Oyó el rápido taconeo de los zapatos de Sue Sánchez y su estómago se contrajo como en un experimento de Pavlov.
Alzó la vista y vio su rostro, tenso y crispado, ante su puerta, con los ojos fuera de las órbitas por la excitación.
– Susan, ¿qué pasa? Tengo que coger un avión.
– No, no tienes que coger un avión.
– ¿Cómo?
– Benjamin acaba de llamar desde Washington. Estás fuera del caso. Y Lipinski también.
– ¿Qué?
– Para siempre. Estáis fuera para siempre. -Estaba prácticamente hiperventilando.
– ¿Y a cuento de qué coño viene eso, Susan?
– No tengo ni idea.
Will se dio cuenta de que le decía la verdad. Sánchez estaba a punto de tener un ataque de nervios, pero luchaba por parecer profesional.
– ¿Y qué pasa con la detención?
– Yo no sé nada, y Ronald me ha dicho que no haga preguntas. Esto está muy por encima de mis honorarios. Está pasando algo muy gordo.
– Tonterías. ¡Tenemos al asesino!
– No sé qué decir.
– ¿Dónde está Nancy?
– La he mandado a casa. No quieren que volváis a ser compañeros.
– ¿Y eso por qué?
– ¡No lo sé, Will! ¡Órdenes!
– ¿Y ahora qué se supone que hago yo?
La cara de Sue Sánchez era de aflicción y disculpa ante algo que no entendía.
– Nada. Quieren que pares completamente y no hagas nada. Por lo que a ti respecta, todo ha terminado.
12 de octubre de 799,
Vectis, Britania
Cuando nació el niño, Mary se negó a ponerle nombre. No lo sentía como suyo. Octavus se lo había metido dentro brutalmente, y lo único que le quedaba era ver crecer su cuerpo a medida que el momento se acercaba. Soportó el dolor de su nacimiento como había soportado el acto de su procreación.
Lo amamantó porque tenía los pechos llenos de leche y porque le pidieron que lo hiciera, pero ni miraba sus indiferentes labios cuando lo alimentaba, ni le acariciaba el pelo a la manera en que lo hacían la mayoría de las madres cuando el niño chupaba de su teta.
Después de la violación la trasladaron del dormitorio de las hermanas al hospicio. Allí, lejos de los ojos inquisidores y los cotilleos de las novicias y hermanas, pudo gestar en el relativo anonimato que ofrecía la casa de huéspedes, pues los visitantes de la abadía no estaban al corriente de su vergüenza. La alimentaron bien y le permitieron pasear y trabajar en un huerto hasta que su embarazo estuvo tan avanzado que andaba a rastras y jadeaba. A todos los que la conocían les entristeció ver que había cambiado, que había perdido su chispa y su humor, y que la embargaba la amargura. Incluso la priora Magdalena lamentó en secreto las alteraciones en su temperamento y la pérdida de la lozanía de sus antes rubicundas mejillas. La chica ya jamás podría ser admitida en la orden. Imposible. Tampoco podría volver a su pueblo, al otro lado de la isla, pues sus parientes no tendrían nada que hacer con ella, una mujer deshonrada. Estaba en el limbo, como un niño sin bautizar, ni maldita ni bendecida.
Cuando nació el niño y todos vieron su lustroso pelo anaranjado, su piel lechosa y su expresión apática, el abad y Paulinus dedujeron que Mary era un recipiente, tal vez un recipiente divino al que debían nutrir y proteger, como habían de nutrir y proteger al niño.
No había nacido de una virgen, pero la madre se llamaba Mary y el niño era especial.
Una semana después de que naciera el bebé, Magdalena fue a ver a Mary y la encontró tumbada en la cama con la mirada perdida. El bebé estaba quieto en su cuna.
– Bueno, ¿ya sabes cómo se va a llamar? -preguntó la priora.
– No, hermana.
– ¿Tienes intención de darle un nombre?
– No lo sé -respondió sin ánimo.
– Un niño debe tener un nombre -afirmó Magdalena con severidad-. Si no lo haces tú, lo haré yo. Se llamará Primus, el primer hijo de Octavus.
