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¿Era posible eso?

Atwood dirigió el haz de luz más allá de la mesa. Había otra mesa. Y tras esta, otra. Y otra. Y otra.

Su cerebro trabajaba.

– Creo que sé qué es esto.

– Soy todo oídos, profe -dijo Reggie en voz baja-. ¿Dónde demonios estamos?

– En un scriptorium. Un scriptorium subterráneo. Simplemente asombroso.

– Si supiera qué significa eso -dijo Reggie, irritado-, supongo que sabría qué es esto.

– Es donde los monjes copiaban los manuscritos -explicó Beatrice, sobrecogida-. Si no me equivoco, es el primero que se descubre en un subterráneo.

– No te equivocas -dijo Atwood.

Dennis se disponía a coger uno de los tinteros cuando Atwood le detuvo.

– No toques nada. Hay que fotografiarlo todo in situ, tal como lo hemos encontrado.

– Perdón -dijo Dennis-. ¿Cree que encontraremos manuscritos aquí abajo?

– ¿No sería maravilloso? -dijo Atwood arrastrando la voz-. Pero no me hago ilusiones.

Decidieron separarse en dos grupos para explorar los límites de la cámara. Ernest se llevó a los tres estudiantes a la derecha. Atwood, Reggie y Beatrice fueron hacia la izquierda.

– Vigilad por dónde pisáis -advirtió Atwood.

Contó las hileras de mesas y cuando llegó a quince vio que Reggie estaba iluminando otro portón que había al final de la habitación.

– ¿No le gustaría pasar por esta? -preguntó Reggie.

– ¿Por qué no? -contestó Atwood-. De todos modos, nada puede superar esto.

– Seguro que es el váter -bromeó Beatrice, nerviosa.

Estaban prácticamente pegados a Reggie mientras este levantaba el pesado cerrojo, tiraba de la puerta y la abría. Los tres iluminaron el interior al unísono. Atwood jadeó.

Se sintió mareado y tuvo que sentarse en el suelo. Poco a poco sus ojos volvieron a la vida.

Reggie y Beatrice se agarraron el uno al otro para darse apoyo, dos opuestos atraídos por primera vez.

Los gritos de los otros llegaron desde un rincón distante.

– ¡Profesor, venga aquí! ¡Hemos encontrado unas catacumbas!

– ¡Hay cientos de esqueletos, puede que miles!

– ¡Siguen hasta el infinito!

Atwood no podía responder. Reggie dio unos cuantos pasos atrás para asegurarse de que su jefe se encontraba bien. Se inclinó, ayudó al viejo a ponerse en pie y gritó con voz de barítono:

– ¡Que les den a esos esqueletos! Será mejor que vengáis aquí porque no vais a creeros dónde nos hemos metido.

Lo primero que pensó Atwood fue que estaba muerto, que había inhalado algún vapor tóxico y había muerto. No era un hombre religioso pero aquella tenía que ser una experiencia sobrenatural.

Pero no, era real. Si la primera cámara era del tamaño de un teatro, la segunda era como el hangar de un aeropuerto. A la izquierda, a solo unos tres metros de la puerta, había una enorme estantería de madera llena de volúmenes encuadernados en piel. A la derecha había otra idéntica, y entre las dos un pasillo lo suficientemente amplio para que pasara una persona. Atwood se recobró e inspeccionó una de las estanterías con su linterna para calcular sus dimensiones. Tenía aproximadamente quince metros de largo, diez de alto y veinte baldas. Hizo un conteo rápido de los libros que había en una balda: ciento cincuenta.

Al adentrarse en el pasillo central sintió un hormigueo en todas sus terminaciones nerviosas. A ambos lados había estanterías enormes, idénticas a las primeras y parecían extenderse hasta la oscuridad.

– Vaya mogollón de libros -dijo Reggie.

Atwood esperaba que las primeras palabras pronunciadas con ocasión de uno de los mayores descubrimientos en la historia de la arqueología hubieran sido más profundas. ¿Habría oído Cárter en la entrada de la tumba de Tutankamón: «Vaya mogollón de chatarra»? En cualquier caso, no le quedaba más remedio que estar de acuerdo.

– Desde luego.

Violó su propia regla de no tocar y presionó levemente el dedo índice contra el lomo de un libro que le quedaba a la altura de los ojos, al final de la tercera estantería. Cuero fino en excelente estado de conservación. Lo sacó con cuidado.

Pesaba mucho -como un saco de dos kilos de harina-, tenía unos cuarenta y cinco centímetros de largo, treinta de ancho y un grosor de doce. El cuero estaba frío, resplandeciente, sin ningún adorno ni marca en la cubierta, pero en el lomo vio un número enorme grabado en el cuero: 833. Los pergaminos estaban cortados de manera basta, un tanto desigual. Por lo menos había dos mil páginas.

Reggie y Beatrice estaban a su lado. Ambos dirigieron sus luces al libro que acunaba en el hueco de su brazo. Lo abrió por una página al azar.

Era una lista. Nombres, tres columnas por página, unos sesenta por columna. Antes de cada nombre había una fecha: 23 1 833. Después de cada nombre figuraba la palabra Mors o Natus.

– Es algún tipo de registro -susurró Atwood. Pasó la página. Más de lo mismo: una lista interminable-. ¿Te sugiere algo esto, Bea? -preguntó.

– Parece un registro de nacimientos y muertes como el que podría llevar cualquier parroquia en la Edad Media -contestó.

– ¿No dirías que hay demasiados? -Atwood apuntó el haz de su linterna hacia el largo pasillo central.

Los otros ya habían llegado y hablaban en murmullos en la entrada de la biblioteca. Atwood les gritó que por el momento se quedaran donde estaban. No se había dado cuenta de que Reggie había avanzado por el pasillo central hasta el fondo de la cámara.

– ¿De qué época crees que es esta cripta? -preguntó Atwood a Beatrice.

– Bueno, a juzgar por el trabajo de la piedra, la construcción de la puerta y la cerradura, diría que del siglo XI, tal vez del XII.Y me atrevo a afirmar que somos las primeras almas con vida que respiran este aire desde hace unos ochocientos años.

Desde una distancia de treinta metros resonó la voz de Reggie.

– Y si la marimandona es tan listilla, ¿cómo es que estoy viendo un libro en el que la fecha es el 6 de mayo de 1467?

Necesitaban un generador. A pesar de la emoción, Atwood decidió que era demasiado peligroso seguir explorando en la oscuridad. Volvieron sobre sus pasos y salieron al resplandor del final de la tarde. Después se apresuraron a cubrir la entrada a la escalera de caracol con tablones, una lona y arena para que un observador desenfrenado como Abbot Lawlor no percibiera nada en absoluto.

– Ni una palabra de esto a nadie -advirtió Atwood-. ¡A nadie!

Volvieron a la base y Reggie se llevó a dos de los chicos en busca de un generador; tenía que haber alguno en la isla. Atwood se atrincheró en su caravana para dar cuenta de todo en su libreta, en tanto que el resto hablaba en voz baja, al rumor del cordero cocido a fuego lento.

La furgoneta volvió tras la puesta de sol. Un obrero de Newport les había alquilado un generador portátil. También habían conseguido cien metros de cable eléctrico y una caja de bombillas.

Reggie abrió la puerta trasera de la furgoneta para que el profesor inspeccionara la mercancía.

– Reginald a su servicio -declaró con orgullo.

– Siempre parece estarlo. -Atwood dio una palmadita en la espalda del hombretón.

– Esto es algo gordo, ¿verdad, jefe?

Atwood calló por un momento; lo que había escrito en su diario lo intranquilizaba.