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Ernest Murray era mayor que el resto, rondaba la treintena y estaba terminando su doctorado en Antigüedades, que había tenido que abandonar apresuradamente cuando los alemanes invadieron Polonia. En Indochina había presenciado la acción pura y dura, lo que le dejó terriblemente inseguro de sí mismo. De alguna manera la arqueología anglosajona ya no le parecía relevante y no era capaz de imaginar qué haría durante el resto de su vida.

La única mujer del grupo era Beatrice Slade, profesora de Historia Medieval y confidente académica de Atwood, que prácticamente había llevado el departamento de este durante la guerra. La señorita era un volcán en erupción de lo más guasón, lesbiana declarada y famosa por ello. Reggie y ella eran seres humanos esencialmente incompatibles. Cuando ella se daba la vuelta, él se mofaba cruelmente de su sexualidad, y cuando era Reggie quien se daba la vuelta Beatrice hacía lo propio con él.

– Vaya, estamos todos levantados -dijo Atwood, parpadeando ante el ardor del fuego-. ¿Nos tomamos un café mientras Reggie nos cuenta su historia?

– Yo lo preparo, profe -se ofreció Timothy.

– Bueno, ¿cómo ha ido, Reg? -preguntó Martin-. Creía que esta noche dormirías en una cama de plumas y que no volverías a este cuchitril mohoso.

– Tuve un problemilla, colega -respondió-. Nada que no pudiera controlar. -Se lió un cigarrillo y pasó la lengua por el papel.

– ¿Nada que no pudieras controlar? -repitió Beatrice con sorna-. ¿Te bloqueaste porque quería más? -Movió las caderas como si fuera una fulana y todos, incluso Atwood, se partieron de risa.

– Muy gracioso, muy divertido -dijo Reggie-. Su marido llegó a casa antes de lo previsto y tuve que ahuecar el ala ipso facto para evitar un encuentro desagradable.

– Y dígame, señor Saunders -dijo Dennis fingiendo respeto hacia el que le superaba en edad-, mientras ahuecaba el ala, ¿llevaba usted el culo al aire?

Y volvieron a explotar. Atwood dio varias caladas a su pipa y dijo pensativamente:

– Es una imagen bastante desagradable.

Era una mañana invernal en la que habían caído unos pocos copos de nieve; parecía como si hubieran echado sal en la tierra. Ernest se las arreglaba para hacer un desayuno completo para los siete con solo dos fogones. Envueltos en capas de lana, se sentaban alrededor del fuego, sobre cajas de leche, y recobraban las fuerzas con jarras humeantes de té dulce. Mientras engullía un triángulo de pan tostado y mojado en yema de huevo, Atwood miró el mar helado más allá del frío campo.

– ¿De quién fue la idea de excavar en enero? -dijo.

Una cálida mañana de verano o una fresca mañana otoñal habrían estado mejor, pero lo cierto es que para todos ellos era realmente extraordinario estar allí, fueran cuales fuesen la estación y las condiciones. Les parecía que el día anterior estaban todavía en plena guerra, soñando con lo maravilloso que sería hacer un poco de arqueología en una pacífica isla. Así que en cuanto Atwood recibió la subvención del Museo Británico para reanudar sus excavaciones en Vectis, se apresuró a organizarlo todo y al carajo con el invierno.

Reggie era el supervisor de obras. Miró su reloj, se levantó y con su mejor voz de sargento mayor gritó:

– ¡Está bien, chicos, es hora de moverse! ¡Hoy tenemos un montonazo de polvo que mover!

Timothy señaló a Beatrice de una manera exagerada.

– ¿Chicos? -preguntó.

– Tienes razón -dijo Reggie, aceptando el reto-. Mis disculpas. Es demasiado mayor para llamarle chico.

– Vete a tomar por culo, pajillero de mierda -dijo ella.

La excavación de Atwood ocupaba una esquina de los terrenos de la abadía, lejos de donde estaban la mayoría de los edificios. El abad, Dom William Scott Lawlor, un clérigo de voz suave apasionado por la historia, había tenido la amabilidad de permitirles acampar dentro del complejo. A cambio, Atwood le informaba de sus progresos; el sábado anterior, Lawlor incluso había aparecido por allí vestido con vaqueros y anorak y se había pasado una hora rascando un metro cuadrado de tierra con una pala pequeña.

