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– Vale. ¿Les has dicho ya que no irás a trabajar?

– Ya lo saben.

– Mark…

– ¿Sí?

– Anoche te comportaste de una manera un tanto extraña.

– Lo sé.

– ¿Te comportarás normal hoy?

– Sí.

– ¿De verdad vamos a comprarnos la casa hoy?

– Si ves una que te guste, sí.

Kerry se incorporó sobre los codos; una sonrisa le iluminaba la cara.

– Bueno, mi día ha empezado bastante bien. Acércate, quiero que el tuyo también empiece bien.

Will había conducido durante toda la noche y ahora estaba atravesando la llanura de Ohio, corriendo hacia el amanecer y esperando poder pasarla sin sobresaltos, evitando las trampas de velocidad y a la policía del estado. Sabía que tendría que parar a dormir. Elegiría bien los sitios -moteles de mala muerte junto a la autopista-, pagaría en metálico, descansaría cuatro horas aquí, otras seis allí, nunca más de eso. Quería llegar a Las Vegas el viernes por la noche y estropearle el fin de semana a aquel hijo de puta.

No recordaba cuándo había sido la última vez que había pasado toda una noche en acción, especialmente una noche sin alcohol, y no le sentaba nada bien. Tenía ganas de beber, de dormir y de hacer algo que apaciguara su indignación y su rabia. Agarraba el volante tan fuerte que le daban calambres en las manos. Le dolía el tobillo derecho porque aquel viejo Taurus no tenía control de velocidad automático. Tenía los ojos secos y enrojecidos. Le dolía la vejiga debido al último café largo que se había tomado. Lo único que le ofrecía algo de consuelo era aquella rosa roja de los Lipinski, saludable y carnosa, que había puesto en un botellín de agua en el reposavasos.

Malcolm Frazier salió del centro de operaciones en mitad de la noche para darse un paseo y despejarse. Pensó que la última noticia que tenían era increíble. Acojonantemente increíble. Y esa abominación había ocurrido bajo su vigilancia. Si sobrevivía a esto -si sobrevivían a esto-, estaría testificando en las vistas a puerta cerrada del Pentágono hasta que tuviera cien años.

El estado de crisis había empezado en el momento en que Shackleton apagó su teléfono móvil y perdieron a la presa. Todo un equipo se había presentado en el Venetian, pero él se había ido, había dejado su Corvette en el garaje y la cuenta sin pagar.

Lo que siguió fue una hora de lo más oscura, hasta que fueron capaces de darle la vuelta al asunto. Había estado allí con una mujer, una morena atractiva; según el conserje, era como una de las muchas mujeres de compañía que rondaban el hotel. Accedieron a las llamadas realizadas desde el móvil de Shackleton y encontraron una decena dirigidas a una tal Kerry Hightower, la cual encajaba con la descripción de esa mujer.

El móvil de Hightower estuvo enviando señales desde las torres de telefonía de la carretera interestatal número 15 en dirección oeste, hasta que expiraron a unos veinticinco kilómetros de Barstow. Todo apuntaba a que Los Ángeles era el destino más probable. Pasaron la descripción del coche de Kerry y su número de matrícula a las patrullas de la autopista de California y a las comisarías locales; más tarde, tras una investigación posterior a la acción, se enteraron de que el Toyota de Kerry había estado en el taller todo ese tiempo y que conducía uno de alquiler.

Rebecca Rosenberg estaba comiéndose una barrita de chocolate (la tercera desde la medianoche) cuando de repente traspasó el encriptado de Shackleton y casi se ahogó con un pegote de caramelo. Salió deprisa de su laboratorio, corrió torpemente por el pasillo hasta el centro de operaciones e irrumpió entre los vigilantes con su pelo afrosesentero (en versión chica blanca) botando sobre sus hombros.

– ¡Ha estado pasando información del Departamento de Defensa a una compañía! -jadeó.

Frazier estaba ya en su ordenador. Se giró hacia ella; parecía a punto de vomitar. Ya no podía pasar nada peor.

– ¿Estás segura de esa mierda que has dicho?

– Al cien por cien.

– ¿Qué clase de compañía?

Sí, aún podía ser peor.

– Seguros de vida.

