– Soñamos con encontrar algo importante -le respondió a Reg-. Algo que cambie el entorno, en realidad. Bien, pues me temo que como tú dices esto es algo demasiado gordo.
– ¿A qué se refiere?
– No lo sé, Reg. Si te digo la verdad, tengo un mal presentimiento.
Pasaron toda la mañana siguiente poniendo en marcha el generador y cableando las estructuras subterráneas con luces incandescentes. Atwood decidió que lo primero de todo eran las fotografías; Timothy y Martin harían las tomas del scriptorium, Ernest y David de las catacumbas, y Beatrice y él de la biblioteca. El olor a ozono de los incesantes fogonazos del flash se mezclaba con el aire mohoso. Reggie hacía de electricista ambulante: tendía cable, cambiaba las bombillas que no iban bien y controlaba el generador, que traqueteaba en la superficie.
A media tarde descubrieron que había otra enorme biblioteca como aquella. Al final de la primera cámara había una segunda, construida al parecer en una fecha más tardía debido a la falta de espacio. La segunda cripta era tan grande como la primera, unos cuatrocientos metros cuadrados y no menos de nueve metros de alto. En cada una de las cámaras había sesenta pares de estanterías altas y largas, y cada par estaba separado por un pasillo central. La mayoría estaban atiborradas de gruesos volúmenes, excepto unos cuantos estantes vacíos al final de la segunda sala.
Tras una exploración superficial de los límites de las criptas, Atwood hizo un cálculo aproximativo en su libreta y le mostró los números a Beatrice.
– ¡Demonios! -dijo ella-. ¿Has calculado bien?
– No soy matemático, pero creo que sí.
La biblioteca contenía cerca de setecientos mil volúmenes.
– Sería una de las diez bibliotecas más grandes de Gran Bretaña -dijo Beatrice.
– Y me atrevería a decir que la más interesante. ¿Seremos capaces de desentrañar por qué unos monjes medievales, si eso es lo que eran, registraron de una forma más bien compulsiva nombres y fechas del futuro? -Cerró su libreta de golpe y el ruido resonó durante un par de segundos.
– Apenas he dormido pensando en todo esto -admitió Beatrice.
– Ni yo. Ven conmigo.
La llevó a la segunda sala. El cable todavía no había llegado allí, así que Beatrice se pegó a Atwood y ambos siguieron la enfermiza luz amarilla que emitía su linterna. Se sumergieron en la oscuridad del fondo de la sala. El profesor se detuvo y tocó uno de los lomos: 1806.
Avanzó hacia otra fila.
– Ah. Nos vamos acercando, 1870. -Siguió su marcha, observando las fechas de los lomos, hasta que por fin dijo-: Aquí está, 1895, un año muy bueno.
– ¿Por qué? -preguntó Beatrice.
– Es el año en que nací. Veamos. Acerca la luz, ¿puedes? No, tenemos que ir un poco más atrás, este empieza en septiembre. -Puso el libro en su sitio y probó con algunos de los que había cerca hasta que exclamó-: ¡Aja! Enero de 1895. Mi cumpleaños fue hace quince días, ya sabes. Aquí está, 14 de enero, un montón de nombres. ¡Caramba! ¡Si aquí están todas las lenguas que existen bajo el sol! Chino, árabe, inglés, español… ¿eso es finés? Si no me equivoco, esto es suajili. -Su dedo se desplazó por las columnas hasta que se detuvo-. ¡Por Dios bendito, Beatrice! ¡Mira esto! «Geoffrey Phillip Atwood 14-1-1895 Natus.» ¡Aquí estoy! ¡Estoy aquí, caramba! ¿Y cómo demonios podían saber que Geoffrey Phillip Atwood iba a nacer el día 14 de enero de 1895?
– Esto no tiene ninguna explicación racional, Geoffrey -dijo Beatrice con voz glacial.
– Salvo que eran puñeteramente inteligentes, ¿no crees? Me aventuraría a decir que son los que están en las catacumbas. Los puñeteramente inteligentes recibían un trato especial. No iban a enterrar a los especiales en un cementerio normal. Vamos a ver si encontramos algo más reciente, ¿te parece? -Hurgaron durante un rato en la segunda cámara. De repente Atwood se detuvo y Beatrice chocó contra su espalda. El profesor dejó escapar un discreto silbido-. ¡Mira esto, Beatrice!
