada mes, más o menos, Paulinus llamaba al barbero para que se lo recortara mientras escribía o, aún mejor, mientras dormía, y entonces aquellos mechones de pelo naranja cubrían el suelo hasta que una de las muchachas que le atendían los barría.

Las chicas, que tenían permiso para darle de comer y retirar sus desperdicios bajo el juramento de guardar el secreto, se sentían intimidadas por su callada belleza y su concentración absoluta, aunque había una novicia de quince años, descarada y picara, llamada Mary que a veces hacía infructuosos intentos para atraer su mirada tirando una copa o haciendo ruido con los platos.

Sin embargo, nada distraía a Octavus de su trabajo. Los nombres se apresuraban a salir de su pluma a la página a cientos, miles, decenas de millares.

A menudo, Paulinus y Josephus se quedaban frente a él y observaban el frenético arañar de su pluma como si aquello fuera un sueño. Aunque muchas de las entradas estaban escritas con el alfabeto romano, otras muchas no. Paulinus reconocía el árabe, el arameo, la caligrafía hebrea, pero había muchas otras que no era capaz de descifrar. El ritmo del chico era agitado y desafiaba la ausencia de tensión y urgencia en su rostro. Cuando la pluma se quedaba roma, Paulinus la sustituía por otra y el chico seguía haciendo sus letras pequeñas y apretadas. Aprovechaba tanto las páginas, que cuando terminaba eran más negras que blancas. Y cuando no quedaba más espacio, le daba la vuelta y seguía escribiendo, tal vez en aras de un sentido innato de la eficiencia o del ahorro. Octavus solo iba a por otra hoja cuando había rellenado las dos caras. Paulinus, que estaba artrítico y tenía un perpetuo nudo en el estómago, inspeccionaba cada una de las páginas completadas preguntándose si encontraría en ellas algún nombre que le interesara especialmente: Paulinus de Vectis, por ejemplo.

A veces Paulinus y Josephus hablaban de lo maravilloso que sería preguntarle al chico lo que pensaba acerca de su obra vital y que les ofreciera una explicación convincente. Pero eso habría sido como pedirle a una vaca que explicara qué significaba para ella su existencia. Octavus nunca cruzaba su mirada con la de ellos, jamás respondía a sus palabras, no mostraba emoción alguna ni hablaba. A lo largo de los años, los dos envejecidos monjes habían discutido con frecuencia el sentido del trabajo de Octavus en el contexto bíblico. Dios, el omnisciente y eterno, conoce todas las cosas del pasado y del presente, pero también del futuro; ambos coincidían en eso. Seguramente todos los acontecimientos del mundo estaban determinados por obra y fuerza de la visión de Dios, y daba la impresión de que el Creador había elegido al milagrosamente nacido Octavus como la pluma viviente que registrara lo que había de pasar.

Paulinus poseía una copia de los trece libros escritos por san Agustín, sus Confesiones. Los monjes de Vectis tenían en alta estima estos volúmenes, ya que san Agustín era para ellos un adalid espiritual, solo por detrás de san Benito. Josephus y Paulinus estudiaron minuciosamente aquellos volúmenes y casi podían oír al venerable santo hablarles a través del tiempo: «Dios decide el destino eterno de cada persona. Su destino depende de la elección del Señor».