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Y tal vez más pronto que tarde. Su teléfono estaba sonando.

– Eh, me alegro de que me llames.

– ¿Dónde estás?

– En el gran estado de Nuevo México. -Al otro lado se escuchaba el sonido del tráfico-. ¿Y tú, estás en la carretera?

– En Broadway. Tráfico de viernes. Tengo algo que decirte, Will.

– ¿Es por lo de Nelson Elder, verdad? Lo oí en las noticias. Me está volviendo majareta.

– Ha llamado a Laura.

Will estaba confundido.

– ¿Quién la ha llamado? -Mark Shackleton.

La línea quedó muda.

– ¿Will?

– ¿Que ese hijo de puta ha llamado a mi hija? -Estaba furioso.

– Dijo que lo había intentado con tus otros números de teléfono y que la única forma de contactar era Laura. Quiere verte.

– Puede entregarse a las autoridades donde quiera.

– Tiene miedo. Dice que eres el único en quien puede confiar.

– Ya estoy a menos de mil kilómetros de Las Vegas. Puede confiar en que voy a cargármelo por haber llamado a Laura.

– No está en Las Vegas. Está en Los Ángeles.

– Cielos, quinientos kilómetros más. ¿Qué más ha dicho?

– Que no ha matado a nadie.

– Increíble. ¿Algo más?

– Que lo siente.

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– Quiere que vayas a una cafetería de Beverly Hills mañana a las diez. Tengo la dirección.

– ¿Estará él allí?

– Eso dijo.

– Muy bien, si sigo yendo a este ritmo y duermo ocho horitas en alguna parte, tendré tiempo suficiente para tomarme un buen café con mi viejo amigo.

– Estoy preocupada por ti.

– Pararé a descansar. Me duele un poco el culo pero estoy bien. El coche de tu abuela no lo hicieron para correr ni para estar cómodo.

Oírla reír le puso contento.

– Escucha, Nancy, lo que te dije ayer…

– Esperemos a que todo esto acabe -le interrumpió ella-. Más vale que hablemos de eso cuando estemos juntos.

– Vale -aceptó él de inmediato-. Ten el móvil cargado. Eres mi salvavidas. Dame la dirección.

Frazier no había ido a su casa desde que empezó la crisis ni había dejado que sus hombres abandonaran el centro de operaciones. No parecía que el final estuviera próximo. La presión desde Washington era intensa y reinaba la frustración. Reprochó duramente a sus hombres que habían tenido a Shackleton en sus manos y que un mierda sin instrucción había conseguido escapar de las garras de algunos de los hombres con mejor entrenamiento táctico del país. Frazier se había quedado con el culo al aire y eso no le gustaba nada.

– Aquí lo que hace falta es un gimnasio -se quejó uno de sus hombres.

– Esto no es un balneario -le soltó Frazier.

– Una pera de boxeo nos iría bien. Podríamos colgarla en una esquina -añadió otro desde su terminal.

– ¿Queréis darle puñetazos a algo? Venid aquí y probad conmigo -gruñó Frazier.

– Yo lo único que quiero es encontrar a ese capullo y marcharme a casa -dijo el primero que había hablado.

Frazier le corrigió.

– Son dos capullos: nuestro hombre y el mamón ese del FBI. Tenemos que coger a los dos.

Sonó la línea directa con el Pentágono y el que había propuesto lo de la pera de boxeo contestó al teléfono y se puso a tomar notas. Por su lenguaje corporal, Frazier adivinó que algo se estaba fraguando.

– Malcolm, tenemos algo. Las escuchas de la Agencia de Inteligencia de Defensa han captado una llamada a la hija del agente Piper.

– ¿De quién? -preguntó Frazier.

– Shackleton.

– No me jodas…

– Están bajando las coordenadas de intersección. Las tendremos en un par de minutos. Shackleton quiere verse con Piper en una cafetería de Beverly Hills mañana por la mañana.

Frazier aplaudió y gritó:

– ¡Dos pájaros de un puto tiro! Gracias, Señor. -Y comenzó a pensar-: ¿Alguna llamada saliente? ¿Cómo le ha pasado la información?

