– ¿Por qué?
– Se puede saber mucho de un asesino por cómo trata a una señorita.
Se encontraban en la autopista Bruckner, entrarían en el Bronx por el este.
– ¿Sabes a dónde tenemos que ir? -preguntó.
Nancy encontró la información en su libreta.
– Ocho cuatro siete de Sullivan Place.
– ¡Gracias! No tengo ni puta idea de dónde está eso -gruñó-. Sé dónde está el campo de los Yankees y punto. Eso es todo lo que conozco del puto Bronx.
– Por favor, no digas tacos -dijo ella muy seria; pareció la reprimenda de una maestra-.Tengo un plano. -Lo desplegó, lo estudió un instante y miró alrededor-.Tenemos que salir en Bruckner Boulevard.
Continuaron en silencio durante más de un kilómetro. Will esperaba que Nancy acabara su exposición, pero ella miraba la carretera con cara larga.
Will por fin la miró y vio que le temblaba el labio inferior.
– ¿Qué? ¿Te has mosqueado conmigo porque digo palabrotas, hostia puta?
Ella le miró con nostalgia.
– Eres muy distinto a John Mueller.
– Por Dios -murmuró Will-. ¿Tanto has tardado en darte cuenta?
Yendo hacia el sur por EastTremont pasaron junto a la comisaría 45 de Barkley Avenue, un edificio feo y bajo con muy pocas plazas de aparcamiento para todos los coches de policía que se amontonaban a su alrededor. El termómetro casi alcanzaba los treinta grados y la calle era un hervidero de puertorriqueños que acarreaban bolsas de plástico, empujaban carritos con niños o simplemente vagaban por ahí con el móvil pegado a la oreja, entrando y saliendo de los colmados, las bodegas y los baratillos. Las mujeres llevaban las carnes al aire. Para su gusto, había demasiadas jamonas con tops y shorts demasiado cortos contoneándose por allí en chanclas. «¿De verdad se creen que son sexys?», se preguntó. En comparación, su acompañante parecía una supermodelo.
Nancy estaba absorta en el plano, intentando no fastidiarla.
– Desde aquí es la tercera a la izquierda -dijo.
Sullivan Place era una calle nada apropiada para un asesinato. Coches patrulla, vehículos sin matrícula y furgonetas de los médicos forenses, todos aparcados en doble fila frente al escenario del crimen, bloqueando el tráfico. Will hizo señas a un joven policía que intentaba hacer transitable uno de los carriles y le mostró su identificación.
– Dios -gimió el poli-, no sé dónde le voy a meter. ¿Puede dar la vuelta a la manzana? A lo mejor encuentra un sitio a la vuelta de la esquina.
– A la vuelta de la esquina -repitió Will como un loro.
– Sí, dé la vuelta a la manzana, ya sabe… un par de giros a la derecha.
Will quitó las llaves del contacto, salió del coche y le tiró las llaves al policía. Los cláxones de los coches sonaron al momento ante el instantáneo embotellamiento.
– ¿Qué hace? -vociferó el policía-. ¡No puede dejar esto aquí!
Nancy seguía sentada en el todoterreno, muerta de vergüenza.
Will la llamó.
– Vamos, no hay tiempo que perder. Y anota en tu libretita el número de placa del agente Cuneo, no sea que trate con descuido las propiedades del gobierno.
– Gilipollas -murmuró el policía.
Will se moría de ganas por tener una bronca y ese chaval le venía al pelo.
– ¡Escúchame! -dijo, conteniendo su furia-, si a ti te gusta tu patético trabajo, a mí no me jodas. Y si no te importa una mierda, entonces prueba suerte. ¡Vamos! ¡Prueba!
Dos tipos cabreados con las venas a punto de explotar, cara a cara.
– ¡Will! ¿Podemos irnos ya? -imploró Nancy-. Estamos perdiendo el tiempo.
El policía meneó la cabeza, se metió en el Explorer, arrancó, avanzó un poco y lo aparcó en doble fila, frente al coche de un detective. Will, respirando todavía profundamente, le guiñó el ojo a Nancy.
– Ya sabía yo que encontraría un sitio.
