– El chico ha empezado a escribir -susurró Josephus. Incluso en susurros, su voz resonó en la cavernosa nave. Todos se santiguaron-. José, lleva al chico a los aposentos de Octavus.
Sentaron al niño en el suelo, junto a su padre. Octavus hizo caso omiso de él y de los otros que habían invadido su santuario. Magdalena evitaba a Octavus desde que cometió aquella atrocidad, y aun pasado el tiempo rehuía su visión. Ya no permitía a sus chicas que le atendieran, habían delegado esas tareas en los jóvenes novicios varones. Se mantenía lo más alejada que podía de su escritorio, casi preocupada de que pudiera darle un arrebato y violarla a ella también.
José colocó una gran hoja de vitela ante Primus y la rodeó con un semicírculo de velas.
– Dale una pluma con tinta -carraspeó Paulinus.
José agitó la pluma frente al chico como uno tentaría a un gato para que se abalanzara sobre un ovillo de hilo. Una gota de tinta salpicó la página.
De repente el niño alargó el brazo, agarró la pluma con su pequeña mano derecha y puso la punta sobre la página.
Movió la mano en círculos. La pluma rayó el pergamino ruidosamente. Las letras eran grandes y torpes pero lo bastante claras para descifrarlas:
V-a-s-c-o
– Vasco -dijo Paulinus cuando escribió la última letra.
S-u-a-r-i-z
– Vasco Suariz -entonó José-. Un nombre portugués. Entonces surgieron de su juvenil mano también unos números infantiles.
8 6 800 Mors
– El octavo día de junio del año 800 -dijo Paulinus.
– Por favor, José -intervino Josephus-, comprueba por qué página va Octavus. ¿Qué año está registrando?
José miró por encima del hombro de Octavus y examinó la página:
– ¡Su última entrada es del séptimo día de junio del año 800!
– ¡Dios bendito! -exclamó Josephus-. ¡Están conectados como si fueran uno solo!
Cada uno de los cuatro hermanos intentó descifrar la expresión de los otros a la luz danzante de las velas.
– Sé lo que están pensando -dijo Magdalena-, y no puedo dar mi consentimiento.
– ¿Cómo puede saberlo, priora, cuando ni yo mismo lo sé? -contestó Josephus.
– Busque en su alma, Josephus -dijo ella con escepticismo-. Estoy segura de que conoce su propia mente.
Paulinus alzó los brazos en señal de protesta.
– Hablan con acertijos. ¿Acaso no puede un hombre viejo tener la esperanza de saber de qué están hablando?
Josephus se levantó lentamente para evitar marearse.
– Vamos, dejemos al chico con Octavus durante un rato. No hará nada malo. Me gustaría que mis tres amigos se reunieran conmigo arriba, donde podremos tener una conversación piadosa.
Todo era más cálido y más cómodo que en el húmedo sótano. Cada uno de ellos se sentó a un escritorio de copistas, Josephus mirando a Magdalena y Paulinus frente a José.
Josephus rememoró en voz alta la noche del nacimiento de Octavus y cada uno de los hitos en la historia del joven. Estaba claro que todos conocían aquellos datos, pero Josephus nunca antes había relatado una historia oral, por lo que estaban seguros de que había una razón para que lo hiciera ahora. Tras esto pasó a la más breve pero no menos interesante historia de Primus, incluyendo los acontecimientos que acababan de ocurrir.
– ¿Puede alguno de nosotros dudar de que tenemos la obligación sagrada de preservar y mantener esta obra divina? -preguntó Josephus-. Por razones que tal vez nunca nos sean dadas a conocer, Dios ha confiado en nosotros, sus siervos en la abadía de Vectis, para que seamos los guardianes de estos milagrosos textos. Él ha dotado al joven Octavus, nacido en milagrosas circunstancias, del poder, no, del imperativo de dar cuenta de la entrada y el paso por la Tierra de cada una de las almas que llegan y la abandonan. El destino de los hombres yace aquí desnudo ante nosotros. Esos textos son un testamento del poder y la omnisciencia del Creador, y nosotros recibimos con humildad el amor y el cariño que El tiene por sus criaturas. -Una lágrima asomó y comenzó a surcar su rostro-. Octavus es especial, pero seguramente también es un ser humano mortal. Yo me he preguntado, como lo habéis hecho vosotros, cómo podrá perpetuarse la inmensidad de su tarea. Ahora tenemos la respuesta.
