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Aparte de eso, la compañera de Mueller era una agente especial joven, solo llevaba tres años fuera de Quantico, y estaba tan imbuida de ferviente ambición y rectitud en el obrar, que a Will le parecía una fanática religiosa. Había observado su paso presuroso por la planta veintitrés, siempre a toda mecha por los pasillos, sin sentido del humor, mojigata, tomándose tan en serio a sí misma que le ponía enfermo.

Se inclinó hacia delante, casi blanco como el papel.

– Mira, Susan -comenzó a decir alzando la voz-, no creo que eso sea buena idea. Ese tren ya pasó. Deberías haberme pedido que llevara el caso hace semanas, porque, ¿sabes?, entonces era el momento adecuado. Pero ahora no sería conveniente ni para mí, ni para Nancy ni para el departamento, ni para la agencia, ni para los ciudadanos que pagan sus impuestos, ni para las víctimas, ni, maldita sea, ¡para las víctimas que estén por venir! ¡Y lo sabes tan bien como yo!

Sánchez se levantó para cerrar la puerta y después volvió a sentarse y cruzó las piernas. El frufrú de sus medias al rozar la una con la otra lo distrajo momentáneamente de su arrebato.

– Sí, ya bajo la voz -dijo-. Pero eres tú quien se llevará la peor parte. Tú eres la que está en el ojo del huracán. Llevas Investigación de Crímenes Violentos y Delitos Mayores contra la Pro piedad, la segunda rama con más eco en Nueva York. Que cojan al gilipollas del Juicio Final es algo que está bajo tu supervisión, así que ponte las pilas. Eres mujer, eres hispana, dentro de unos años serás asistente de dirección en Quantico, o tal vez agente especial de supervisión en Washington. El límite está en el cielo. No la jodas metiéndome a mí por medio, ese es mi consejo de amigo.

Sánchez le dirigió una mirada que habría dejado helado hasta a un esquimal.

– Agradezco mucho tu asesoramiento, Will, pero no sé si debo confiar en el consejo de un hombre que está cada vez más abajo en el organigrama. Créeme, a mí tampoco me entusiasma la idea, pero ya hemos discutido esto internamente. Benjamín y Ronald se niegan a prescindir de nadie del departamento de antiterrorismo, y en la oficina de delitos financieros y en Crimen Organizado no hay nadie que haya llevado antes este tipo de casos. No quieren que venga ningún oportunista de Washington ni de ninguna otra oficina. Eso les haría quedar mal. Esto es Nueva York, no Cleveland. Se supone que tenemos los mejores profesionales. Tú tienes la experiencia adecuada… la personalidad incorrecta, tendrás que trabajar en ello, sí, pero tienes la experiencia adecuada. Es tuyo. Será tu último gran caso, Will. Te irás a lo grande. Míratelo así, y anímate.

Will lo intentó desde otro ángulo.

– Si cogiéramos a ese tipo mañana, cosa que no haremos, cuando esto llegue a juicio yo ya seré historia.

– Pues volverás para testificar. Seguro que entonces las dietas se pagan bien.

– Muy graciosa. ¿Y qué pasa con Nancy? La envenenaré. ¿Es que quieres que sea el chivo expiatorio?

– Nancy es impredecible. Puede cuidar de sí misma, y también de ti.

Acabó por ponerse huraño y dejó de buscar argumentos.

– ¿Y qué pasa con la mierda en la que estoy trabajando?

– Se la pasaré a alguien. No hay problema.

Eso fue todo. No había más que hablar. No era una democracia y negarse o que le despidieran no eran opciones. Catorce meses. Catorce malditos meses.

En un par de horas su vida había cambiado. El gerente de la oficina apareció con unos cajones de color naranja con ruedas e hizo que se llevaran de su cubículo los expedientes del caso en el que estaba trabajando. En su lugar llegaron los expedientes del caso Juicio Final que llevaba Mueller, cajas llenas de documentos recopilados durante las semanas previas a que un cúmulo de plaquetas pegajosas hicieran papilla unos cuantos mililitros de su cerebro. Will las miró como si fueran un montón de boñigas apestosas, bebió otra taza de su café requemado y luego se dignó abrir al azar una de las carpetas.

Antes de verla, le oyó aclararse la garganta a la entrada del cubículo.

– ¡Hola! -saludó Nancy-. Creo que vamos a trabajar juntos.

