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Frazier señaló su monitor con irritación.

– Mira. Otra vez está en ese portal codificado. ¿Por qué demonios no podéis traspasar eso? ¿Cuánto vais a tardar? Ni siquiera sabemos quién está al otro lado.

Rosenberg lo fulminó con la mirada. Estaba viendo exactamente lo mismo que él en su propia pantalla.

– ¡Es uno de los mejores científicos en seguridad informática del país!

– Pues tú eres su jefa, así que traspasa el maldito código, ¿vale? ¿Qué van a decir si tenemos que pasarle esto a la Agen cia de Seguridad Nacional? Se supone que eres la mejor, ¿recuerdas?

Rosenberg soltó un chillido de frustración y los hombres que había en la sala se sobresaltaron.

– ¡El mejor es Mark Shackleton! ¡Yo solo le firmo las fichas de entrada y de salida! ¡Cállate y déjame hacer mi trabajo!

Mark casi había terminado ya con su correo electrónico cuando la puerta del cuarto de baño se abrió un poco y oyó la voz cantarina de Kerry.

– ¡Ya me queda poco!

– Ojalá no tuviera que volver mañana al trabajo -dijo él por encima del sonido de la televisión.

– Sí. Ojalá.

Pulsó el botón de silencio. A ella le gustaba hablar desde el cuarto de baño.

– Igual podemos reservar para el próximo fin de semana.

– Sería estupendo. -El agua del grifo corrió durante un segundo, luego paró-. ¿Sabes lo que también sería estupendo?

Él se desconectó y guardó el ordenador en su funda.

– ¿Qué?

– Que el próximo fin de semana fuéramos juntos a Los Ángeles, tú y yo. Vamos, que los dos queremos vivir allí. Ahora que has conseguido todo ese dinero, podrías dejar tu estúpido trabajo con los ovnis y dedicarte a escribir guiones de cine, y yo podría dejar mi estúpido trabajo de acompañante y mi estúpido trabajo con las vasectomías y ser actriz, igual hasta una actriz de las de verdad. Podríamos ir a buscar casa el fin de semana que viene. ¿Qué me dices? Lo pasaríamos bien.

La cara de Will Piper ocupaba toda la pantalla de plasma. «¡Dios! -pensó Mark-. ¡Es la segunda vez en dos días!»Volvió a dar sonido a la tele.

– ¿Me has oído? ¿No te parece que lo pasaríamos bien?

– ¡Espera un segundo, Kerry, enseguida estoy contigo!

Escuchó los informativos aterrorizado. Sentía como si una boa constrictor se le hubiera enroscado alrededor del pecho y le estuviera apretando hasta cortarle la respiración. ¿El día anterior alardeaba de que tenía nuevas pistas y de pronto se había convertido en un fugitivo? ¿Y que le llamaran estando de vacaciones era pura coincidencia? Sus doscientos puntos de coeficiente intelectual se pusieron a remar en la misma dirección.

– Mierda, mierda, mierda, mierda…

– ¿Qué dices, cariño?

– ¡Ahora estoy contigo!

Cuando cogió de nuevo el portátil, las manos le temblaban como si tuviera malaria.

Nunca había querido hacer eso. En Área 51 había un montón de gente que había sentido la tentación, para eso estaban los vigilantes, para eso eran sus algoritmos, pero él no era como el resto. El era del tipo «esto es lo que hay». Y ahora necesitaba desesperadamente saber. Introdujo su contraseña y se registró en la base de datos pirateada que tenía almacenada en su disco duro. Tenía que trabajar con rapidez. Si se paraba a pensar en lo que estaba haciendo lo mandaría todo al garete.

Comenzó a introducir nombres.

Kerry salió del cuarto de baño, iba de punta en blanco con un provocativo vestido rojo y su nuevo reloj resplandeciendo en su muñeca.

– ¡Mark! ¿Qué te pasa?

Tenía el ordenador cerrado en su regazo pero berreaba como un niño pequeño, sollozos de los que encogen el corazón y torrentes de lágrimas. Ella se arrodilló junto a él y le rodeó con sus brazos.

