Su servicio en la guerra empezó de una manera sucia e incómoda como sargento segundo en la octava compañía de Montgomery que intentaba desplazar a Rommel de Tobruk. Después de demasiado tiempo en el desierto, en 1944 consiguió un traslado desde el norte de África a la Francia liberada, a un regimiento cuya tarea era recuperar y catalogar las piezas de arte que los nazis habían robado.
Su jefe era el caballero más afable que jamás había conocido, un catedrático de Cambridge para el que ejercer el mando era preguntar educadamente a sus hombres si podrían ayudarle con esto o con lo otro. Lo increíble era que el ejército había acertado con el comandante Geoffrey Atwood y había encontrado un trabajo que realmente se ajustaba a las habilidades de este profesor de universidad de Arqueología y Antigüedades, en lugar de haberlo destinado, peligrosa e ineficazmente, a cualquier sitio con un mapa, prismáticos y armas de largo alcance.
El trabajo de Saunders consistía principalmente en dirigir a un batallón de muchachos para que sacaran unas pesadas cajas de madera de unos sótanos y las transportaran a otros sótanos. Jamás compartió un sentimiento de indignación moral ante los saqueos de los alemanes. Sus robos le parecían comprensibles dadas las circunstancias. De hecho, bajo su vigilancia una o dos chucherías pasaron por sus manos a cambio de unos cuantos billetes, y ¿por qué no? En la posguerra pasaba de una tarea a otra, reconstruyendo aquí y allá, huyendo de los enredos sentimentales cuando era necesario. Cuando Atwood le llamó para saber si le interesaría un poco de aventura en la isla de Wight, estaba entre varios compromisos, así que le contestó: «Silbe, jefe, y le seguiré a cualquier parte».
En estos momentos Reggie estaba dale que te pego perdido plácidamente en un mar de carne rosada que olía a talco y a lavanda. La mujer de la casa gorjeaba de una manera que lo transportaba hasta el aviario de Kew Gardens, adonde lo llevaron cuando era un muchacho para que adquiriera un poco de cultura natural. No tardó en volver al presente. La tenía a punto de caramelo, y su abuelo siempre le había dicho que una faena que merecía la pena, merecía la pena hacerla bien. Entonces oyó un sonido mecánico, un rumor gutural.
Los años patrullando por la noche en los desiertos del Líbano y Marruecos habían entrenado su oído, una técnica de supervivencia que volvió a poner en práctica.
– ¡No pares, Reggie! -se quejó la señora Barnes.
– Aguanta un segundo, corazón. ¿No has oído eso?
– Yo no oigo nada.
– El motor. -No era el coche de un sirviente, desde luego que no. Estaba seguro de que era el motor de un purasangre-. ¿Estás segura de que tu maridito no está al llegar?
– Ya te lo he dicho. Está en Londres. -Le agarró las nalgas e intentó que siguiera dándole.
– Viene alguien, cielo, y no es el puñetero cartero.
Salió de la cama desnudo y separó las cortinas. Un par de faros atravesaban la oscuridad. Un Invicta color cereza estaba enfilando el camino de entrada, la gravilla crujía a su paso; era un modelo de una belleza tan particular, que lo reconoció en cuanto las farolas lo iluminaron.
– ¿A quién conoces que tenga un Invicta rojo? -preguntó.
Si hubiera dicho: «Satanás está llamando a la puerta», el efecto habría sido el mismo.
Ella saltó de la cama, y, profiriendo agudos sonidos de alerta y miedo, recogió su ropa interior.
– Tiene que ser el coche del teniente coronel -dijo Reggie, fatalista, encogiendo sus grandes hombros-. Me voy volando, cielo. Chao.
Saltó dentro de sus pantalones, se apretó la ropa contra el pecho y salió embalado por la escalera trasera hacia la cocina. Estaba atravesando ya la puerta de servicio cuando el teniente coronel entraba en el vestíbulo llamando alegremente a su esposa:
– ¡Yuju! ¡Adivina quién ha llegado a casa un día antes!
