Cuando apagó la alarma, la calle bullía de actividad y en el coche empezaba a hacer un calor agobiante. Su primer asunto en la lista era encontrar unos servicios públicos para las abluciones matinales. Una manzana más allá había una gasolinera. Cogió su bolsa de viaje, salió del coche y oyó un ruido, el golpe de su teléfono de prepago al chocar contra la acera. Maldijo su suerte, lo recogió y volvió a metérselo en el bolsillo de los pantalones.
En ese momento la señal de la pantalla de Will que monitorizaban en el centro de operaciones desapareció. Frazier se alarmó y despotricó hasta que se calmó.
– Todo irá bien -concluyó-. Lo tenemos donde queremos. En media hora todo esto será historia.
Sal and Tony era una cafetería muy frecuentada. Lugareños y turistas abarrotaban las mesas y los reservados. Olía a tortitas, café y sofrito, y cuando Will llegó unos minutos antes de la hora prevista el ruido de las conversaciones asaltó sus oídos.
La camarera de sala le saludó con voz grave de fumadora.
– ¿Cómo va eso, querido? ¿Estás solo?
– He quedado con alguien. -Miró alrededor-. No creo que haya llegado todavía. -Se suponía que Shackleton estaría en la puerta de atrás, junto al teléfono público, a las diez.
– Seguro que no tarda. En un par de minutos tendréis una mesa lista.
– Tengo que ir a llamar por teléfono -dijo Will. -Ya te avisaré.
Will inspeccionó la sala desde la parte trasera del restaurante, saltó mentalmente de mesa en mesa e hizo una radiografía de los clientes. Un anciano con bastón junto a su mujer… gente del lugar. Cuatro jóvenes bien vestidos… representantes. Tres mujeres fofas y pálidas con viseras de Rodeo Drive… turistas. Seis mujeres coreanas… turistas. Un padre y su hijo de seis años… visita de divorciado. Una pareja de veinteañeros resacosos y con los vaqueros destrozados… lugareños. Dos hombres de mediana edad y una mujer con camisas Verizon… trabajadores.
Y luego estaban esos cuatro de la mesa del centro de la sala que hacían que las manos le sudaran. Cuatro hombres en la treintena cortados por el mismo patrón. Pulcros, con el pelo recién cortado y en forma (le bastaba verles el cuello para saber que hacían pesas). Ponían tanto empeño en parecer despreocupados, con sus camisas holgadas y sus pantalones color caqui, que sobreactuaban hasta cuando se pasaban la mantequilla. Uno de ellos tenía una sospechosa riñonera sobre la mesa.
Ninguno miró en su dirección, así que él hizo como que no les miraba. Movió los pies y se puso a esperar junto al teléfono, manteniéndolos en su campo visual. Chicos de agencia; no sabía de cuál. Todo le decía que abortara el plan, que saliera por la puerta de atrás y siguiera su camino. Pero entonces, ¿qué? Tenía que encontrar a Shackleton, y esa era la única manera. Tendría que lidiar con los forzudos. Cada vez que respiraba, sentía el peso de la pistola contra las costillas.
Una chispa de electricidad recorrió el cuerpo de Frazier cuando Will Piper volvió a aparecer en su monitor. Uno de sus hombres llevaba un aparato de seguimiento en la riñonera, y en el monitor aparecía apoyado en una pared junto a un teléfono público.
– Muy bien, DeCorso, esto pinta bien -dijo Frazier al micrófono de su intercomunicador-. Le tengo. -Apretó la mandíbula. Quería ver al segundo objetivo en la pantalla, quería dar la señal de ataque y observar cómo sus hombres los derribaban y los empaquetaban para un envío urgente.
Will estudió sus opciones. Imitó lo mejor que pudo un paseo casual y entró en el baño de caballeros para echar un vistazo. No había ventanas. Se echó un poco de agua fría en la cara y se secó. Todavía faltaban varios minutos para las diez. Salió del baño y se dirigió hacia la puerta trasera. Quería ver si alguno de ellos hacía un movimiento y, más importante, explorar los alrededores. Había un callejón entre Beverly y Canon que comunicaba los edificios de ambas calles. Vio las puertas traseras de una librería, un autoservicio, un salón de belleza, una zapatería y un banco, todo ello a tiro de piedra. A su izquierda el callejón se abría hasta el aparcamiento de uno de los edificios comerciales de Canon Drive. Había vías peatonales que podían llevarle en dirección norte, sur, este u oeste. Se sintió un poco menos atrapado y volvió adentro.
