Выбрать главу

Para colmo, los resultados de los coqueteos de Bert Myers con el lado oscuro de los fondos de inversión de Connecticut estaban a la vuelta de la esquina, con unos rendimientos del 10 por ciento en julio. Elder traducía sus valores en alza en el uso de un tono mucho más agresivo con los inversores y los analistas de resultados, y Wall Street se percataba de ello. La opinión acerca de Desert Life estaba cambiando.

No le importaba cómo ese perro verde de Benedict conseguía acceder a esa mágica base de datos ni de dónde procedía, ni tan siquiera cómo era posible. El no era ningún filósofo de la moral. Lo único que le importaba era Desert Life, y ahora contaba con un margen que ninguno de sus competidores podría igualar. Le había pagado a Benedict cinco millones de dólares de su propio bolsillo para evitar que sus auditores intuyeran una transacción de la corporación y le hicieran preguntas. Bastantes preocupaciones le daba ya la aventurita del fondo de inversiones de Bert.

Pero se trataba de un dinero bien invertido. El valor de su paquete de acciones personal se había encarecido hasta los diez millones de dólares, un rendimiento alucinante para una inversión hecha un mes antes. Respecto a lo de Benedict, no seguiría más que sus propios consejos. Nadie sabía nada del asunto, ni tan siquiera Bert. Era demasiado enrevesado y demasiado peligroso. Ya era bastante complicado explicarle a su jefe de seguros por qué necesitaba recibir diariamente una lista nacional de todos los nuevos solicitantes de seguros de vida.

Bert vio que estaba comiendo solo y se le acercó con una sonrisa y alzando un dedo.

– ¡Ya sé tu secreto, Nelson!

Aquello asustó al viejo.

– ¿De qué estás hablando? -le preguntó, muy serio.

– Esta tarde vas a dejarnos tirados para irte a jugar al golf.

Elder respiró y sonrió.

– ¿Cómo te has enterado?

– Yo me entero de todo lo que pasa por aquí -presumió el gerente financiero.

– De todo, no. Tengo un par de ases en la manga.

– ¿Es ahí donde guardas mis comisiones?

– Tú sigue consiguiéndonos buenos rendimientos y en un par de años podrás comprarte una isla. ¿Quieres desayunar conmigo?

– No puedo. Reunión de presupuestos. ¿Con quién vas a jugar?

– Es un rollo de esos humanitarios que hacen en el Wynn. Ni siquiera sé quién está en mi equipo. -Bueno, que te diviertas. Te lo mereces.

Elder le guiñó un ojo.

– En eso te doy la razón. Me lo merezco.

Nancy no podía concentrarse en los expedientes de robos de bancos. Giró la página y al rato se dio cuenta de que no se había enterado de nada, así que tuvo que volver a leerla. Tenía una cita con John Mueller esa misma mañana, y se suponía que esperaba algo así como un resumen. Cada dos por tres abría el servidor y buscaba en la red nuevos artículos sobre Will, pero solo encontraba la misma nota de agencia. Al final no pudo esperar más.

Sue Sánchez la vio en el vestíbulo y la llamó. Sue era una de las últimas personas a las que le apetecía ver, pero no podía hacer como que no la había visto.

La tensión era patente en su cara. Tenía un tic en el borde del ojo izquierdo y le temblaba la voz.

– Nancy -dijo, se acercó tanto que hizo que se sintiera incómoda-, ¿ha intentado ponerse en contacto contigo?

Nancy se aseguró de que la cremallera del bolso estaba cerrada.

– Ya me lo preguntaste anoche. La respuesta sigue siendo no.

– Tengo que preguntártelo. Era tu compañero. Los compañeros intiman. -Esa afirmación consiguió que Nancy se pusiera nerviosa, y Sue se dio cuenta y se retractó-: No me refiero a ese tipo de intimidad. Hablo de complicidad, de amistad.

– No me ha llamado ni me ha enviado ningún correo. Además, de haberlo hecho ya lo sabrías -soltó casi sin querer.

– ¡No tengo autorización para pincharos la línea ni a él ni a ti! -insistió Sue-. Si pincháramos los teléfonos, lo sabría. ¡Soy su jefa!

– Sue, sé mucho menos que tú de todo lo que está pasando, pero ¿de verdad te sorprendería que alguna otra de las agencias tuviera la sartén por el mango?

Sue parecía ofendida y a la defensiva.

– No sé de qué estás hablando. -Nancy se encogió de hombros y Sue recobró la compostura-. ¿Adónde vas?

– Al autoservicio. ¿Te traigo algo? -Se encaminaba hacia el ascensor.

– No. No necesito nada. -No parecía muy convencida.

Nancy caminó cinco manzanas antes de meter la mano en el bolso para coger el teléfono de prepago. Miró por última vez alrededor por si veía alguna placa y tecleó el número.

Respondió al segundo tono.

– Tacos Joe.

– Qué apetitoso -dijo ella.

– Me alegro de que hayas llamado. -Parecía que estuviera hecho polvo-. Empezaba a sentirme solo.

– ¿Dónde estás?

– En algún sitio más plano que una tabla de planchar.

– ¿Podrías ser más específico?

– La señal decía Indiana.

– No lo habrás hecho todo de un tirón, ¿verdad?

– Creo que sí.

– ¡Pero tienes que dormir!

– Aja.

– ¿Cuándo?

– Mientras hablamos, estoy buscando un sitio. ¿Has hablado con Laura?

– Primero quería saber cómo estabas tú.

– Dile que estoy bien. Dile que no se preocupe.

– Se va a preocupar. Yo estoy preocupada.

– ¿Cómo van las cosas por la oficina?

– Sue tiene un aspecto horrible. Todos están a puerta cerrada.

– En la radio han hablado de mí durante toda la noche. Están haciendo la bola más grande.

– Si han montado todo un operativo por ti, ¿qué estarán haciendo con Shackleton?

– Supongo que las posibilidades de que lo encuentre descansando en el porche no son muchas.

– Y entonces, ¿qué?

– Tendré que poner en práctica mis años de habilidades y recursos.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que tendré que improvisar. -Se quedó callado y después dijo-: ¿Sabes qué? He estado pensando.

– ¿En qué?

– En ti.

– ¿Qué pasa conmigo?

Siguió otra larga pausa y el silbido de un adolescente que pasó pedaleando.

– Creo que estoy enamorado de ti.

Nancy cerró los ojos. Cuando los abrió, seguía en la parte baja de Manhattan.

– Vamos, Will. ¿Por qué me dices algo así? ¿La falta de sueño?

– No. Lo digo en serio.

– Por favor, encuentra un motel y duerme.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

– No. Creo que puede que yo también lo esté.

Greg Davis estaba esperando a que el agua de la tetera rompiera a hervir. Solo llevaba año y medio con Laura Piper y estaban afrontando su primera crisis significativa como pareja. Quería estar a la altura de las circunstancias, ser un buen tipo y un hombro en el que apoyarse, y en su familia cuando había que enfrentarse a una crisis lo hacían con una buena taza de té.

El apartamento donde vivían era minúsculo, apenas había luz y no tenía vistas, pero preferían vivir en un cuchitril en Georgetown que en un sitio más bonito en un barrio residencial sin vida. Al final, Laura había conseguido dormirse a las dos de la madrugada, pero en cuanto se despertó, puso la tele, vio que en la banda informativa inferior de la pantalla decían que su padre continuaba prófugo, y volvió a echarse a llorar.