El grupo de excavadores atravesaba el campo cuando las campanas de la catedral anunciaron la misa de las nueve de la mañana y la hora tercia. Arriba, las gaviotas descendían en picado y se quejaban, y en la distancia se agitaban las aceradas olas del Solent. Al este, la aguja de la catedral lucía magnífica contra el resplandeciente cielo. Cruzando los campos, diminutas figuras -monjes con oscuros ropajes- desfilaban hacia la iglesia desde sus dormitorios. Atwood los observó, con los ojos entrecerrados por la luz del sol; le maravillaba su intemporalidad. ¿Acáso habría visto una escena muy diferente si hubiera estado en ese mismo sitio mil años antes?

El yacimiento estaba delimitado con estacas y cordel. Cubría una extensión de cuarenta metros por treinta, rica tierra marrón con hierba desprovista de la capa superficial. Desde la distancia se veía claramente que se hallaba en una depresión, aproximadamente un metro por debajo de las tierras que lo rodeaban. Fue ese espacio vacío lo que llamó la atención de Atwood cuando inspeccionó las tierras de la abadía antes de la guerra. Estaba claro que allí se había llevado a cabo algún tipo de actividad.

Pero ¿por qué tan lejos del complejo principal de la abadía?

En las dos breves excavaciones de 1938 y 1939, Atwood había encontrado cimiento de piedra y trozos de cerámica, algunos del siglo XII, pero la mayoría del siglo XIII. En el fragor de la guerra, a menudo viajaba con el pensamiento a Vectis. ¿Por qué demonios se había construido una estructura del siglo XII allí, tan aislada del centro de la abadía? ¿Tendría un fin eclesiástico o secular? En los archivos de la biblioteca de la abadía no se mencionaba el edificio. Tuvo que resignarse y aceptar que no podía enfrentarse al misterio hasta que no derrotaran a Hitler.

En la cara sur del yacimiento, frente al mar, Atwood estaba abriendo la zanja principal, una sección de unos treinta metros de largo, cuatro de ancho y por lo pronto tres metros de profundidad. Reggie, que era bueno con la maquinaria pesada, había empezado a abrir la zanja con una excavadora, y ahora todo el equipo estaba allí abajo haciendo el trabajo de cubo y pala. Estaban siguiendo lo que quedaba del muro sur de la estructura hasta los cimientos para ver si encontraban un nivel de ocupación que contuviera más datos.

Atwood y Ernest Murray estaban en la esquina sudeste, limpiando el muro con paletas para tomar fotografías de la sección.

– Este nivel -dijo Atwood señalando una banda irregular de tierra negra que recorría toda la sección-, ¿ves que sigue por encima del muro? Aquí hubo un fuego.

– ¿Accidental o deliberado? -preguntó Ernest.

Atwood le dio una chupada a su pipa.

– Nunca es fácil saberlo. Es posible que lo encendieran como parte de un ritual.

Ernest frunció el entrecejo.

– ¿Con qué propósito? Esto no era precisamente un enclave pagano. ¡Es del mismo tiempo que la abadía y se halla en su perímetro!

– Excelente apreciación, Ernest. ¿Estás seguro de que no quieres hacer carrera en la arqueología?

El joven se encogió de hombros.

– No lo sé.

– Bueno, mientras consideras tu destino, tomemos esas fotografías y excavemos otro medio metro. No podemos estar muy lejos del suelo.

Atwood asignó a los tres estudiantes a la esquina sudeste para que hicieran la zanja más profunda. Beatrice estaba sentada a una mesa plegable, junto a la sección, catalogando fragmentos de cerámica, de modo que Atwood se llevó a Ernest y a Reggie a la esquina noroeste del yacimiento, donde abrirían una pequeña zanja en un intento de encontrar el otro lado del muro de contención. A medida que la mañana avanzaba, el calor aumentó y ellos empezaron a desprenderse de capas hasta que se quedaron en mangas de camisa.