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– Will…

– No, escúchame, por favor -dijo-. Esto es algo personal. No sé cómo ni por qué Shackleton mató a toda esa gente, pero sé que lo hizo para restregarme la mierda de este caso por la cara. Esa tiene que ser parte, quizá gran parte, de su motivación. Lo que va a pasar conmigo es lo que se suponía que tenía que ocurrir. Ya no formaré un equipo nunca más. Hacía años de la última vez. Toda esa idea de guardar las formas y no decir una palabra más alta que la otra para llegar a la jubilación ha sido una majadería.-Se estaba descargando, pero estar en un espacio público lo retenía-. Al carajo los veinte años y al carajo la pensión. Encontraré un trabajo en algún sitio. No necesito mucho para ir tirando.

Nancy dejó la polvera en la mesa. Daba la impresión de que tendría que volver a recomponer su maquillaje.

– ¡Por Dios, Nancy, no llores! -susurró Will-. Esto no tiene nada que ver con nosotros. Lo nuestro es genial. Es la mejor relación hombre-mujer que he tenido en mucho tiempo, tal vez la mejor que he tenido nunca, si he de ser sincero. Además de ser inteligente y sexy, eres la mujer más autosuficiente con la que he estado nunca.

– ¿Eso es un cumplido?

– ¿Viniendo de mí? Un cumplido enorme. No eres dependiente como el cien por cien de mis ex. Te sientes cómoda con tu propia vida, y eso hace que yo me sienta cómodo con la mía. Eso no voy a volver a encontrarlo.

– Entonces, ¿por qué mandarlo al infierno?

– Esa obviamente no era mi intención. Tengo que encontrar a Shackleton.

– ¡Estás fuera del caso!

– Pero voy a volver a meterme. De una manera u otra, me darán la patada. Conozco su manera de pensar. No van a tolerar la insubordinación. Mira, cuando sea agente de seguridad de un centro comercial de Pensacola tal vez puedas conseguir que te trasladen allí. No sé qué entenderán allí por museos de arte, pero ya nos inventaremos alguna manera de conseguirte algo de cultura.

Nancy se frotó los ojos.

– Al menos tendrás un plan.

– No es que sea muy elaborado. Les he llamado y les he dicho que estoy enfermo. A Sue le aliviará saber que hoy no tendrá que vérselas conmigo. Tengo un vuelo para Las Vegas al final de la mañana. Le encontraré y conseguiré que hable.

– Y se supone que yo tengo que volver al trabajo como si no hubiera pasado nada.

– Sí y no. -Sacó dos móviles de su maletín-. Irán a por mí en cuanto se den cuenta de que me he dado el piro y que voy por libre. Es probable que te pinchen el teléfono. Toma uno de estos de prepago. Los usaremos para comunicarnos entre nosotros. A no ser que consigan los números, no podrán localizarlos. Necesitaré ojos y oídos, pero si piensas por un segundo que estás comprometiendo tu carrera, apagamos y nos vamos. Y llama a Laura. Dile algo que la deje tranquila. ¿Vale?

Nancy cogió uno de los teléfonos. En ese breve tiempo que estuvo en su mano se quedó empapado.

– Vale.

Mark estaba soñando con líneas de códigos de programas informáticos. Tomaban forma más rápido de lo que él podía teclearlos, con la misma rapidez con la que pensaba. Cada una de las líneas era única, perfecta a su manera minimalista, sin caracteres superfluos. Había una pizarra flotante que se iba llenando rápidamente con algo maravilloso. Era un sueño fabuloso y le horrorizó que lo estuviera destruyendo el sonido del teléfono.

Que su jefa, Rebecca Rosenberg, le llamara al móvil, era algo que no le cuadraba. Estaba en la cama con una mujer preciosa en una magnífica suite del hotel Venetian y el acento de Jersey de su supervisora con cara de trol le revolvía el estómago.

– ¿Qué tal estás? -preguntó ella.

– Bien. ¿Qué pasa? -Nunca le había llamado al móvil.

– Siento interrumpir tus vacaciones. ¿Dónde estás?

Si querían podían averiguarlo por la señal de su móvil, así que no mintió.

– En Las Vegas.