Se detuvo y vio que todos asentían muy serios.
– Me estoy muriendo.
– ¡No! -protestó José con la misma preocupación que un hijo mostraría por su padre.
– Sí, es la verdad. Creo que a ninguno os, sorprende demasiado. Basta mirarme para saber que estoy gravemente enfermo.
Paulinus alargó la mano para tocarle la muñeca y Magdalena se retorció las manos.
– Dime, Paulinus, ¿has visto el nombre Josephus de Vectis registrado en alguno de los libros?
Paulinus contestó a través de sus labios resecos.
– Lo he visto.
– ¿Y conoces la fecha exacta?
– Sí.
– ¿Será pronto?
– Sí.
– Confío en que no será mañana -bromeó.
– No, no es mañana.
– Excelente -dijo dando una ligera palmada-. Mi deber es preparar las cosas para el futuro, no solo en cuanto a la abadía, sino también en lo que respecta a Octavus y la biblioteca. Así que aquí, esta noche, declaro que haré llamar al obispo y le suplicaré que, tras mi fallecimiento, eleve a la hermana Magdalena al rango de abadesa de Vectis y al hermano José al de prior. Tú, hermano Paulinus, querido amigo, continuarás sirviéndoles como has hecho tan lealmente conmigo.
Magdalena inclinó la cabeza para ocultar la tímida sonrisa que apenas podía evitar. Paulinus y José se habían quedado mudos de pena.
– Y tengo una declaración más que hacer -continuó Josephus-. Esta noche acabamos de formar una nueva orden dentro de Vectis, una orden sagrada y secreta para la protección y conservación de la biblioteca. Nosotros cuatro somos los miembros fundadores de la que de aquí en adelante se conocerá como la Orden de los Nombres. Ahora recemos.
Le siguieron en una profunda plegaria y cuando el abad terminó todos se levantaron al unísono.
Josephus tocó a Magdalena en uno de sus huesudos hombros.
– Cuando las vísperas hayan finalizado, haremos lo que debe hacerse. ¿Hará esto con buena voluntad?
La mujer dudó y rezó en silencio a la Santa Madre. Josephus esperaba su respuesta.
– Lo haré.
Después de vísperas Josephus se retiró a sus aposentos para meditar. Sabía lo que estaba pasando, pero no quería presenciar los acontecimientos personalmente. Su resolución era firme, pero en el fondo seguía siendo un alma amable y sensible, no tenía estómago para ese tipo de asuntos.
Sabía que mientras él inclinaba su cabeza para rezar, Magdalena y José sacaban a Mary del hospicio y la llevaban hasta el oscuro pasillo que conducía al scriptorium. Sabía que ella sollozaría tímidamente. Sabía que los sollozos se tornarían gemidos cuando tiraran de su mano para bajar la escalera hasta el sótano. Y sabía que los gemidos se tornarían gritos cuando Paulinus abriera la puerta de la cámara de Octavus y José la forzara a atravesar el umbral y después cerrara la puerta tras ella.
30 de enero de 1947, isla de Wight,
Inglaterra
Reggie Saunders estaba dándose un revolcón con Laurel Barnes, la pechugona esposa del teniente coronel Julián Barnes, en la cama con baldaquín del teniente coronel. Se lo estaba pasando en grande. Se hallaba en una magnífica casa de campo con un magnífico dormitorio, un estupendo fuego para quitarse el frío y una agradecida señora Barnes acostumbrada a cuidar de sí misma mientras su marido estaba en la guerra.
Reggie era un tipo robusto y rubicundo con una barriga cervecera muy masculina. Su sonrisa infantil y unos hombros de una anchura imposible conquistaban a todo tipo de mujeres, incluida la actual. Oculta tras sus travesuras y su afabilidad había una brújula de la moral que estaba rota. La flecha siempre apuntaba en la misma dirección: hacia Reggie Saunders. Siempre había parecido que el mundo estaba en deuda con él por el mero hecho de existir, y su triunfante paso por la Segunda Guerra Mundial, con ojos, extremidades y genitales intactos, era para él una muestra más de que la agradecida nación debería continuar facilitándole sus necesidades, tanto económicas como sensuales. Las leyes de la Corona y las buenas costumbres en sociedad eran señales de guía aproximadas para su mundo, algo tal vez a tener en cuenta, para después soslayarlo.