Los pasillos del Laboratorio de Investigación Principal estaban vacíos, lo cual amplificaba el efecto del eco. Para aliviar la tensión, Malcolm Frazier tosió y jugó con el rebote acústico. Aunque no le estuviera escuchando nadie, gritar o cantar al estilo tirolés no le habría parecido digno. Durante el día, como jefe de Operaciones de Seguridad de la NTS -51, recorría los subterráneos con un deambular chulesco que intimidaba a propios y extraños. Le gustaba que le tuvieran miedo, y no lamentaba que sus vigilantes fueran universalmente odiados. Eso significaba que hacían bien su trabajo. ¿Cómo mantener el orden si la gente no tenía miedo? La tentación de explotar aquella baza era demasiado grande para esos técnicos cretinos. Le parecían despreciables, y siempre sentía un arrebato de superioridad cuando los veía por el escáner, gordos y sebosos, o delgados y débiles, jamás en forma y con una buena musculatura como los de su equipo. Shackleton, lo recordaba perfectamente, era delgado y débil, podría partirlo como partiría un tablón de madera podrida.

Se metió en el ascensor especial y lo activó con su llave de acceso. El descenso era muy suave, apenas perceptible; cuando salió, estaba solo en la Cripta. Cualquier movimiento pondría en marcha un monitor vigilado por uno de sus hombres, pero él tenía permiso para estar allí, conocía los códigos de entrada y era una de las pocas personas autorizadas a atravesar aquellas pesadas puertas de acero.

La Cripta tenía un poder visceral. Frazier sintió que la espalda se le tensaba como si le hubieran metido una barra de hierro por la columna. Se le hinchó el pecho y se le aguzaron los sentidos; su percepción de la profundidad -incluso con aquella tenue luz azul y fría- era tan fina que casi veía en tres dimensiones. Algunos hombres se sentían minúsculos ante la vastedad de aquel lugar, pero a él la Cripta le hacía sentirse enorme y poderoso. Y esa noche, en medio del mayor fallo del sistema de seguridad en la historia de Área 51, necesitaba estar allí.

Se internó en aquella fría y deshumidificada atmósfera: un par de metros, cuatro, diez, veinte, treinta. No tenía previsto recorrerla de punta a punta, no tenía tanto tiempo. Solo se adentró lo necesario para sentir en toda su magnitud su techo abovedado y sus dimensiones de estadio. Un dedo de su mano derecha acarició una de las cubiertas. El contacto con los libros no estaba permitido, pero tampoco es que estuviera sacándolo del estante… era solo una reafirmación.

El cuero era frío y suave, del color del ante moteado. En el lomo llevaba grabado el año: 1863. Había hileras enteras dedicadas a 1863. La guerra civil. Y sabría Dios lo que había pasado en el resto del mundo. El no era historiador.

En un lado de la Cripta había una estrecha escalera que llevaba hasta una pasarela desde la que se podía ver el panorama al completo. Fue allí y subió a lo más alto. Había miles de estanterías de metal gris que se perdían en la distancia, cerca de setecientos mil gruesos libros de cuero, unos doscientos cuarenta mil millones de nombres inscritos. Estaba convencido de que la única manera de entender lo que significaban esos números era estar donde él estaba e interiorizarlos con tus propios ojos. Hacía tiempo que toda esa información había sido almacenada en discos, y si eras uno de esos técnicos cretinos es probable que te impresionaran todos esos terabits de datos, o alguna chorrada como esa, pero nada era como estar en la Biblioteca. Se agarró a la barandilla, se asomó y respiró profunda y lentamente.

A Nelson Elder la mañana le estaba yendo fenomenal. Sentado a su mesa favorita en la cafetería de la compañía, atacaba una tortilla de claras de huevo y leía el diario de la mañana. La carrera, la ducha de vapor y la resucitada confianza en el futuro hacían que se sintiera con energías renovadas. De todas las cosas de su vida que podían afectar a su humor, las acciones de Desert Life era lo único que realmente le importaba. En el último mes habían subido un 7,2 por ciento, experimentando un ascenso del 1,5 por ciento el día anterior a la actualización del analista. Era demasiado pronto para que la locura de Peter Benedict afectara a su línea de flotación, pero estaba claro que denegar el seguro de vida a los solicitantes que tuvieran una fecha de muerte inminente y ajustar las primas de aquellos con un horizonte de mortandad intermedio a los riesgos que comportaba convertiría su compañía en la gallina de los huevos de oro.