Reggie acabó de vestirse en el jardín y empezó a tiritar al instante. En tanto que la semana anterior había hecho un calor impropio de esa estación, en ese momento una masa de aire frío del norte martilleaba el termómetro. Se había encontrado con la mujer fuera del pub y ella le había llevado a su casa. Ahora estaba a por lo menos diez kilómetros de la base y pensó que no le quedaba otra que patear.
Avanzó de puntillas hasta la puerta de entrada. El Invicta de 1930 irradiaba calor. La cabina era profunda, como una bañera con asientos acanalados de cuero rojo. Las llaves estaban en el contacto. Su proceso analítico no era complicado: tengo frío, el coche está caliente, me lo llevo prestado y voy un poco más allá de la carretera. Entró y le dio al contacto. El motor Lagonda de ciento cuarenta caballos rugió y cobró vida, demasiado alto. Un segundo más tarde estaba aterrorizado. ¿Dónde demonios estaba la caja de cambios? Pasó las manos por todos sitios, intentando palparla. La puerta de la casa se abrió de golpe.
Entonces lo recordó: ¡aquel era el primer coche de transmisión automática que había habido en Gran Bretaña! Empujó el acelerador y la transmisión realizó su función con suavidad. El coche salió disparado levantando gravilla a su paso. En el retrovisor vio a un hombre de mediana edad muy enfadado alzando al aire sus puños apretados. El ruido del motor ahogaba lo que fuera que estuviera diciendo.
– ¡Lo mismo digo, colega! -gritó Reggie-. Gracias por tu motor y gracias por tu señora.
Aparcó el Invicta fuera del pub de Fishbourne y recorrió a paso rápido el último kilómetro, silbando en la oscuridad y frotándose las manos para calentárselas. Una hoguera de troncos hasta los topes de parafina ardía en la base, lo que le ayudó a orientarse. Una capa densa de nubes difuminaba la luz de la luna; el cielo nocturno tenía el color de la franela gris. Los vapores del fuego se alzaban oscuros y espesos como depravadas arpías, y Reginald siguió su ascenso hasta que alcanzaron la amenazadora aguja de la catedral de la abadía de Vectis y los perdió.
Cuando Reggie se acercaba al fuego para calentarse, se abrió una puerta de una de las destartaladas caravanas.
– ¡Gawd! -gritó un joven larguirucho-. ¿A que no sabes quién ha vuelto? ¡A Reggie le han dado la patada!
– Me he largado porque me ha dado la puta gana, chaval -replicó Reggie secamente-. ¿Queda algo de comida?
– Supongo que habrá latas de alubias.
– Pues saca una. Estoy hambriento después del polvo.
El chaval soltó una risotada, pero aquella palabra debía de tener una cualidad mágica, porque las puertas de las cuatro caravanas se abrieron y sus ocupantes salieron para escuchar más. Hasta el mismísimo Geoffrey Atwood, con un grueso jersey de lana de cuello alto, y dando caladas a su pipa con aspecto reflexivo, emergió de la caravana del jefe.
– ¿Alguien ha dicho polvo?
– ¿No estaréis esperando que os lo cuente con pelos y señales?
– Sí, por favor, sí -dijo libidinosamente el joven larguirucho, Dennis Spencer.
Era un novato de Cambridge con la cara llena de espinillas; lo suficientemente joven como para haberse librado del servicio a la patria.
Había otros cuatro, tres hombres y una mujer, todos del departamento de Atwood. Martin Bancroft y Timothy Brown, al igual que Spencer, no habían acabado la carrera, eran estudiantes maduros que habían vuelto de la guerra para completar sus interrumpidos estudios. Martin jamás había salido de Inglaterra. Lo habían destinado a Londres como oficial del servicio de inteligencia. Timothy había sido el encargado del radar en una fragata de la marina que operaba principalmente en el Báltico. Ambos estaban encantados de volver a Cambridge y les emocionaba la posibilidad de hacer un poco de trabajo de campo.