– ¡Ahí estás! -gritó la camarera desde la entrada-.Tu mesa está lista.
La mesa para dos estaba cerca de la ventana, pero se veía el teléfono perfectamente. Eran las diez en punto. Los hombres de la mesa del medio habían pedido más café.
Al auricular de DeCorso, el jefe del grupo -rapado, espesas cejas negras y brazos gruesos e hirsutos-, llegaban las protestas de Frazier: «Ya es la hora. ¿Dónde coño está Shackleton?».
Desde su monitor, Frazier vio que Will se servía café de una jarra y lo removía tras echarle la leche.
Pasaron cinco minutos.
Will estaba hambriento, así que pidió de comer. Diez minutos.
Devoró los huevos con beicon. Los hombres que estaban en la mesa del medio se hacían los remolones.
A las diez y diez ya empezaba a pensar que Shackleton estaba jugando con él. Las tres tazas de café se cobraban su peaje; se levantó para usar el baño de caballeros. Dentro solo estaba el anciano del bastón, que se movía como un caracol. Cuando Will terminó con lo suyo, salió y se fijó en el tablón de anuncios que había junto al teléfono público. Era un batiburrillo de tarjetas comerciales, anuncios de apartamentos en alquiler y gatos perdidos. Había visto el tablón antes pero no le había prestado atención.
¡La tenía delante de la cara!
Una cartulina de diez por quince, el tamaño de una postal.
Un ataúd dibujado a mano, el ataúd del Juicio Final, y las palabras: «Hotel Bev. Hills, Bung. 7».
Will tragó saliva y actuó por puro impulso.
Arrancó la postal del tablón y salió disparado por la puerta de atrás hacia el callejón.
Frazier reaccionó antes que los hombres que había en el local.
– ¡Se larga! ¡Maldita sea, se larga!
Los cuatro hombres saltaron de sus asientos y fueron tras él, pero el viejo anciano salía en ese momento del servicio y les bloqueó el camino. Fue imposible ver las imágenes de vídeo ya que la cámara que había en la bolsa se zarandeaba arriba y abajo, pero Frazier vio alguna imagen del viejo y gritó:
– ¡No os retraséis! ¡Se os escapa!
DeCorso levantó al hombre con un abrazo de oso y volvió a depositarlo en el servicio de caballeros mientras sus compañeros se precipitaban hacia la puerta. Cuando llegaron al callejón, estaba desierto. DeCorso envió a dos hombres hacia la izquierda y a otros dos hacia la derecha.
Lo buscaron frenéticamente. Registraron el callejón, recorrieron las tiendas y los edificios de las calles Beverly y Canon, miraron bajo los coches aparcados. Los gritos de Frazier en los auriculares de DeCorso eran tales que el hombre le rogó:
– Por favor, Malcolm, mantén la calma. No puedo seguir el operativo con tanto grito.
Will estaba dentro del lavabo del salón de belleza Via Véneto, en la puerta contigua a la cafetería. Se quedó allí quieto diez minutos, subido al váter, con la pistola en la mano. Alguien entró poco después de que él llegara pero se fue de allí sin usar las instalaciones. Soltó el aire de sus pulmones y aguantó en aquella incómoda postura.
No podía quedarse allí todo el día y alguien necesitaría usar el baño en algún momento, así que salió y se coló como si nada en el salón, donde había media docena de guapas peluqueras haciendo su trabajo y charlando con las dientas. Parecía una peluquería solo para mujeres, así que él estaba allí totalmente fuera de lugar.
– ¡Hola! -dijo una de las peluqueras, sorprendida. Llevaba el pelo rubio muy corto y una minifalda minúscula y ceñida sobre unas mallas color frambuesa-. No te había visto.