– No ha habido llamadas desde la línea de su casa ni del móvil desde que se hizo esa.

– Vale. Ella está en Georgetown, ¿verdad? Pues apuntad a todos los teléfonos públicos en un radio de tres kilómetros del lugar donde vive y comprobad las llamadas recientes a otras cabinas o a móviles de prepago. Y averiguad si tiene compañeros de piso o novio y conseguid los registros de llamadas. Quiero ver la cruz del punto de mira en la frente de Piper.

En Los Ángeles era ya media tarde y el calor empezaba a disiparse. Mark se quedó todo el día en su bungalow con el cartel de no molestar en la puerta. Ayunó, en un acto de desagravio hacia Kerry, pero al comenzar la tarde se sintió mareado y no le quedó más remedio que asaltar el surtido de aperitivos y galletas del bar. En cualquier caso -razonó-, lo que le había pasado estaba escrito, así que en realidad él no tenía la culpa, ¿o sí? Este pensamiento consiguió que se sintiera un poco mejor, así que se abrió una cerveza. Se bebió otras dos con una velocidad pasmosa y luego se pasó al vodka.

Su bungalow tenía un pequeño jardincito escondido tras aquellas paredes salmón con falsos arcos a la italiana. Se aventuró a salir con la botella, se sentó en una tumbona y la reclinó. En el aire reinaban los exóticos aromas de las flores tropicales. Dejó que le venciera el sueño, y cuando despertó el cielo estaba ya oscuro y empezaba a hacer frío. Tiritó en aquel aire nocturno y se sintió más solo que nunca.

En el desierto de Mojave la temperatura era de cuarenta y siete grados centígrados a primera hora de la mañana del sábado, así que cuando Will paró en el arcén y salió del coche para orinar, pensó que se convertiría en un caso de combustión espontánea. Rezó para que el viejo Taurus arrancara de nuevo y lo hizo. Conseguiría llegar a Beverly Hills con tiempo de sobra.

En el centro de operaciones de Área 51 Frazier veía la singladura electrónica de Will como un punto amarillo sobre un mapa de una vista tomada por satélite. La última señal de su teléfono móvil venía de una torre de Verizon, a unos ocho kilómetros de Needles, en la interestatal 40. A Frazier le gustaba limitar las variables operacionales y eliminar las sorpresas, así que la visión del ojo de halcón digital le resultaba reconfortante.

Llegar hasta el teléfono de prepago de Will fue una tarea de rastreo para principiantes. Un equipo de la Agencia de Inteligencia de Defensa de Washington (AID) estableció que el apartamento de Laura estaba alquilado por un hombre llamado Greg Davis. El viernes por la noche el teléfono de Greg Davis había recibido y hecho llamadas a un teléfono de prepago localizado en White Plains, Nueva York. Ese mismo teléfono solo había hecho y recibido llamadas de otro número desde el momento en que lo habían activado, un número que correspondía a otro teléfono de la misma compañía que estaba recorriendo Arizona en dirección oeste la noche del viernes.

Llegar hasta Nancy Lipinski, la compañera de Will en el FBI, que vivía en White Plains, fue un juego de niños. Los que hacían las escuchas de la AID pusieron ambos teléfonos bajo vigilancia y se lo dieron todo hecho a Frazier, envuelto y con un lacito, como un regalo de Navidad. Sus hombres irían a la cafetería Sal and Tony y disfrutarían de un buen desayuno mientras él se dedicaba a observar cómo el puntito amarillo de Will avanzaba hacia el oeste a ciento treinta kilómetros por hora y a contar las horas que quedaban para que terminara toda aquella tortura.

Will entró en Beverly Hills justo antes de que dieran las siete de la mañana y pasó con el coche por delante de la cafetería. El tráfico hacia North Beverly era inexistente. A esa hora toda la ciudad parecía un pueblecito somnoliento. Aparcó en una calle paralela, Canon Drive, puso la alarma de su teléfono a las nueve y media y se quedó dormido de inmediato.