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Le quedaba una hora libre. Iría a por algo de comer y compraría el periódico. Una vez en el aire podría relajarse durante unas horitas, a no ser que Darla trabajara en esa ruta, en cuyo caso tendría que luchar con el dilema de si ponerle o no los cuernos a Nancy, aunque estaba seguro de que sucumbiría a aquello de que «lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas». Hacía tiempo que no pensaba en aquella rubia grandota, pero en ese momento le costaba quitársela de la cabeza. Para ser una chica con ese cuerpazo, llevaba una lencería de lo más pequeña y ligera.

Se dio cuenta de que Vicki tardaba demasiado. Revolvía papeles y miraba su ordenador con ojos asustados.

– ¿Va todo bien? -preguntó Will.

– Sí. La pantalla se ha quedado bloqueada. Ahora se arreglará.

Los polis del cajero miraban en su dirección y hablaban por los intercomunicadores.

Will cogió su identificación de encima del mostrador.

– Bueno, Vicki, ya acabaremos luego con esto. Tengo que ir al servicio.

– Pero…

Se dio toda la prisa que pudo. Los polis estaban a más de cincuenta metros y el suelo resbalaba bastante. La salida le quedaba a tiro de piedra, así que estuvo fuera del edificio en tres segundos. No volvió la vista atrás. Su única alternativa era moverse y pensar más rápido que los polis que le seguían. Vio una limusina negra de la que salía un pasajero. El conductor estaba a punto de arrancar cuando Will abrió la puerta de atrás, tiró su bolsa de viaje al asiento y se coló dentro.

– ¡Eh! ¡Aquí no puedo recoger a nadie! -El conductor era un sesentón con acento ruso.

– ¡No hay problema! -dijo Will-. Soy un agente federal. -Le enseñó la placa-. Circule, por favor.

El conductor refunfuñó algo en ruso pero aceleró suavemente. Will hizo como que buscaba algo en su bolsa, una treta para agachar la cabeza. Oyó gritos en la distancia. ¿Le habrían identificado? ¿Tendrían su número de placa? El corazón se le salía por la boca.

– Me podrían despedir por esto -dijo el conductor.

– Lo siento. Estoy en un caso.

– ¿FBI? -preguntó el ruso.

– Sí, señor.

– Yo tengo un hijo en Afganistán. ¿Adónde quiere ir?

Will consideró rápidamente los escenarios.

– A la terminal de la Marina.

– ¿Simplemente al otro lado del aeropuerto?

– Está usted siendo de gran ayuda. Sí, allí. -Desconectó su teléfono móvil, lo metió en su bolsa y lo cambió por el armatoste de prepago.

El conductor no quería dinero. Will salió del coche y miró alrededor: era el momento de la verdad. Todo parecía normal, ni luces azules ni perseguidores. Se puso de inmediato en la hilera de taxis frente a la terminal y se metió en uno de los amarillos. Una vez en marcha, usó su teléfono de prepago para llamar a Nancy y ponerla al corriente. Entre los dos urdieron un pequeño plan de emergencia.

Imaginó que ahora estarían motivados y que contarían con refuerzos, así que tendría que esforzarse un poco, hacer varios transbordos, zigzaguear. El primero de los taxis le dejó en Queens Boulevard, donde pasó por un banco y sacó unos cuantos de los grandes en metálico de su cuenta, y llamó a otro taxi. La siguiente parada fue en la calle Ciento veinticinco de Manhattan, donde se metió en el metro norte que conectaba con White Plains.

Rondaba ya el mediodía y tenía hambre. La lluvia había cesado y el aire era más fresco y respirable. El cielo se estaba abriendo; como su bolsa no pesaba demasiado, decidió buscar a pie dónde comer. Encontró un pequeño restaurante italiano en Mamaroneck Avenue y se instaló en una mesa alejada de los ventanales; pidió un menú de tres platos para matar el tiempo. Se reprimió y no pidió una tercera cerveza y se pasó a la gaseosa para acompañar la lasaña. Cuando acabó, pagó en metálico, se aflojó un poco el cinturón y salió a caminar a la luz del sol.

