Finalmente Donny se paró en medio de uno de los pasillos, alargó el brazo y eligió un libro grande con las cubiertas gastadas. Necesitó ambas manos sudadas para sacarlo, luego se lo tendió a Will.
La Sagrada Biblia.
– ¿ La Biblia? -dijo Will con lógico tono de sorpresa-. He de decirte, Donny, que no soy un gran lector de la Biblia. ¿Tú lees la Biblia?
Donny se miró las botas y agitó la cabeza.
– No la leo.
– Pero crees que yo debería hacerlo.
– Deberías.
– ¿Algún otro libro que debería leer?
– Sí. Otro libro.
Se puso de nuevo en marcha; Will lo seguía con esa Biblia de casi cuatro kilos bajo el brazo, apoyada en la pistolera. Su madre, una baptista sumisa que aguantó al hijo de puta de su padre durante treinta y siete años, leía la Biblia constantemente, y en ese momento recordó a su madre sentada a la mesa de la cocina, leyendo la Biblia, aferrándose a ella como a una tabla de salvación, con su labio inferior temblando, mientras el viejo, borracho en el salón, la maldecía a voz en grito. Y cuando ella también se dio a la bebida para liberarse, siguió buscando el perdón en la Biblia. Así pues, Will no estaba deseando ponerse a leer la Biblia.
– ¿El siguiente libro va a ser tan profundo como este? -preguntó.
– Sí. Será un buen libro para ti.
Will estaba deseando ver cuál era.
Bajaron otra escalera hasta la última planta, una zona que no parecía recibir muchas visitas. De repente Donny se detuvo y se agachó frente a una estantería llena de libros viejos con cubierta de cuero. Sacó uno de ellos de manera triunfal.
– Este es bueno para ti.
Will se moría de curiosidad. ¿Qué libro podría equipararse a la Biblia según la visión del mundo de ese pobre diablo? Se preparó para ese momento de revelación.
Código Municipal del estado de Nueva York de 1951.
Dejó la Biblia en el suelo para examinar el nuevo libro. Tal como anunciaba, se trataba de una página tras otra de códigos municipales con especial énfasis en los usos legales de la tierra. Seguramente hacía por lo menos medio siglo que nadie tocaba aquel volumen.
– Bueno, desde luego esto es profundo, Donny.
– Sí. Es un buen libro.
– Cogiste estos dos libros al azar, ¿verdad?
Donny asintió con la cabeza de manera vigorosa.
– Los cogí al azar, Will.
A las cinco y media estaba durmiendo en la sala de lectura con la cabeza reposando cómodamente sobre la Biblia y el Código Municipal. Sintió que le tiraban de la manga, miró hacia arriba y vio a Nancy de pie frente a él.
– Hola.
Ella examinó su material de lectura.
– No preguntes -le rogó Will.
Una vez fuera, se sentaron a hablar en el coche de Nancy. Will se dijo que si le hubieran seguido la pista ya lo habrían cogido. Daba la sensación de que nadie había reseguido la línea de puntos.
Nancy le dijo que en la oficina se habían desatado los infiernos. Que ella no estaba en el punto de mira, pero que las noticias se propagaban rápidamente por la agencia. Habían añadido el nombre de Will a la lista del servicio de seguridad de transportes, y su intento de facturación en La Guardia había creado una situación de pánico total entre las distintas agencias. Sue Sánchez estaba que trinaba. Se pasaba el día en reuniones a puerta cerrada con los jefazos y solo salía para gritar unas cuantas órdenes, por lo general para dar por saco. Había preguntado varias veces a Nancy si conocía las acciones e intenciones de Will, pero parecían aceptar que no sabía nada. Sue casi le pedía perdón por haberla obligado a trabajar con él en el caso Juicio Final, y le aseguró repetidas veces que su carrera no se vería manchada por esta asociación.
Will suspiró profundamente.
