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Cuando volvieron a la suite del hotel, Kerry quería hacer el amor, pero él no se veía en condiciones de poder hacerlo. Declinó la oferta, echándole la culpa al sol, y se escabulló hasta la ducha. Ella, demasiado excitada para parar de hablar, siguió con el parloteo a través de la puerta, en tanto que Mark dejaba que la potente ducha ahogara el sonido de sus sollozos.

La agente inmobiliaria le había dicho a Kerry que el Cut, el restaurante del hotel, estaba de muerte, un comentario que a él le hizo estremecerse. Le suplicó que la llevara a cenar allí, y cualquier cosa que ella pidiera, él estaba dispuesto a dársela, aunque lo que deseaba con toda su alma era quedarse escondido en su habitación.

Estaba despampanante con su vestido rojo, así que cuando entraron en el local, la gente se giró para ver si se trataba de alguna famosa. Mark llevaba consigo su maletín, por lo que todas las apuestas se decantaban por una actriz que se reunía con su agente o su abogado. Estaba claro que ese tipo tan flacucho era demasiado feo para ser su pareja, a no ser, claro está, que estuviera podrido de dinero.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana, bajo un enorme tragaluz; a la hora del postre la luz de la luna inundaría la sala.

Ella solo quería hablar de la casa. Era un sueño hecho realidad; no, mucho más que eso, porque, según exclamó, nunca había soñado que un sitio como aquel pudiera existir. Se elevaba tanto en las alturas que daba la sensación de que uno estaba en una nave espacial, como el ovni que ella había visto cuando era pequeña. Parecía una niña con tantas preguntas… cuándo dejaría el trabajo, cuándo se mudarían, qué clase de muebles comprarían, cuándo podría empezar las clases de interpretación, cuándo se pondría él a escribir. Mark se encogía de hombros o respondía con monosílabos y miraba por la ventana, y ella volaba hasta el siguiente pensamiento.

De repente Kerry paró de hablar, y eso hizo que Mark alzara la vista.

– ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó.

– No estoy triste.

– Sí lo estás.

– No, no lo estoy.

No pareció convencerla, pero lo dejó pasar y dijo:

– Bueno, pues yo estoy contenta. Este es el mejor día de toda mi vida. Si no te hubiera conocido, ahora estaría… bueno, ¡aquí desde luego no! Gracias, Mark Shackleton. -Le lanzó un besito de gata que lo atravesó todo hasta hacerle sonreír-. Eso está mejor -ronroneó.

El teléfono de Kerry sonó dentro de su bolso.

– ¡Tu teléfono! -dijo Mark-. ¿Por qué está encendido?

Su expresión de pánico consiguió asustarla.

– Gina tenía que poder llamarnos en caso de que aceptaran nuestra oferta. -Revolvió el interior del bolso hasta que dio con él-. ¡Seguro que es ella!

– ¿Desde cuándo está encendido? -preguntó Mark en tono quejumbroso.

– No lo sé. Un par de horas. No te preocupes, va bien de batería. -Apretó el botón de aceptar-. ¿Diga? -Su cara fue de decepción y desconcierto-. ¡Es para ti! -dijo pasándole el teléfono.

Mark respiró hondo y se lo pegó al oído. Era una voz masculina, autoritaria, cruel.

– Escúcheme, Shackleton. Soy Malcolm Frazier. Quiero que salga del restaurante, que vuelva a su habitación y espere a que los vigilantes le recojan. Estoy seguro de que ha revisado la base de datos. Hoy no es su día. Hoy era el día de Nelson Elder y ya no está entre nosotros. Hoy es el día de Kerry Hightower. No es su día. Pero eso no significa que no podamos hacerle mucho daño y que desee que sí lo fuera. Necesitamos averiguar cómo consiguió hacerlo. Esto no tiene por qué ser difícil si usted no quiere.

– Ella no sabe nada -dijo Mark con un susurro suplicante mientras se giraba a un lado.

– Da igual lo que diga. Hoy es el día de ella. Así que levántese y váyase ahora mismo. ¿Me ha entendido?

Su corazón latió varias veces sin que él contestara.

– ¿Shackleton?

Apagó el teléfono y retiró su silla de la mesa.

