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Sin un mapa de ruta, Will y Nancy no podían darse mucha prisa haciendo los descartes. A pesar de todo, le cogieron el tranquillo y eran capaces de ventilarse un guión en quince minutos; leían con atención unas pocas páginas para captar lo esencial y revisaban el resto rápidamente. Se mentalizaron de que sería un proceso lento y laborioso, y esperaron poder dar por terminada la tarea en el transcurso de un doloroso mes. Su estrategia era buscar obviedades: asesinos en serie, referencias a postales, pero también tenían que permanecer alerta ante lo que no era tan obvio: personajes o situaciones disonantes.

El ritmo era insostenible. Les dolía la cabeza. Se enfadaban y se hablaban de malas maneras durante todo el día y luego se retiraban al apartamento de Will y se desquitaban haciendo el amor. Necesitaban caminar a menudo para aclararse la mente. Lo que les ponía de los nervios es que la mayoría de los guiones eran una auténtica y absoluta mierda: o incomprensibles o ridículos o aburridos hasta la extenuación. Al tercer o cuarto día, Will se animó al ver el guión que había cogido. Se titulaba Contadores.

– No te lo vas a creer, pero conozco al tipo que ha escrito esto -dijo.

– ¿De qué?

– Era mi compañero de habitación en el primer año en la universidad.

– Interesante -dijo ella sin interés alguno.

Lo leyó con mucha más atención, le dedicó una hora y cuando lo soltó pensó: «Amigo, mejor será que no dejes tu trabajo real».

A las tres de la tarde Will hizo una entrada en su base de datos acerca de una raza de alienígenas que llegaba a la Tierra para hacer saltar los casinos, y cogió el siguiente de la pila.

Golpeó suavemente la rodilla de Nancy con la punta de su mocasín.

– Eh -dijo.

– Eh -contestó ella.

– ¿Al borde del suicidio?

– Ya estoy muerta. -Tenía los ojos rojos y secos-. ¿Y tú?

El siguiente que Will tomó se titulaba Tren de las 7.44 a Chicago. Leyó unas pocas páginas y gruñó:

– Dios mío. Creo que este lo leí hace unos días. Terroristas en un tren. ¿Cómo coño puede ser?

– Comprueba la fecha de entrada -sugirió ella-.Ya he visto unos cuantos con múltiples entradas. Los escritores hacen los cambios y se gastan otros veinte pavos en registrarlos de nuevo.

Will metió el título en la base de datos.

– Cuando tienes razón, la tienes. Esta es una versión posterior. Le puse un cero en relevancia. No puedo volver a leerlo.

– Tú mismo.

Iba a cerrar el guión pero se detuvo. Su ojo había captado algo, el nombre de uno de los personajes. Empezó a pasar páginas, de repente se puso recto en la silla y las pasó cada vez más rápido.

Nancy se percató de que le ocurría algo.

– ¿Qué? -preguntó.

– Dame un segundo, dame un segundo.

Tomaba notas frenéticamente, y cuando ella le interrumpía para preguntarle qué tenía entre manos, él solo contestaba:

– ¿Te importaría darme un segundo?

– ¡Pero no es justo! -se quejó ella.

Por fin dejó el guión.

– Tengo que encontrar la versión anterior. ¿Cómo es posible que se me escapara esto? Rápido, ayúdame a buscarlo. Se titula Tren de las 7.44 a Chicago. Comprueba el montón del lunes mientras yo reviso el del martes.

Nancy se acuclilló junto a las ventanas y lo encontró unos minutos después, al fondo de una pila.

– No sé por qué no me dices qué está pasando -se quejó.

Will se lo quitó de las manos. Unos segundos después estaba temblando de la emoción.

– Por todos los santos -dijo quedamente-. Ha cambiado los nombres de las versiones anteriores.Va sobre un grupo de desconocidos que vuelan por los aires por un ataque terrorista en un tren que va de Chicago a Los Ángeles. ¡Mira sus apellidos!

Nancy tomó el guión y empezó a leer. Los nombres de aquellos desconocidos empezaron a aflorar de la página: Drake, Napolitano, Swisher, Covic, Pepperdine, Santiago, Kohler, López, Robertson.