Nancy Lipinski iba embutida en un traje de color gris carbón. Le quedaba media talla pequeño y le apretaba en la cintura lo suficiente para que su barriga sobresaliera un poco, algo nada atractivo. Era un taponcito, descalza medía uno sesenta, y en opinión de Will tenía que perder un par de kilos de todas partes, incluso de su tersa y redonda cara. ¿Acaso había pómulos ahí debajo? No tenía para nada el típico cuerpo macizo de las graduadas que salían de Quantico. Will se preguntó cómo se las habría arreglado para pasar las revisiones de la unidad de entrenamiento físico de la academia. Allí abajo no se andaban con chiquitas y a las tías no les pasaban una. Había que admitir que era algo atractiva. La práctica media melena rojiza, el maquillaje y el brillo complementaban bien su delicada nariz, sus bonitos labios y sus expresivos ojos color miel, y su perfume habría seducido a Will de haberlo llevado otra mujer. Lo que le echaba para atrás era esa mirada de lástima. ¿Podía haberle negado cariño a un cero a la izquierda como era Mueller?

– ¿Qué tienes pensado hacer? -preguntó Will de manera retórica.

– ¿Tienes tiempo ahora?

– Mira, Nancy, prácticamente no he empezado a abrir las cajas. ¿Por qué no me das un par de horas, hasta después del mediodía, más o menos, y hablamos?

– Me parece bien, Will. Lo único que quería decirte es que, aunque esté contrariada por lo de John, voy a seguir partiéndome la espalda con este caso. No hemos trabajado nunca juntos, pero he estudiado algunos de tus casos y sé las contribuciones que has hecho en el campo. Siempre estoy dispuesta a mejorar, así que tus observaciones tendrán suma importancia para mí…

Will necesitó cortar de raíz toda esa palabrería.

– ¿Te gusta Seinfeld? -preguntó.

– ¿La serie de televisión?

Will asintió.

– Bueno, sé lo que es -contestó ella, suspicaz.

– Las personas que crearon la serie idearon unas reglas básicas para los personajes, y esas reglas básicas son las que la hacen diferente de cualquier otra comedia. ¿Quieres saber cuáles son esas reglas? Serán las reglas por las que nos vamos a regir tú y yo…

– ¡Claro, Will! -dijo Nancy con entusiasmo, deseosa al parecer de aprender la lección.

– Las reglas eran: nada de aprendizaje y nada de abrazos. Hasta luego, Nancy -dijo con la mayor frialdad posible.

Mientras ella seguía allí intentando decidir si retirarse o contraatacar, oyeron que se acercaba un ruido de pasos ligeros y rápidos, una mujer intentando correr con tacones.

– ¡Alerta Sue! -gritó Will con voz melodramática-. Diría que tiene algo que nosotros no tenemos.

En su profesión, la información dotaba al que la tenía de un poder temporal, y a Sue Sánchez eso de saber algo antes que los demás parecía que le daba alas.

– ¡Bien, los dos estáis aquí! -dijo obligando a Nancy a quedarse-. ¡Ha habido otro! El número siete, en el Bronx. -Estaba exultante, aturdida, casi se diría que llena de júbilo-. Id hasta allí antes de que los de la Cuarenta y cinco la fastidien otra vez.

Will, exasperado, alzó los brazos.

– Por Dios, Susan, todavía no sé un carajo sobre los seis primeros. ¡Dame un respiro!

Bang. Nancy hizo su aparición estelar.

– Oye, ¡solo tienes que hacer como si fuera el número uno! ¡Sin problema! En fin, te pillo por el camino.

– Ya te lo había dicho, Will -dijo Susan con una sonrisa diabólica-. Es imprevisible.

Will cogió uno de los Ford Explorer negro que el departamento usaba para los asuntos de rutina. Salió del garaje subterráneo del 26 de Liberty Plaza y navegó por carreteras de sentido único hasta que tomó rumbo al norte por el carril rápido de la autopista. El coche estaba impecable y rodaba como la seda, el tráfico no estaba mal y a él le gustaba salir pitando de la oficina. De haber estado solo habría sintonizado la WFAN para saciar su hambre de deportes, pero no lo estaba. En el asiento del copiloto, Nancy Lipinski, libretita en mano, le ponía al día mientras pasaban bajo los raíles del teleférico de Roosevelt Island, cuya cabina se deslizaba lentamente en las alturas, sobre las turbulentas aguas del río East.