– Vale, ya sé que en realidad es una imposición, pero tenemos un problema de códigos que nadie consigue arreglar. Los HITS lambda han caído y a los vigilantes les está dando un soponcio.

– ¿Habéis intentado reiniciarlos? -preguntó, somnoliento.

– Un millón de veces. Parece como si el código estuviera corrupto.

– ¿Cómo?

– Nadie lo entiende. Tú eres su papi. Me harías un favor enorme si pudieras venir mañana.

– ¡Estoy de vacaciones!

– Lo sé. Siento haber tenido que llamarte, pero si haces esto por nosotros te conseguiré tres días más de vacaciones, y si acabas el trabajo en medio día, haremos que te lleven en jet hasta McCarran para la hora del almuerzo. ¿Qué me dices? ¿Trato hecho?

Meneó la cabeza como si no pudiera creérselo.

– Sí. Lo haré.

Tiró el teléfono a la cama. Kerry seguía completamente dormida. Algo no iba bien. Había cubierto sus huellas tan bien que estaba seguro de que el asunto de Desert Life era imposible de detectar. Tan solo tenía que esperar el momento, un mes o dos antes de comenzar el proceso de baja voluntaria. Les diría que había conocido a una chica, que iban a casarse y a vivir en la costa Este. Le pondrían mala cara y le darían lecciones sobre el compromiso mutuo, el tiempo empleado en seleccionarle y prepararle, la dificultad de encontrar un sustituto. Apelarían a su patriotismo. El aguantaría como pudiera. No era un esclavo. Tenían que dejarle marchar. A la salida lo registrarían a fondo, pero no encontrarían nada. Le vigilarían durante años, tal vez siempre, como habían hecho con todos los antiguos empleados. Tanto le daba. Podían vigilarle cuanto quisieran.

Cuando Rosenberg colgó, los vigilantes se quitaron los auriculares y asintieron. Malcolm Frazier, el jefe de los vigilantes, también estaba allí: cuello tenso, cara inexpresiva y cuerpo de luchador.

– Lo has hecho muy bien -dijo a Rosenberg. -Si pensáis que es un peligro para la seguridad, ¿por qué no vais hoy a por él? -preguntó ella.

– No lo pensamos, lo sabemos -dijo en tono grosero-.

Preferimos hacerlo en un entorno controlado. Confirmaremos que está en Nevada. Tenemos gente rondando su casa. Le dejaremos pinchada la señal del móvil. Si tenemos sospechas de que no piensa aparecer mañana, nos moveremos.

– Estoy segura de que sabéis cómo hacer vuestro trabajo -dijo Rosenberg. El aire de su despacho estaba cargado con el aroma que transpiraban aquellos hombres grandes y atléticos.

– Sí, doctora Rosenberg, sabemos cómo hacerlo.

Cuando iba hacia el aeropuerto empezó a lloviznar; el limpiaparabrisas del taxi zumbaba como un metrónomo que llevara el tiempo de un adagio. Will se desplomó en el asiento trasero y cuando se quedó dormido, su barbilla acabó descansando sobre su hombro. Se despertó en la carretera de servicio de La Guardia, con el cuello dolorido, y le dijo al taxista que volaba con US Airways.

Su traje color canela estaba salpicado de gotas de lluvia. Se quedó con el nombre de la agente de viajes, Vicki, que tomó de la tarjeta de su camisa, y habló de cosas triviales con ella mientras le presentaba su documentación y su licencia federal para llevar armas. La observó teclear distraídamente, una chica simplona y entradita en carnes con un pelo largo castaño arreglado en una cola que no le favorecía.

Una luz gris bañaba la terminal, una explanada clínicamente esterilizada con poco tráfico de viandantes, ya que era media mañana. Eso se lo puso fácil a la hora de examinar el vestíbulo y decidir qué personas podrían ser de su interés. Tenía el radar en funcionamiento y estaba tenso. Nadie salvo Nancy sabía que le había dado por pasarse al lado oscuro, pero aun así le parecía que llamaba la atención, como si llevara un cartel colgando del cuello. Los pasajeros que esperaban para facturar y los que había por el vestíbulo parecían legales; al fondo había un par de polis hablando junto a un cajero.