Las víctimas del caso Juicio Final. Todas.

Nancy era incapaz de decir nada.

– El segundo borrador fue registrado el día 1 de abril de 2009, siete semanas antes del primer asesinato -dijo Will frotándose las manos-. El día de los Inocentes, sí, joder, sí. Este tipo lo había planeado todo y lo había anunciado con tiempo en un maldito guión de cine. Necesitamos una orden urgente para conseguir su nombre.

Quería abrazarla, levantarla del suelo y dar vueltas en círculo agarrándola de la cintura, pero al final se contentó con un «¡Chócala!».

– Te tenemos, capullo -dijo Will-.Y tu guión es una mierda.

Will recordaría las veinticuatro horas siguientes como se recuerda un tornado: las emociones que te embargan ante la inminencia del impacto, el golpe ensordecedor y borroso, el rastro de destrucción, y tras él, la espeluznante calma y la desesperanza ante la pérdida.

El Tribunal Supremo concedió la orden y la AEA desenmascaró los datos personales del escritor.

Will estaba ante su ordenador cuando oyó el aviso de entrada de un correo de la AEA reenviado por el fiscal que se ocupaba del tema. En el asunto se leía: «Respuesta al Gobierno de Estados Unidos ante el registro de la AEA Oeste en ref. al guión #4277304».

Recordaría toda su vida cómo se sintió al leer aquel correo electrónico:

En respuesta a las diligencias a las que se ha hecho referencia anteriormente, el autor registrado en AEA por el guión #4277304 es Peter Benedict, Aptdo. Correos 385, Spring Valley, Nevada.

Nancy entró en su despacho y lo vio paralizado ante la pantalla.

Se le acercó hasta que él pudo sentir su aliento en su cuello.

– ¿Qué pasa?

– Lo conozco.

– ¿Qué quieres decir con que lo conoces?

– Es mi compañero de habitación. -Vio otra vez los guiones en el pulcro escritorio blanco de Shackleton, oyó sus insistentes palabras: «No creo que vayáis a coger al tipo», recordó su palpable incomodidad ante aquella visita espontánea y… ¡otro detalle más!-. Los putos bolígrafos.

– ¿Perdón?

Will meneaba la cabeza.

– Tenía los Pentel negros de punta ultrafina sobre el escritorio. Todo estaba allí.

– ¿Cómo va a ser tu compañero de habitación? ¡Eso no tiene sentido, Will!

– Dios santo -gimió él-. Creo que el Juicio Final estaba destinado a mí.

Los dedos de Will danzaban sobre el teclado a medida que saltaba de una base de datos federal o estatal a otra. Y mientras seguía con la cacería, se repetía mentalmente: «¿Quién eres, Mark? ¿Quién eres en realidad?».

La información empezó a aparecer en la pantalla: el empadronamiento de Shackleton, sus reuniones sociales, algunos tíquets atrasados de aparcamiento en California… pero había huecos y brumas oscuras como para volverse loco. En su permiso de conducir del registro de Nevada la foto estaba oscura. No había informes sobre créditos, hipotecas, ni registro sobre su empleo o su educación. No había atestados civiles ni criminales. Nada de registros sobre impuestos a la propiedad. ¡Ni siquiera estaba en la base de datos de Hacienda!

– Está fuera del maldito sistema -le dijo a Nancy-. Especies protegidas. Ya lo había visto antes un par de veces, pero esto es de lo más raro.

– ¿Y cuál es nuestro siguiente movimiento? -preguntó ella.

– Esta tarde cogemos un avión. -Nancy nunca le había visto tan agitado-. Haremos la redada nosotros mismos. Ve a preparar todo el papeleo con Sue. Vamos a necesitar una orden federal de detención del fiscal del distrito de Nevada.

Nancy se revolvió el flequillo.

– Haré todos los arreglos.

Un par de horas más tarde les esperaba un coche para llevarles al aeropuerto. Will estaba acabando de meter las cosas en su maletín. Miró el reloj y se preguntó por qué Nancy se retrasaba. Había conservado la virtud de la puntualidad a pesar de la rebeldía del reloj de Will.