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Estaba más excitada que un pervertido en un festival de pornografía. Este era su primer caso de asesinatos en serie, el summum en homicidios, el momento definitivo en su preadolescente carrera. Se lo habían asignado porque era la consentida de Sue y porque había trabajado ya con Mueller. Los dos se llevaban de maravilla, Nancy siempre dispuesta a fortalecer su quebradizo ego. «¡Es que eres tan listo, John!» «Pero John, ¿tienes memoria fotográfica o qué?» «Ojalá tuviera tu soltura en las entrevistas.»

A Will le costaba prestar atención. Asimilar tres semanas de datos que le estaban dando mascaditos era relativamente fácil, pero su mente se distraía y su cabeza seguía neblinosa por la cita que había tenido con Johnnie Walker la noche anterior. A pesar de todo, sabía que tardaría un suspiro en ver de qué iba el asunto. En esos veinte años había llevado ocho casos importantes de asesinatos en serie y había estado hurgando en un sinnúmero de ellos.

El primero tuvo lugar en Indianápolis durante su primer trabajo de campo, cuando no era mucho mayor que Nancy. El autor de los hechos era un psicópata retorcido al que le gustaba apagar cigarrillos en los párpados de sus víctimas, hasta que una colilla ofreció una pista.

Cuando su segunda mujer, Evie, consiguió que la admitieran en Duke para hacer el posgrado, pidió el traslado a Raleigh y, cómo no, otro pirado con una cuchilla de afeitar empezó a cargarse mujeres en Ashville y sus alrededores. Nueve meses angustiosos y cinco víctimas descuartizadas después agarró también a ese asqueroso. Y de golpe y porrazo se hizo con una reputación: era un especialista de facto. De allí le largaron, nuevo divorcio desastroso, y lo destinaron a la oficina central en Crímenes Violentos, un grupo dirigido por Hal Sheridan, el hombre que enseñó a toda una generación de agentes cómo se traza el perfil de un asesino en serie.

Sheridan era un tipo frío como el mármol, distante y apático, hasta el punto que corría un chiste por la oficina: si se producía una oleada de matanzas en Virginia, Hal estaría en la lista de sospechosos. Repartía los casos nacionales de manera cuidadosa, haciendo coincidir el perfil del criminal con el agente más apropiado. A Will le daba los casos en los que había brutalidad extrema y tortura, asesinos que dirigían toda su rabia contra las mujeres. Lo que son las cosas.

El recitado de Nancy comenzó a abrirse paso entre la niebla de su cabeza. Había que reconocer que los hechos eran pero que muy interesantes. Lo esencial lo conocía grosso modo por los medios de comunicación. ¿Quién no? No se hablaba de otra cosa. Como era de esperar, el apodo del maníaco, el Asesino del Juicio Final, era cosa de la prensa. El Post se llevó los honores. Su encarnecido rival, el Daily News, resistió unos cuantos días con el titular «Postales desde el Infierno», pero pronto capituló y las trompetas del Juicio Final resonaron en la primera plana.

Según Nancy, en las postales no había huellas dactilares interesantes; el que las había mandado seguramente había usado guantes de materiales sin fibra, posiblemente de látex. En un par de postales había unas cuantas huellas de personas que ni eran víctimas ni tenían relación alguna con ellas; las oficinas del FBI que colaboraban con ellos en ese campo estaban tratando de completar la cadena de los trabajadores de correos que participaban en los envíos entre Las Vegas y Nueva York. Las postales eran blancas de diez por quince, de las que uno puede encontrar en miles de tiendas. Se habían impreso en una impresora de inyección de tinta HP Photosmart, una de las miles que había en circulación, cargada dos veces para imprimir por ambas caras. El tipo de letra era uno de los más corrientes del menú de Word. La silueta de los ataúdes, dibujada con tinta, parecía hecha por la misma mano usando un bolígrafo negro de punta ultrafina de la marca Pentel, uno de los millones que había en circulación. El sello siempre era el mismo, de cuarenta y un céntimos, con un dibujo de la bandera estadounidense, como los cientos de millones que había en circulación, y autoadhesivo, ni rastro de ADN.