– Bueno, pues me han cortado las alas. No puedo volar, no puedo alquilar un coche, no puedo usar la tarjeta de crédito. Si intento coger un tren o un autobús, me detendrían en Penn Station o en la Autoridad Portuaria. -Se quedó mirando por la ventana del copiloto, luego le puso una mano en la pierna y le dio unos golpecitos traviesos-: Supongo que tendré que robar un coche.
– Tienes toda la razón. Vas a robar un coche. -Puso el motor en marcha y salió del aparcamiento.
Se pasaron todo el trayecto hacia casa de Nancy discutiendo. Will no quería meter a sus padres en medio, pero Nancy insistió.
– Quiero que te conozcan.
Will quiso saber por qué.
– Han oído hablar un montón de ti. Te han visto en la tele. -Hizo una pausa y luego añadió-: Saben lo nuestro.
– Dime que no les dijiste a tus padres que te has liado con tu compañero que casi te dobla la edad.
– Somos una familia unida. Y tú no me doblas la edad.
La morada de los Lipinski, una casa de ladrillo de 1930, con un tejado de pizarra muy inclinado, estaba en un callejón sin salida, frente al antiguo instituto de Nancy, con cascadas de rosas de color rojo y naranja que hacían que pareciera que las llamas estaban consumiendo el edificio.
Joe Lipinski se hallaba en el jardín de atrás. Era un hombre bajito, sin camisa y con pantalones caídos. Tenía pelo color blanco ceniza por todas partes, poco en su calva quemada por el sol, arremolinado en el pecho. Sus redondos y picaros mofletes eran la parte más carnosa de su cuerpo. Estaba arrodillado en la hierba podando un rosal, pero se puso en pie de un salto.
– ¡Vaya! -gritó-. ¡Pero si es Piper el de la flauta! ¡Bienvenido a Casa Lipinski!
– Tiene usted un jardín precioso, señor -dijo Will.
– No me llames señor, llámame Joe. Pero gracias. ¿Te gustan las rosas?
– Claro que me gustan.
Joe alcanzó un capullo pequeño, lo cortó y se lo tendió.
– Para el ojal de la chaqueta. Nancy, pónselo en el ojal.
Nancy se puso como un tomate, pero accedió y lo hizo.
– ¡Eso es! -exclamó Joe-.Ahora ya podéis ir al baile. Venga. Salgamos del sol. Tu madre ya tiene la cena casi lista.
– No quiero ser una molestia -protestó Will.
Joe le dedicó una mirada de «qué me estás contando» y le hizo un guiño a su hija.
En la casa hacía calor porque Joe no creía en el aire acondicionado. Era una pieza de época, no había cambiado desde el día de la mudanza, en 1974. La cocina y los baños habían sido reformados en los sesenta, pero eso era todo. Habitaciones pequeñas con moquetas gruesas y mullidas y mobiliario viejo y descascarillado; la huida de la primera generación a los suburbios.
Mary Lipinski estaba en la cocina, donde reinaban los olores de las cazuelas al fuego. Era una mujer guapa que no se había dejado echar a perder, aunque, él se dio cuenta, era de las de caderas anchas. Will tenía la desagradable costumbre de intentar adivinar qué aspecto tendrían sus novias dentro de veinte años, como si alguna relación le hubiera durado más de veinte meses. Aun así, tenía una cara tersa y juvenil, una preciosa media melena de pelo negro, pecho firme y bonitos muslos. Nada mal para cincuenta y muchos o sesenta y pocos años.
Joe era contable jurado y Mary era contable. Se habían conocido en una empresa de comestibles en la que él, unos diez años mayor que Mary, trabajaba de contable, y ella era secretaria del departamento de impuestos. Él vivía en Queens; ella era una chica de White Plains de toda la vida. Cuando se casaron, compraron esa casita en Anthony Road, a menos de dos kilómetros de las oficinas centrales. Años después, la compañía pasó a manos de una multinacional y cerraron la planta de White Plains, por lo que Joe rescindió su contrato. Decidió abrir su propio gabinete contable, y Mary empezó a trabajar en un concesionario de coches, donde llevaba la contabilidad. Nancy era su única hija y ambos estaban encantados de tenerla de nuevo en su antigua habitación.