– Así que esos somos nosotros, unos José y María modernos -dijo Joe, dando por concluido el breve historial familiar y pasándole a Will un plato de judías pintas.
En la radio sonaba una tranquila ópera de Verdi. Con la comida, la música y la sencilla conversación, Will se sintió arrullado hacia un estado de satisfacción plena. Este era justo el tipo de vida que él jamás le había dado a su hija, pensó con nostalgia. Una copa de vino o una cerveza no habrían venido mal, pero al parecer los Lipinski no iban a servirlo. Joe cada vez hilaba más fino en sus bromas.
– Somos justo igual que los originales, ¡solo que esta no vino de la inmaculada concepción!
– ¡Papá! -protestó Nancy.
– ¿Quieres otro trozo de pollo, Will? -preguntó Mary.
– Sí, señora. Muchas gracias.
– Nancy me ha dicho que te has pasado la tarde en nuestra bonita biblioteca -dijo Joe.
– Sí. Y conocí a todo un personaje.
Mary sonrió.
– Donny Golden -dijo.
– ¿Lo conoces? -preguntó Will.
– Todo el mundo conoce a Donny -contestó Nancy.
– Dile a Will cómo lo conociste tú, Mary -le pinchó su marido.
– Lo creas o no, Donny y yo fuimos juntos al instituto.
– ¡Era su novia! -gritó Joe alegremente.
– ¡Salimos un día! Es una historia muy triste. Era un chico muy guapo, venía de una buena familia judía. Cuando se fue a la universidad estaba sano, normal, pero durante el primer curso se puso muy enfermo. Unos dicen que fueron las drogas y otros que simplemente fue entonces cuando desarrolló su enfermedad mental. Pasó años ingresado en instituciones.Vive en una especie de casa tutelada en el centro de la ciudad y se pasa todo el día en la biblioteca. Es inofensivo, pero verle resulta doloroso. Yo no voy nunca por allí.
– No lleva una vida tan mala -dijo Joe-. No tiene presiones. Vive ajeno a los males de este mundo.
– A mí también me parece triste -dijo Nancy picando de su comida-. Lo vi en la orla, y era muy guapo.
Mary suspiró.
– ¿Quién podía saber lo que el destino le aguardaba? ¿Quién puede saberlo?
De pronto Joe se puso serio.
– Bien, Will, dinos lo que te aguarda a ti. He oído que las cosas se han puesto raras. Me preocupa lo que te pase a ti, desde luego, pero como padre me preocupa más lo que le pase a mi hija.
– Will no puede hablar sobre una investigación en curso, papá.
– No, escucha, te entiendo, Joe. Tengo ciertas cosas que hacer, pero no quiero que Nancy se pille los dedos con esto. Ella aún tiene un brillante porvenir.
– Yo preferiría que se dedicara a algo menos peligroso que el FBI -dijo su madre entonando el soniquete de lo que parecía una cantinela constante.
Nancy hizo una mueca y Joe quitó importancia a la preocupación de su mujer con un movimiento de la mano.
– Por lo que entiendo, estabais a punto de detener a alguien cuando os han dejado a los dos fuera de la investigación. ¿Cómo puede ocurrir algo así en los Estados Unidos de América? Cuando mis padres estaban en Polonia, este tipo de cosas pasaban todos los días, pero ¿aquí?
– Eso es lo que quiero averiguar. Nancy y yo hemos dedicado mucho tiempo a este caso, y luego están esas víctimas que no tienen voz.
– Haz lo que tengas que hacer. Pareces un buen tipo. Y Nancy te aprecia mucho. Eso significa que estarás en mis plegarias.
La ópera se había acabado y en la radio daban las noticias. Ninguno de ellos les habría prestado atención si no hubieran mencionado el nombre de Wilclass="underline" «Y en otro orden de cosas, la oficina del FBI de Nueva York ha emitido una orden de detención para uno de los suyos. El agente especial Will Piper es buscado para ser interrogado acerca de irregularidades y posibles actividades delictivas relacionadas con la investigación del asesino en serie del caso Juicio Final. A Piper, un veterano de casi veinte años al servicio del orden público, se le conoce mejor por ser la cara pública del aún por resolver caso del Juicio Final. Se desconoce su paradero y se le considera armado y potencialmente peligroso. Si cualquier persona que esté viendo esto tiene alguna información, por favor, contacten con las autoridades de la policía local o con el FBI».