Las seis tarjetas fueron enviadas el 18 de mayo y timbradas en la oficina postal central de Las Vegas.

– Con lo cual al tipo le habría dado tiempo de volar de Las Vegas a Nueva York, pero lo habría tenido más complicado para venir en coche o en tren -intervino Will. Aquello la cogió por sorpresa, no estaba segura de que la estuviera escuchando-. ¿Habéis conseguido las listas de los pasajeros de todos los vuelos de Las Vegas que llegaron a La Guardia, Kennedy y Newark entre el 18 y el 21?

Nancy alzó la vista de su libreta.

– ¡Le pregunté a John si deberíamos hacerlo! Y me dijo que sería una pérdida de tiempo porque alguien podría haber enviado las postales por el asesino.

El Camry que tenían delante iba demasiado lento para gusto de Will, tocó el claxon y luego, viendo que no le cedía el paso, lo adelantó agresivamente por la derecha. No pudo ocultar su sarcasmo.

– ¡Sorpresa! Mueller se equivocaba. Los asesinos en serie casi nunca tienen cómplices. A veces matan en pareja, como aquellos francotiradores de Washington o los de Phoenix, pero eso es más raro que una estufa en el infierno. ¿Conseguir apoyo logístico para llevar a cabo un crimen? Sería el primer caso. Estos tíos son lobos solitarios.

Nancy apuntaba todo lo que decía.

– ¿Qué haces? -preguntó Will.

– Tomo notas.

«Por todos los santos, no estamos en la escuela», pensó.

– Ya que le has quitado el capuchón al boli, anota esto también -dijo con sorna-: En caso de que el asesino haya hecho un esprint de una punta a otra del país, comprobar las multas por exceso de velocidad en las carreteras principales.

Nancy asintió con la cabeza y luego preguntó con cautela:

– ¿Quieres que te siga contando?

– Te escucho.

La cosa quedaba así: las edades de las víctimas, cuatro varones y dos mujeres, iban de los dieciocho a los ochenta y dos años. Tres en Manhattan, una en Brooklyn, una en Staten Island y una en Queens. La de ese día era la primera en el Bronx. El modus operandi siempre era el mismo. La víctima recibe una postal con una fecha de uno o dos días más tarde, cada una con un ataúd dibujado en el dorso, y es asesinada en la fecha de la postal. Dos a puñaladas, una a tiros, otra de manera que pareciera una sobredosis de heroína, otra atropellada por un coche que se subió a la acera, se la llevó por delante y se dio a la fuga, y otra arrojada desde una ventana.

– ¿Y qué dijo Mueller de todo eso? -preguntó Will.

– Pensaba que el asesino estaba usando patrones diferentes para intentar despistarnos.

– ¿Y tú qué piensas?

– Creo que esto se sale de lo normal. No es lo que pone en los manuales.

Will se imaginó sus textos sobre criminología, párrafos marcados de manera compulsiva con fluorescente amarillo y al margen, anotaciones pulcras con una letra minúscula.

– ¿Qué hay del perfil de las víctimas? -preguntó-. ¿Alguna conexión?

No parecía haber ninguna relación entre las víctimas. Los informáticos de Washington estaban utilizando una base de datos múltiple para buscar comunes denominadores, una versión en supercomputadora de aquello de los seis grados de separación de Kevin Bacon, pero hasta el momento no había conexiones.

– ¿Agresiones sexuales?

Nancy iba pasando páginas.

– Solo una, una hispana de treinta y dos años, Consuela Pilar López en Staten Island. La violaron y la acuchillaron hasta matarla.

– Cuando terminemos con lo del Bronx, quiero que empecemos por ahí.