La biblioteca pública estaba cerca. Era un edificio municipal enorme, lo que algún arquitecto entendía por diseño neoclásico. Guardó su bolsa en el mostrador de la entrada, pero como no había detector de metales se dejó el arma en la pistolera y encontró un rinconcito tranquilo en una larga mesa al fondo de la sala de lectura con aire acondicionado.

De repente volvió a parecerle que llamaba la atención. De las doce personas que había en la sala, él era el único que vestía traje y el único que tenía la mesa vacía. La inmensa sala estaba silenciosa como solo lo están las bibliotecas, con alguna tos ocasional y el chirrido de la pata de una silla contra el suelo. Se quitó la corbata, se la metió en un bolsillo de la chaqueta y decidió buscar un libro con el que matar el tiempo.

No es que fuera muy lector, no recordaba cuándo había sido la última vez que había rondado las estanterías de una biblioteca, probablemente en la universidad, probablemente persiguiendo a una chica más que buscando un libro. A pesar de lo dramático del día, sentía pesadez de estómago, estaba adormilado y le pesaban las piernas. Recorrió las claustrofóbicas estanterías de metal y aspiró el rancio olor a cartón. Los miles de títulos de libros se mezclaron unos con otros hasta que su cerebro empezó a confundirse. Tenía unas ganas terribles de acurrucarse en un rincón oscuro y echar un sueñecito y estaba a punto de quedarse dormido cuando de golpe volvió a estar alerta.

Le estaban vigilando.

Primero solo lo sintió, luego oyó el ruido de los pasos a su izquierda, en otro de los pasillos. Se volvió justo a tiempo para ver un talón que desaparecía al final de las estanterías. Se palpó la pistolera por encima de la chaqueta, corrió hacia el final del pasillo y giró dos veces hacia la derecha. El pasillo estaba vacío. Aguzó el oído, creyó oír algo un poco más lejos y avanzó con cautela en esa dirección, un par de pasillos más hacia el centro de la sala. Al doblar la esquina vio a un hombre que se escabullía. -¡Eh! -gritó Will.

El hombre se detuvo y se dio la vuelta. Era un tipo obeso, con una barba negra moteada y revuelta, que iba vestido de invierno, con botas de montaña, un jersey apolillado y una trenca. Tenía las mejillas irritadas y picadas y una nariz bulbosa con la textura de una piel de naranja. Llevaba unas gafas con montura de metal que parecían sacadas de un rastrillo. Aunque debía de rondar los cincuenta, tenía todo el aspecto de un niño al que han pillado haciendo una travesura.

Will se le acercó con prudencia.

– ¿Me estaba siguiendo?

– No.

– Me ha parecido que lo hacía.

– Le estaba siguiendo -admitió.

Will se relajó. Aquel hombre no representaba ningún peligro. Lo clasificó como esquizofrénico no violento controlado.

– ¿Por qué me seguía?

– Para ayudarle a encontrar un libro. -No había modulación en su voz. Cada palabra tenía el mismo tono y énfasis que la anterior, pronunciadas todas con una seriedad absoluta.

– Bueno, amigo, podría irme bien su ayuda. Las bibliotecas no son lo mío.

El hombre sonrió y mostró una hilera de dientes enfermos.

– A mí me encanta la biblioteca.

– Vale, ayúdame a encontrar un libro. Me llamo Will.

– Yo Donny.

– Hola, Donny. Tú primero, yo te sigo. Donny se apresuró alegremente por los pasillos como una rata que conoce un laberinto de memoria. Llevó a Will hacia una esquina y luego bajó dos pisos por una escalera hasta una sala en el sótano, donde exploró el nuevo nivel como quien sabe lo que hace. Pasaron junto a una bibliotecaria, una mujer mayor que empujaba un carrito de libros y que sonrió tímidamente, contenta de que Donny hubiera encontrado un compañero de juegos.

– Debes de estar buscando un libro muy bueno, Donny -dijo Will.

– Un libro muy bueno.

Con tanto tiempo por delante como tenía, esta escapada le parecía de lo más divertida. Ese tipo tenía todas las papeletas de padecer esquizofrenia crónica, probablemente con un toque de retraso, y por su aspecto estaba de pastillas hasta arriba. Y allí estaba Will, en las profundidades de aquel sótano, en la casa de Donny jugando al juego de Donny, pero no le importaba.