Will, muy serio, se levantó y se puso la chaqueta. Se recolocó el capullo de rosa en la solapa.
– Joe y Mary, gracias por la cena y gracias por vuestra hospitalidad. Tengo que ponerme en marcha.
A esa hora del día no había mucho tráfico en la circunvalación de la ciudad. Antes habían parado en una tienda de comestibles de Rosedale Avenue, donde Nancy había comprado provisiones mientras él se revolvía inquieto en el coche. En el asiento de atrás había dos bolsas llenas de comida, pero no, había dicho ella enfáticamente, no iba a comprarle nada de bebida.
Avanzaban a velocidad constante por la carretera del río Hutch, hacia el puente de Whitestone. Will le recordó que llamara a su hija, luego se quedó en silencio y observó el color naranja tostado del estuario de Long Island bajo la luz del sol.
La casa de los abuelos de Nancy se encontraba en una calle tranquila de casitas tamaño postal de Forest Hills. Su abuelo tenía Alzheimer y estaba en una casa de acogida; su abuela, tomándose un respiro en casa de una nieta que tenía en Florida. El viejo Ford Taurus del abuelo estaba aparcado en el garaje que había tras la casa, por si acaso se encontraba una cura, bromeó Nancy con humor negro. Llegaron al atardecer y aparcaron frente a la casa. Las llaves del garaje estaban bajo un ladrillo; las llaves del coche, dentro del garaje, bajo una lata de pintura. El resto dependía de Will.
El se inclinó y la besó; se quedaron abrazados un largo rato, como una pareja en el autocine.
– Tal vez deberíamos entrar -soltó Will.
Ella le golpeó juguetonamente la frente con los nudillos.
– ¡No voy a colarme en casa de mi abuela para echar un polvo!
– ¿Es mala idea?
– Malísima. Además, te entraría sueño.
– Eso no estaría bien.
– No, no estaría bien. Llámame en cada parada que hagas en el camino, ¿vale?
– Vale.
– ¿Tendrás cuidado?
– Sí.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo.
– Hoy ha pasado algo en el trabajo que no te he contado -le dijo dándole un último beso-John Mueller ha estado por allí unas horas. Sue nos ha puesto juntos para que trabajemos en los robos de bancos de Brooklyn. He hablado con él un rato y… ¿sabes qué?
– ¿Qué?
– Creo que es gilipollas.
Will rió, alzó el pulgar y abrió la puerta del coche. -Entonces mi trabajo aquí ya está hecho.
Mark estaba nervioso. ¿Por qué había accedido a ir si estaba de vacaciones?
No era lo suficientemente rápido ni fuerte para plantarle cara a las situaciones él solo. Siempre había sido el perrito faldero de sus padres, profesores y jefes, siempre complaciente y temiendo defraudar. No quería abandonar el hotel y explotar esa burbuja en la que vivían Kerry y él.
Ella estaba en el cuarto de baño, preparándose para salir. Habían planeado una noche por todo lo alto: cena en Rubochon's en la mansión MGM, un poco de blackjack y, ya de vuelta en el Venetian, unas copas en el Tao Beach Club. Tendría que acostarse temprano e ir directamente al aeropuerto, probablemente no se sentiría demasiado bien cuando amaneciera, pero ¿qué otra cosa podría hacer en ese momento? Si no aparecía, saltarían todas las alarmas.
Vestido ya para la noche e inquieto, se conectó a internet usando la línea de alta velocidad del hotel. Meneó la cabeza: otro correo de Elder. Aquel hombre le estaba dejando seco, pero un trato era un trato. Tal vez se había quedado corto pidiéndole cinco millones de dólares. Quizá tuviera que sangrarle otros cinco dentro de unos meses. ¿Qué podía hacer el tipo? ¿Decir que no?
Mientras Mark trabajaba con la nueva lista de Elder, el equipo de Malcolm Frazier estaba en Alerta Alfa: turno durmiendo en catres y alimentándose con comida fría. Si los malos humos ya los llevaban de serie, la perspectiva de pasar una noche lejos de sus esposas y novias les hacía sentirse desgraciados. Frazier incluso había obligado a Rebecca Rosenberg a que pasara allí la noche, una novedad. Aquella situación la tenía fuera de sí, estaba hecha polvo.