Era un burócrata preciso y con aversión al riesgo, odiaba las sorpresas tanto en lo personal como en lo profesional, así que su reacción ante la reunión para la que le citaba su jefe, el secretario de Defensa, en Área 51, estuvo a medio camino entre la conmoción y la irritación.
– ¿Qué es esto, algún tipo de iniciación en una hermandad, señor secretario?
– ¿Tengo pinta de ser un maldito hermano mayor? -ladró el secretario de Defensa-. Esto es un lío de los gordos, y por tradición le compete a la Marina, así que te compete a ti, y que Dios te ayude si bajo tu mando se produce alguna filtración.
La camisa de Lester estaba tan almidonada que cuando se sentó ante su escritorio crujió. Se alisó la corbata de rayas negras y plateadas y se pasó la mano por lo que le quedaba de pelo para que todos los mechones estuvieran en la misma dirección; luego se puso sus gafas de leer sin montura. Su secretaria le llamó por el intercomunicador antes de que le diera tiempo a abrir la primera carpeta.
– Malcolm Frazier le llama desde Groom Lake, señor secretario. ¿Se lo paso?
Casi sentía el ácido chorreando en su estómago. Esas llamadas lo estaban matando, pero no podía delegarlas. Ese asunto le competía, debía tomar decisiones. Le echó un vistazo al reloj: ahí fuera estaban ya en mitad de la noche. El momento perfecto para las pesadillas.
El Mercedes llegó a su cita ya bien entrada la tarde. Aparcaron en una entrada semicircular de una propiedad de estilo mediterráneo.
– ¡Yo creo que os vais a quedar con esta! -exclamó la agente, con una energía sin límites-. He guardado lo mejor para el final.
Kerry estaba aturdida pero contenta. Se retocó el pelo mirándose en el espejo de la polvera y dijo con aire soñador:
– Me encantan todas.
Mark arrastró sus pies tras ellas. Les esperaba un agente de ventas con pinta de remilgado que señalaba su reloj de pulsera a modo de amonestación.
Esto le recordó a Mark que tenía que mirar el suyo.
Nelson Elder estaba haciendo el recorrido con el subdirector de marketing de la organización Wynn, el jefe de bomberos de la ciudad y el director de una compañía local de aparatos médicos. No se le daba mal el golf, tenía un hándicap de catorce golpes, pero ese partido le iba fenomenal y se sentía eufórico. Había presentado una tarjeta de cuarenta y un golpes, el mejor nueve que había hecho en años.
Los recién regados caminos de hierba bermuda lucían el color de las esmeraldas húmedas ante el marrón del desierto. En los greens de hierba agrostis, la bola rodaba que daba gusto, así que, Dios mediante, era imposible hacerlo mal. Aunque había agua en abundancia en el recorrido, él estaba consiguiendo mantener la bola seca y recta. El sol danzaba repelido por la superficie vidriada del hotel Wynn, que se alzaba sobre el club de campo, y mientras descansaba en el carrito, bebiendo té helado y escuchando el fluir de un riachuelo artificial, Elder se sintió más satisfecho y tranquilo de lo que había estado desde hacía mucho tiempo.
A Kerry aquella mansión mediterránea de Hollyridge Drive la estaba volviendo loca. Corría de una gloriosa habitación a otra -cocina de diseño, salón a un nivel más bajo, comedor para banquetes de sociedad, biblioteca, sala de audiovisuales, bodega, un dormitorio principal gigantesco acompañado de otros tres dormitorios- gritando: «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!», mientras la de la agencia la seguía, zalamera: «¡Te lo había dicho! Está todo reformado. Fíjate en los acabados».
Mark no tenía estómago para tanto. Se dirigió hacia el patio bajo la mirada suspicaz del agente de ventas y se sentó junto a las espumosas aguas de la piscina con cubierta automática. El patio estaba flanqueado de gayubas y los colibríes, se posaban en sus delicadas flores celestes. A sus pies se extendía el inmenso cañón, la cuadrícula de las calles era imperceptible a la luz vespertina.