Era un bloque de apartamentos pequeño: tres plantas, seis pisos, una chapuza de ladrillo blanco sucio construida en los años cuarenta. La entrada estaba en penumbra y tenía un aspecto deprimente: suelo ajedrezado con baldosas marrones y negras, paredes color beis mugre, bombillas amarillas. Los hechos habían tenido lugar en el interior y en los alrededores del apartamento 1.° A, en la planta baja a la izquierda. Hacia el final del pasillo, cerca del hueco para las basuras, se hallaban reunidos los miembros de la familia en una desolación multigeneracionaclass="underline" una mujer de mediana edad sollozaba suavemente; su marido, un hombre con botas de trabajo, intentaba consolarla; una joven con un buen bombo había sufrido hiperventilación y se había sentado en el suelo para intentar calmarse; una chica vestida de domingo parecía desconcertada; un par de viejos con la camisa sin abrochar movían la cabeza y se rascaban la barbilla.
La puerta del apartamento estaba entornada. Will se coló dentro y Nancy le siguió. Cuando vio a tantos cocineros estropeando el caldo hizo un gesto de fastidio. Como mínimo había doce personas en un espacio de setenta metros cuadrados, lo cual multiplicaba astronómicamente las posibilidades de contaminación de la escena del crimen. Hizo un reconocimiento rápido con Nancy pisándole los talones y sorprendentemente nadie les detuvo ni les preguntó qué hacían allí. Salón: muebles de señora mayor y cacharritos; televisor de hacía veinte años. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y lo usó para apartar las cortinas y así poder mirar a través de cada una de las ventanas; repitió ese mismo procedimiento en todas las habitaciones. Cocina: limpísima; ni un plato en el fregadero. Baño: también limpio; olor a polvos para los pies. Dormitorio: demasiada gente charlando como para ver algo más que un par de piernas gordotas, grises y con manchas, junto a una cama sin hacer, con un pie medio metido en una zapatilla de andar por casa.
– ¿Quién está al mando? -gritó Will.
Un silencio repentino, hasta que alguien dijo:
– ¿Quién lo pregunta?
Un detective calvo y gordo, vestido con un traje ajustado, se separó del grupo y fue hacia la entrada del dormitorio.
– FBI -dijo Will-. Soy el agente especial Piper.
Nancy parecía dolida por no haber sido presentada.
– Detective Chapman, comisaría 45.-Le tendió una mano grande y cálida que pesaba como un ladrillo. El tipo olía a cebolla.
– Detective, ¿qué le parece si dejamos esto libre para que podamos hacer una buena inspección del escenario del crimen?
– Mis chicos casi han terminado; en cuanto acaben, será todo suyo.
– Lo vamos a hacer ahora, ¿vale? La mitad de sus hombres no llevan guantes. Ninguno lleva botas. Lo están ensuciando todo, detective.
– Nadie está tocando nada -dijo Chapman a la defensiva. Entonces vio que Nancy estaba tomando notas y preguntó, nervioso-: ¿Y esta quién es? ¿Su secretaria?
– Agente especial Lipinski -dijo ella mientras agitaba con dulzura su libreta ante él-. ¿Me puede decir su nombre de pila, detective Chapman?
Will hizo esfuerzos para no sonreír.
Chapman no era dado a marcar territorio ante los federales. Habría perdido el tiempo cabreándose para acabar en el bando de los perdedores. La vida era demasiado corta.
– ¡Escuchad todos! -gritó-.Tenemos aquí al FBI, y quieren que se vaya todo el mundo, así que recoged y dejadles hacer su trabajo.
– Que nos dejen la postal -dijo Will.
Chapman metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una bolsa de plástico con cierre; dentro estaba la tarjeta.
– Aquí la tiene.
Cuando la habitación quedó vacía, inspeccionaron el cadáver junto con el detective. Hacía calor allí dentro, y los primeros efluvios de la putrefacción ya estaban en el aire. Para haber muerto de un disparo, había muy poca sangre: algunos coágulos en su enmarañado pelo gris, un chorreón que bajaba por la mejilla izquierda, donde la sangre que manaba de la oreja había formado un afluente que le recorría el cuello y goteaba en la moqueta verde musgo. La mujer estaba boca arriba, a unos treinta centímetros de los volantes floreados de su cama sin hacer, vestida con un camisón de algodón rosa que probablemente se habría puesto mil veces. Sus ojos, más secos que una pasa, estaban abiertos, con la mirada fija. Will había visto innumerables cadáveres, muchos de ellos embrutecidos hasta no reconocerlos como humanos. La dama en cuestión tenía buen aspecto, una bonita abuela puertorriqueña de la que pensarías que con un buen meneo de hombros reviviría. Miró a Nancy para medir su reacción ante la presencia de la muerte.