– ¿Estás bien, cariño?

Mark sacudió la cabeza.

– ¿Qué ha pasado?

Tenía que pensar rápido.

– Me han enviado un correo. Mi tía ha muerto.

– ¡Oh, cariño, lo siento mucho! -Mark se levantó; temblaba, no, era más que eso: le faltó poco para desmayarse. Ella se puso en pie con él y le dio un abrazo enorme, lo cual impidió que Mark se cayera de espaldas-. ¿Ha sido así, de improviso?

Asintió con un gesto e intentó secarse las lágrimas con la mano. Kerry fue a buscar un pañuelo, volvió corriendo junto a él y le limpió la cara como lo haría una madre con un niño desvalido.

– Escucha, tengo una idea -dijo él como un autómata-. Iremos a Los Ángeles esta noche. Ahora mismo. En coche. Mi coche se calienta mucho. Iremos en el tuyo. Mañana compraremos una casa, ¿vale? En las colinas de Hollywood, donde viven los escritores y los actores. ¿Vale? ¿Puedes hacer las maletas?

Ella se lo quedó mirando, preocupada y perpleja.

– ¿Estás seguro de que quieres ir ahora mismo, Mark? Acabas de sufrir un shock. ¿Y si esperamos a mañana?

Marx dio un zapatazo en el suelo y gritó como lo haría un crío:

– ¡No! ¡No quiero esperar! ¡Quiero ir ahora! Ella dio un paso atrás.

– ¿Por qué tanta prisa, cariño? -Kerry comenzaba a asustarse.

Estuvo a punto de volver a echarse a llorar, pero consiguió controlarse. Respirando profundamente a través de sus bloqueadas fosas nasales, guardó su portátil y apagó el teléfono móvil.

– Porque la vida es muy corta, Kerry. Joder, es demasiado corta.

30 de julio de 2009,

Los Ángeles

Desde la habitación se veía Rodeo Drive. Mark estaba de pie junto a la ventana, enfundado en un albornoz del hotel, observando con pesar a través de las cortinas entreabiertas los coches de lujo que llegaban hasta Rodeo desde Wilshire. El sol aún no estaba lo bastante alto para que desapareciese la bruma matinal, pero daba la impresión de que sería un día perfecto. Aquella suite en la planta catorce del hotel Berverly Wilshire costaba dos mil quinientos dólares la noche, que había pagado al contado para hacérselo un poco más difícil a los vigilantes. Pero ¿a quién quería engañar? Buscó el teléfono de Kerry en su bolso. Se lo había apagado durante el viaje, mientras ella conducía, y seguía apagado. Seguramente ya la tenían en su radar, pero estaba intentando ganar tiempo. Un tiempo precioso.

Habían llegado tarde, tras un largo trayecto a través del desierto durante el cual ninguno de los dos habló mucho. No había tiempo para planear las cosas, pero quería que todo saliera a la perfección. Su mente retrocedió a cuando tenía siete años: se había levantado antes que sus padres y les preparó el desayuno por primera vez en su vida; distribuyó los cereales, cortó plátanos en rodajas, hizo equilibrios con una bandeja llena de cuencos, cubiertos y vasitos con zumo de naranja y, orgulloso de sí mismo, se lo sirvió en la cama. Aquel día había querido que todo fuera perfecto, y una vez que todo salió bien estuvo semanas queriendo oír sus elogios. Si se mantenía alerta, tal vez ese día también saliera todo bien.

Al llegar tomaron chuletas y champán. Para el desayuno habían pedido más champán, tortitas y fresas. En una hora se reunirían con un agente inmobiliario en el vestíbulo y pasarían la tarde a la caza de una vivienda. Mark quería que ella fuera feliz.

– Kerry…

Ella se removió bajo las sábanas y él la llamó otra vez, un poquito más alto.

– Hola -dijo ella contra la almohada.

– El desayuno está de camino, con mimosas.

– ¿No acabamos de comer?

– Hace un siglo ya de eso. ¿No quieres levantarte?