Ahora Primus tenía ya cuatro años. Perdido en su propio mundo, vagaba, más blanco que la leche, por el hospicio y sus alrededores; nunca se iba lejos ni se interesaba en nada ni en nadie. Como Octavus, era un niño mudo e inexpresivo de pequeños ojos verdes. Paulinus iba a verlo de vez en cuando, le cogía de la mano y se lo llevaba al scriptorium, donde bajaban la escalera hasta los aposentos de su padre. Paulinus les observaba como si fueran criaturas celestiales, buscaba señales, pero ellos se mostraban indiferentes el uno con el otro. Octavus continuaba escribiendo furiosamente y el chico se movía como en sueños por la habitación, sin ver nada y, sin embargo, sin tropezar con nada.
Las plumas no le interesaban, ni la tinta ni el pergamino ni los garabatos que surgían de la mano de Octavus.
A su vuelta, Paulinus informaba a Josephus: «El chico no muestra ninguna inclinación», y los dos viejos se encogían de hombros y se iban a hacer sus oraciones.
Era una fría tarde de otoño. El sol poniente tenía el color de los pétalos de la caléndula. Josephus caminaba por los terrenos de la abadía inmerso en sus meditaciones, orando en silencio por el amor de Dios y la salvación.
La salvación ocupaba su mente. Llevaba semanas notando que su orina se había vuelto primero marrón y ahora rojo cereza, y su voraz apetito había desaparecido. Se le aflojaban las carnes, tenía la piel enrojecida y el blanco de los ojos turbio. Cuando se levantaba después de haber estado arrodillado rezando, se sentía como si estuviera flotando en las olas y tenía que agarrarse para mantener el equilibrio. No necesitaba consultar al cirujano barbero ni a Paulinus. Sabía que se estaba muriendo.
Oswyn no llegó a ver la reconstrucción completa de la abadía y Josephus creía que tampoco él la vería, pero la iglesia, el scriptorium y la casa capitular estaban ya terminados, y el trabajo en los dormitorios progresaba. Y aún más importante: la biblioteca de Octavus estaba en su cabeza. Jamás llegaría a imaginar su propósito y había dejado de intentar buscar el sentido. Simplemente sabía estas cosas:
Existía.
Era divina.
Algún día Cristo revelaría su propósito.
Había que protegerla.
Había que permitirle que creciera.
Sin embargo, cada vez que veía la sangre que perdía con las aguas menores, temía por la misión. ¿Quién guardaría y defendería su biblioteca cuando él ya no estuviera?
Vio en la distancia a Primus sentado en el polvo del huerto destinado a los huéspedes, una parcela estéril ya recolectada que había junto al hospicio. Estaba solo, algo que había dejado de ser inusual ya que su madre no cuidaba de él. Hacía tiempo que no lo veía, y sintió suficiente curiosidad como para espiarle.
El chico tenía casi la misma edad que Octavus cuando Josephus lo acogió, y su parecido era extraordinario. El mismo pelo rojizo, el mismo rostro cerúleo, el mismo cuerpo frágil.
Cuando estuvo a unos treinta pasos de él, se detuvo y sintió que su corazón galopaba y la cabeza le daba tumbos. Si últimamente no le hubiera dado por usar un bastón para caminar se habría tropezado. El chico sostenía un palo. Entonces, ante los ojos de Josephus, lo utilizó para rascar en el polvo con unos amplios movimientos circulares.
Estaba escribiendo, a Josephus no le cabía ninguna duda.
A Josephus le costó aguantar hasta el final de los rezos de la hora nona. Cuando la congregación se dispersó, tocó a tres personas en el hombro y las llevó a un rincón apartado de la nave. Allí hizo corrillo con Paulinus, Magdalena y José, al que habían incluido en su círculo cuando el joven monje descubrió la violación. Josephus jamás se había arrepentido de la decisión de abrir las puertas al ibérico, que era tranquilo, sabio y discreto a más no poder. Además, el abad, la priora y el astrónomo, que cada vez eran más viejos, apreciaban la fuerza y el vigor de José.