Por encima de su hombro, sobre la línea superior del tejado, en lo más alto de un risco distante, se veían las letras de HOLLYWOOD. Eso era lo que él quería, se dijo con pesar, lo que soñaba que haría cuando fuese escritor, sentarse junto a la piscina, en las colinas, bajo aquel letrero. Pero ahora pensaba que aquello no duraría más de cinco minutos.
Kerry cruzó corriendo el umbral de las puertas francesas y casi llora con las vistas.
– Mark, esta casa me encanta. ¡Me encanta, me encanta, me encanta!
– Le encanta -añadió la agente de compra, que venía detrás de ella.
– ¿Cuánto? -preguntó Mark, imperturbable.
– Piden tres cuatrocientos, y creo que es un buen precio. Por lo menos se han gastado un millón y medio en remodelaciones…
– Nos la quedamos. -Se le veía impasible.
– ¡Mark! -gritó Kerry. Le echó los brazos al cuello y le plantó un montón de besos.
– Bien, con esto haces inmensamente felices a dos mujeres -dijo la ambiciosa agente inmobiliaria-. Kerry me ha contado que eres escritor. ¡Pues diría que vas a escribir un montón de guiones magníficos sentado junto a esta preciosa piscina! ¡Voy a remitir vuestra oferta y esta noche os llamo al hotel!
Kerry estaba tomando fotos con el teléfono móvil. Mark no cayó en ello de inmediato, pero cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se levantó de un salto y le arrebató el teléfono de las manos.
– ¿Has hecho más fotos antes?
– ¡No! ¿Por qué?
– ¿Acabas de encender el teléfono?
– Sí. ¿Qué problema hay?
Mark lo apagó.
– Te queda poca batería y el mío ya no tiene. Intento ahorrar por si acaso necesitamos hacer alguna llamada -dijo mientras se lo devolvía.
– Vale, tonto. -Le miró con cara de reproche, como si dijera: «No vuelvas a ponerte raro»-. ¡Ven conmigo a verla por dentro! ¡Estoy tan contenta!
Frazier estaba dormitando sobre su escritorio cuando uno de sus hombres le dio un golpecito en el hombro. Se despertó con un hondo ronquido.
– Ha llegado señal desde el teléfono de Hightower. Fue muy rápida, encender y apagar.
– ¿Dónde están?
– Zona este de Hollywood Hills. Frazier se pasó la mano por su mejilla sin afeitar. -Muy bien, eso ha sido un golpe de suerte. Tal vez haya otro. ¿En qué situación está DeCorso?
– En posición y esperando autorización.
Frazier volvió a cerrar los ojos.
– Despiértame cuando llamen del Pentágono.
Elder estaba ensayando su primer golpe en el hoyo dieciocho. Como telón de fondo del green había una cascada con una caída de once metros, una forma espléndida de acabar el partido.
– ¿Qué opinas tú? -preguntó al ejecutivo de Wynn-. ¿Un driver?
– Sí, sí, deja jugar también a los grandes. Llevas todo el día machacándonos.
– ¿Sabes? Si cierro este con par, será el mejor partido que haya jugado nunca.
Al oír esto, el jefe de bomberos y el subdirector se acercaron un poco más para ver la trayectoria de la bola.
– ¡Por el amor de Dios! ¡No lo estropees ahora! -gritó el tipo de Wynn.
El movimiento del palo en el swing fue lento y perfecto, y cuando el arco alcanzó su punto álgido -justo un momento antes de que una bala atravesara el cráneo de Elder y salpicara al cuarteto con sangre y trozos de cerebro-, pensó que la vida era demasiado bonita.
DeCorso confirmó el asesinato a través de la mira telescópica de su fusil de francotirador, desmontó el arma eficientemente, la tiró dentro de una bolsa para trajes y salió de aquella habitación en la planta undécima de un hotel con magníficas vistas al inmaculado campo de golf.