– ¿Pasa algo? -preguntó Kerry.

– No es nada. -Tenía la respiración desbocada y la cara desencajada.

– ¿Es por lo de tu tía?

– Sí. Tengo que ir al cuarto de baño. Enseguida vuelvo. -Luchó por mantener la compostura. Era incapaz de mirarla a la cara.

– Mi pobre chiquitín -dijo ella en tono tranquilizador-. Me preocupas. Yo quiero que seas tan feliz como yo. Anda, ve y vuelve corriendo junto a tu muñequita Kerry, ¿vale?

Mark recogió su maletín y se marchó -un hombre rumbo al matadero-, dando pasitos pequeños, con la cabeza gacha. En cuanto llegó al vestíbulo, oyó el sonido de los cristales al romperse seguido de dos desesperantes segundos de silencio, y luego desgarradores chillidos de mujer y ensordecedores gritos de hombre.

El restaurante y el vestíbulo eran una barahúnda de cuerpos corriendo, gateando, empujándose unos a otros. Mark siguió caminando como un zombi hacia la entrada del Wilshire, donde había un coche junto a la acera, esperando al mozo del hotel. El aparcacoches quería ver qué pasaba en el vestíbulo y se dirigió hacia las puertas giratorias.

Sin pensarlo siquiera, Mark se coló en el asiento del conductor, arrancó y se adentró en la cálida noche de Beverly Hills, intentando ver a través de sus lágrimas.

31 de julio de 2009,

Los Ángeles

Marilyn Monroe había estado allí, y Liz Taylor, Fred Astaire, Jack Nicholson, Nicole Kidman, Brad Pitt, Johnny Depp y otros más que había olvidado porque no estaba prestando demasiada atención a lo que decía el botones, que podía ver en su cara que quería estar solo y que se fuera cuanto antes sin hacerle la visita guiada de costumbre.

Al botones le pareció que aquel hombre.estaba confuso y bastante inquieto. Su único equipaje era un maletín. Pero allí llegaban todos los días toda clase de drogatas ricos y de excéntricos; además, aquel tipo medio tartamudo había sacado un billete de cien de un fajo y se lo había dado como propina, así que para él todo era perfecto.

Mark se despertó desorientado tras un profundo sueño, pero a pesar de los fuegos artificiales que tenía en la cabeza volvió a la realidad rápidamente y cerró los ojos de nuevo con desazón. Era consciente de varios sonidos: el silencioso ronroneo del aire acondicionado, el piar de un pájaro tras la ventana y el roce de su pelo entre las sábanas de algodón y su oreja. Sintió la ráfaga de aire que enviaba el ventilador del techo. Tenía la boca sequísima, como si no hubiera ni una sola molécula de humedad para lubricarle la lengua.

Era el tipo de suite que agasaja a sus huéspedes con botellas gigantes del mejor licor. Sobre el escritorio había una botella de vodka medio vacía, una medicina fuerte y eficaz para los problemas de memoria. Había bebido un vaso tras otro hasta que dejó de recordar. Al parecer se había quitado la ropa y había apagado las luces; algún reflejo de los más básicos debió de quedar intacto.

La luz que se filtraba a través de la puerta del salón transmitía algo de color a la decoración pastel. Diferentes tonos de albaricoque, malva y verde salvia. A Kerry le habría encantado, pensó hundiendo la cara en la almohada.

Había recorrido con el coche unas cuantas manzanas cuando decidió que estaba demasiado cansado para conducir. Se detuvo, aparcó en un tramo residencial y tranquilo de North Crescent, salió del coche y deambuló a la deriva sin ningún plan. Estaba demasiado aturdido para darse cuenta de que en Beverly Hills llamaba más la atención andando que conduciendo un BMW robado. Pasó un tiempo indeterminado. Se sorprendió mirando unas letras blancas en tres dimensiones que sobresalían de un letrero verde limón.

Hotel Beverly Hills.

Alzó la vista y vio un edificio que parecía una chuchería de color rosa tras un frondoso jardín. Y enfiló el camino de entrada, llegó hasta la recepción, preguntó qué habitaciones había libres, eligió la más cara, un bungalow con mucha historia, y pagó con un puñado de billetes.