Iluminó un montón de ropa que había en el suelo, cerca del final de una de las hileras, una masa de color marrón y negro, como si fuera un montón de ropa sucia. Se acercaron con cautela y lo miraron desde arriba, asombrados ante la visión de un esqueleto boca arriba completamente vestido.
La calavera, grande y de color pajizo, tenía restos de carne correosa y algunos mechones de pelo negro donde antes hubo cuero cabelludo. Junto a ella descansaba un gorro negro plano. El hueso occipital estaba abollado, con una fractura craneal bastante profunda, y las piedras que había bajo él estaban manchadas con sangre antigua. La ropa era de hombre: un jubón negro y acolchado con cuello alto, bombachos marrones hasta las rodillas, calzas negras sobre unos huesos largos, botas de piel. El cuerpo se hallaba sobre un largo manto negro, con el cuello remendado con una tela andrajosa.
– Está claro que nuestro amigo no es de la Edad Media -musitó Atwood.
Beatrice estaba ya de rodillas observándolo de cerca.
– Diría que es de la época isabelina.
– ¿Estás segura?
Un monedero de seda púrpura, con las letras J. C. bordadas, colgaba del cinto del esqueleto. Beatrice lo tocó con el índice, abrió el cordel y volcó unas monedas de plata sobre la palma de su mano. Eran chelines y monedas de tres peniques. Atwood acercó un poco más su linterna. En el anverso podía verse el masculino perfil de Isabel I. Beatrice dio la vuelta a la moneda; sobre el escudo de armas estaba estampado con esmero: 1581.
– Sí, estoy segura -susurró-. ¿Por qué crees que está aquí, Geoffrey?
– Me parece que el día de hoy nos va a traer más preguntas que respuestas -replicó pensativo. Sus ojos recorrieron las columnas de libros que había por encima del cuerpo-. ¡Mira! ¡Estos libros están fechados en 1581! Desde luego, no es una coincidencia. Volveremos junto a nuestro amigo con el equipo de cámara, pero antes terminemos nuestra búsqueda.
Sortearon el esqueleto con cuidado y siguieron recorriendo las estanterías hasta que Atwood encontró lo que buscaba. Por fortuna, los volúmenes de 1947 estaban a mano, porque no llevaban escalera.
Iluminó las estanterías.
– ¡Lo encontré! -exclamó-. ¡Aquí empieza 1947! -Emocionado, empezó a bajar volúmenes hasta que declaró triunfalmente-: ¡Hoy! ¡31 de enero!
Se sentaron el uno junto al otro en el frío suelo, apretujados entre los estantes, y apoyaron el pesado libro sobre los regazos de ambos, de modo que una mitad quedaba en las piernas de ella y la otra mitad en las de él. Revisaron una a una las páginas abarrotadas de nombres. Natus, Mors, Natus, Mors.
Atwood perdió la cuenta del número de páginas que habían pasado, cincuenta, sesenta, setenta.
Y entonces, solo un momento antes que ella, lo vio: «Reginald William Saunders Mors».
El equipo de excavadores había decidido que el Cunning Man de Fishbourne era su local. Podían llegar hasta allí caminando desde el yacimiento, la cerveza era barata y el dueño les dejaba usar la bañera reservada para los huéspedes a un penique por cabeza. El cartel del pub, un hombre de mirada aviesa, acuclillado en la corriente de un río atrapando una trucha con las manos, siempre conseguía arrancarles una sonrisa, pero esa tarde no. Se habían sentado a una larga mesa de aquella taberna llena de humo, evitando a los lugareños.
Reggie comprobó lo que le quedaba e intentó sacarle partido a la cosa.
– Si me prestas un par de pavos, esta ronda la pago yo. Mañana te los devuelvo, Beatrice.
Ella cogió su monedero y le soltó varios billetes.
– Aquí tienes, grandullón. Mañana los quiero de vuelta.
Reggie le arrebató los billetes.
– ¿Usted qué piensa, profe? ¿Se cierra el telón para el bueno de Reg?
– Soy el primero en admitirlo: todo esto me deja perplejo -dijo Atwood, y a continuación vació lo que le quedaba de su pinta de cerveza. Iba por la tercera, lo cual era más de lo normal; la cabeza le daba vueltas. Bebían a un ritmo de vértigo y cada vez arrastraban más las palabras.